“¿Cuál sería la razón por la que se enamoraron?”, se preguntó Marianne mientras observaba las tímidas miradas que intercambiaban Henry Parker y Minnie May. Ambos estaban sentados uno frente al otro en la elegante sala de la casa Seymour, mientras ella cumplía con su papel de chaperona desde una prudente distancia.
—¿Cuándo piensas pedir su mano? —murmuró para sí, fingiendo leer un libro mientras sus ojos se desviaban hacia los jóvenes.
Henry había acudido esa tarde con la clara intención de pretender a Minnie May. Lo acompañaban sus padres, quienes, junto con los señores Seymour, estaban ocupados en el comedor discutiendo asuntos familiares, dejando a los jóvenes bajo la vigilancia de Marianne.
Esto, pensó Marianne, era lo que llamaba “conocer al enemigo”, un nombre ingenioso que había dado a esa fase inevitable por la que pasaron todas sus hermanas cuando comenzaron a recibir pretendientes. Era la etapa en que las familias del caballero y de la joven pasaban tiempo juntas, evaluándose mutuamente antes de unir sus destinos de forma irrevocable.
Marianne había planeado cada detalle de esa reunión con esmero, guiada por la presión constante de Minnie May, quien parecía no poder contener su entusiasmo. Por fin, ahí estaban: los tortolitos reían con inocencia, mientras las miradas de sus padres, más allá de las puertas del salón, parecían cargadas de aprobación. Marianne permitió que un pequeño suspiro de alivio escapara de sus labios. Continuó observándoles y por un instante, Marianne no pudo evitar sentirse un tanto melancólica al ver la alegría de su hermana. ¿Era acaso envidia? No, no exactamente. Era… algo más. Una especie de anhelo por una época en la que todo parecía más sencillo, cuando los sentimientos no eran tan complicados y las responsabilidades eran escasas, además de aquella emoción de pasar tiempo con tu primer amor. Sin embargo ella sabía que el amor no era siempre así de sencillo, pues lo habría aprendido a regañadientes.
Frunció el ceño y se despejó de ese sentimiento.
A pesar de que todo parecía desarrollarse conforme a lo previsto, Marianne sabía que el éxito de la tarde no sería evidente hasta días después, cuando los rumores comenzaran a circular. Si el eco traía consigo comentarios positivos, entonces podría darse por satisfecha.
Fingió continuar inmersa en la lectura del libro entre sus manos, aunque pronto empezó a prestar más atención a sus páginas. Era una novela, una de esas que su hermana Miranda solía leer antes de casarse y que aún conservaba en la biblioteca. Aunque a Marianne le gustaban ese tipo de historias, pronto recordó por qué había dejado de leerlas.
**“Mi amada Charlotte, si tú me dejas, nunca volveré a saber lo que es el amor”.**
Leyó el primer verso que divisó en el libro y con un gesto brusco, lo cerró. El golpe llamó la atención de Henry y Minnie May, quienes se giraron hacia ella con curiosidad.
—¿Todo está bien, hermana? —preguntó Minnie May, poniéndose de pie con una leve inquietud en su expresión.
—¿Los he asustado? Disculpen, es solo que el libro estaba a punto de caerse —respondió Marianne, esbozando una sonrisa tranquilizadora mientras también se levantaba—. Querido Henry, ¿sabías que a Minnie May le fascina la música?
—Sí, ella me lo ha comentado —respondió Henry, con una mezcla de timidez y seriedad. Luego añadió—: Le he dicho que estaría encantado de invitarla a la próxima ópera, si le complace asistir.
Marianne evaluó sus palabras con cuidado. Era la respuesta correcta. Aunque Henry no había pretendido ser un apasionado de la música, había demostrado consideración por lo que Minnie May valoraba.
—Maravilloso, querido Henry. Estoy segura de que Minnie May estará ansiosa por ir, y con gusto la acompañaremos.
Minnie May, incapaz de contener su alegría, tomó la mano de su hermana en un gesto agradecido que decía más que cualquier palabra. Marianne, satisfecha, se permitió una pequeña sonrisa, sabiendo que por ahora todo marchaba como debía.
Después de unos momentos, los señores Parker aparecieron en el salón para despedirse, agradeciendo la espléndida tarde antes de marcharse junto a su hijo. Habiendo partido los invitados, la familia Seymour se reunió en el comedor para cenar y, como era costumbre, comentar lo acontecido.
—¡Son una familia encantadora! —exclamó la señora Seymour mientras servía un poco de té—. A este paso, ya no sé quién pedirá tu mano primero, Minnie May. Han venido los Cavendish, mi querida amiga Victoria, y ahora los Parker. ¿Qué piensas tú, querido?
—¿Qué quieres que piense? Marianne tiene todo bajo control, ¿no es así? —respondió el señor Seymour, dirigiendo una mirada significativa hacia su esposa e hija mayor.
—Ahora que lo mencionas, papá, no olvides avisarme a mí primero si alguien viene a pedir la mano de Minnie May —intervino Marianne con una sonrisa que apenas ocultaba su tono crítico.
—¿Quién lo haría tan pronto? —replicó Minnie May, aparentemente incómoda con la dirección de la conversación.
—Tranquila, Marianne —añadió el señor Seymour—. No concederé nada sin antes hacérselo saber a las tres.
La menor de las hermanas aprovechó la pausa para preguntar con timidez:
—Padre, ¿a ti quién te agrada más?
—Cavendish, por supuesto. —La respuesta fue rápida y tajante, destruyendo las esperanzas de Minnie May en un instante.
—¡Oh no! Él no era muy educado, padre —se apresuró a intervenir Marianne, intentando con astucia desviar la preferencia de su progenitor.
—¿Qué dices, Marianne? Si fue muy atento —respondió la madre, alzando una ceja.
—Tu madre tiene razón —apoyó el señor Seymour, inclinándose ligeramente hacia adelante como si quisiera dar fin al debate.
—Pero eso no es lo único que importa —replicó Marianne, llevando la copa de agua a sus labios con deliberada calma.
Lo que comenzó como una ligera discusión pronto escaló en intensidad. Mientras Marianne ofrecía argumentos para respaldar las preferencias de su hermana, sus padres insistían en que la familia Cavendish era la opción más ventajosa desde un punto de vista práctico.