—¿Qué es esto? —preguntó, señalando el ramo con curiosidad mal disimulada.
—¡Ah! Olvidé deshacerme de ellas —respondió Beatrice con un ademán despreocupado.
—¿Cómo puedes decir eso? Son flores hermosísimas. ¿Acaso te las han enviado a ti y no quieres admitirlo?
—Eso sería un halago, pero Ernest dista mucho de ser romántico… —Hizo una pausa para tomar el ramo y arrojarlo con gesto resuelto a la papelera—. Estas flores son para la señorita Marianne. Según parece, un pobre muchacho está encaprichado con ella.
—Pero ¿era necesario desecharlas? Hasta donde sé, la señorita no me ha parecido jamás una persona cruel.
—Y no lo es. Pero ya ha crecido y ha dejado atrás esas frivolidades. Todo esto de un admirador secreto es infantil ahora.
—Al menos permíteme leer la nota.—Insistió
—No hay ninguna nota.
—¿Qué? —exclamó, incrédula—. No me vengas con eso, Beatrice. No diré una palabra a nadie si me dejas leerla.
—Te digo la verdad: no hay nota. Nunca la hay.
—¡Ahora entiendo por qué no quiere las flores! Qué hombre tan falto de carácter y cobarde. —Se inclinó hacia la papelera, rebuscando entre los restos con renovado interés—. ¿Uh? Hay aquí tres ramos más.
—Ese hombre ha persistido enviando ramos, pero la señorita me ha prohibido que le avisara si llegaban más. Solo bastó con el primero para que ella decidiese que no quería saber nada del remitente. ¡Deberías haberla visto!
—¿Tan profundamente le desagrada? —inquirió la sirviente, sorprendida.
—Así es. Por ello no me atreví a desobedecer su orden.
La otra calló por un instante antes de murmurar con una sonrisa:
—Pero dime, Beatrice, ¿Ernest no tiene algún pariente dedicado al negocio de las flores?
Beatrice soltó una carcajada ligera y divertida.
—Quizás debería buscarme otro hombre.
Las dos compartieron risas y algún que otro comentario sobre la poca sensibilidad de Ernest. No mucho después, se retiraron a sus aposentos para descansar.
En otro rincón de la casa, la mansión Seymour, Marianne permanecía despierta, con los ojos fijos en el vacío. Aquella noche no era como las demás.
Por primera vez, no esperó a que sus asistentes acudieran a su lado y se levantó temprano.
La terrible noticia de su compromiso había llegado como un golpe implacable, robándole el aliento y cualquier deseo de enfrentarse a la rutina matutina. Con cuidado y guardando silencio, se dirigió a la biblioteca, un refugio que utilizaban las hermanas y ella dentro de la casa. El espacio, iluminado tenuemente por la luz de las velas, estaba repleto de libros y estanterías hasta el techo, que habían sido testigos de varios momentos de alegría y desahogo. Marianne se sentó al mirador de la ventana, sus dedos temblorosos rozando las hojas de una novela. No leyó nada; el peso de sus pensamientos era demasiado abrumador.
La noche transcurrió en aquella soledad casi sacra, interrumpida únicamente por el crujir de la madera añeja y el murmullo distante del viento que acariciaba los ventanales. ¿Qué hacer? La misma pregunta resonaba una y otra vez, como un eco interminable en su mente fatigada. Sus sueños de libertad, sus anhelos por el ballet, parecían desvanecerse como un hilo que amenaza con romperse bajo la presión del destino.
Finalmente, cuando los primeros rayos del sol comenzaron a teñir el cielo con tonos de oro y carmín, Marianne suspiró profundamente, contemplando el amanecer desde su puesto en la ventana. Entre sus manos sostenía una carta que había llegado tres días atrás, pero que hasta ese momento no había tenido oportunidad de leer debido a los frenéticos días que había vivido. La carta provenía de su tío, Alexander Seymour, una figura que siempre le había inspirado afecto y confianza. En la quietud de aquella madrugada, decidió al fin abrirla.
Querida Marianne,
Son terribles las noticias que estoy por transmitirte. Estamos ayudando al hermano de mi esposa, pues atraviesa serias dificultades económicas, pero no puedo contarte los detalles.
Por esta razón, no podré visitarlos. Créeme, más que nadie desearía golpear a mi hermano para hacerlo entrar en razón y evitar este matrimonio que te han impuesto tan injustamente.
Me encantaría recibirte aquí, pero teniendo a mi cuñado bajo nuestro techo, correrías el riesgo de encontrarte con él, y eso no puedo permitirlo. Lo siento, querida, tendrás que ser fuerte un poco más.
Marie me visitó recientemente. Conversamos largamente sobre tu situación, y creemos que, aunque es difícil, no es imposible hacer cambiar de parecer a tu padre. Sin embargo, convencer al señor Ivanov parece una tarea más ardua. Maldito sea el día en que puso sus ojos en ti.
A pesar de todo, confío en tu fortaleza. Eres más fuerte de lo que muchos creen, más de lo que tú misma imaginas. Espero con ansias tu presentación en solitario; no me la perdería por nada en el mundo. Resiste, mi querida sobrina.
Con amor,
Tu tío Alexander Seymour.
Se le revolvieron las entrañas antes, durante y después de leer la carta. Había un dejo de esperanza si su tío abogaba por ella, pero ahora también debía desechar esa ilusión. El peso en su pecho se acentuó un poco más, provocándole una sensación que le impedía respirar.
Tratando de ser realista, se imaginó a sí misma viviendo en Rusia. En una casa donde, sin duda, disfrutaría de todos los lujos: joyas, vestidos, entretenimientos, accesorios, exquisiteces y un sinfín de comodidades. Se imaginó hablando ruso constantemente. Se vio a sí misma en esa casa, atrapada por su propia imaginación.
Hundiendo la cabeza entre las manos al pensar en todo esto, volvió a tomar la carta y leyó nuevamente aquellas palabras de su tío:
—«Sé que eres más fuerte».
Quizás aún quedaba algo por hacer. Pero no tuvo tiempo de reflexionar más cuando, de pronto, una mucama entró en la biblioteca. La vio y, sin mediar palabra, salió apresuradamente, regresando momentos después acompañada de la señora Seymour.