Pasos en confrontación

Capitulo 21

Habían transcurrido algunos días desde la placentera tarde de croquet en los terrenos del barón Stanley, y en la imponente casa de los Blackwood reinaba una calma inusual.

La familia se había levantado temprano para desayunar en un ambiente sorprendentemente ameno, donde las risas de los más pequeños animaban la conversación. Al terminar, Andrew se retiró a su oficina para adelantar las tareas que aún le ocupaban antes del baile que tendría lugar esa misma noche. Mientras tanto, su madre supervisaba con esmero la lección de música de Rosalie, cuya interpretación era objeto constante de las burlas de Sean, que, con la impertinencia propia de su edad, disfrutaba de corregir los errores de su hermana en las notas más complejas.

Cuando el reloj marcó las cuatro de la tarde, la casa se llenó de un ajetreo vibrante, pues todos se disponían a prepararse para el tan esperado evento. La señora Blackwood, en su inquebrantable elegancia, impartía órdenes precisas para que su familia luciera impecable y daba indicaciones a las doncellas sobre cómo gestionar al joven Sean, quien, demasiado pequeño aún para asistir a un baile, tendría que quedarse en casa. Rosalie, por su parte, probaba uno tras otro los vestidos de su ropero frente al gran espejo de su habitación, auxiliada por su doncella hasta que finalmente decidió cuál usar.

Con el vestido elegido, Rosalie se dirigió a la oficina de su hermano mayor, quien, ajeno al bullicio que se apoderaba de la casa, permanecía absorto entre pilas de papeles y libros.

—¿No vas a empezar a arreglarte, Andrew? —preguntó Rosalie desde el umbral de la puerta, con un leve tono de reproche.

Andrew levantó la mirada, sereno e imperturbable, como era habitual en él.

—Aún hay tiempo —respondió, mientras firmaba un documento con meticulosa precisión.

Rosalie rodó los ojos y cruzó los brazos.

—El tiempo pasa rápido cuando estás sepultado en tus tareas. Si llegamos tarde por tu culpa, madre te lo recordará durante semanas.
Andrew suspiró con resignación. Sabía que su hermana tenía razón, aunque no estaba dispuesto a admitirlo. Con un último vistazo a su escritorio, se levantó y se dirigió a su habitación para prepararse.

El dormitorio, sobrio y distinguido, era un reflejo fiel de su carácter reservado. Las paredes estaban revestidas con paneles de madera oscura, cuidadosamente pulida para mostrar un brillo discreto, mientras que pesadas cortinas de terciopelo burdeos caían con gracia alrededor de los ventanales, suavizando la luz que entraba. En un rincón se erguía un escritorio de caoba, perfectamente ordenado, decorado únicamente con un tintero de plata y un pequeño reloj de bolsillo. Sobre la chimenea de mármol blanco colgaba un retrato familiar, un recordatorio silencioso de las tradiciones que regían su vida. A sus pies, una alfombra de tonos apagados completaba el ambiente de serenidad austera.

Sobre la cama, su atuendo para la noche descansaba cuidadosamente dispuesto. Andrew siempre había sido meticuloso con su aspecto, aunque no sentía particular entusiasmo por los eventos sociales. Observó el traje oscuro que había escogido días atrás, un conjunto perfectamente entallado que lograba un equilibrio entre la elegancia y la discreción, justo como él lo prefería.

Llamó a uno de sus sirvientes, quien llegó con presteza para asistirlo. Con movimientos precisos, el joven ayudante le ayudó a quitarse el abrigo que había usado durante el día y, acto seguido, le colocó una impecable camisa de lino blanco, ajustando los botones hasta el cuello con una precisión casi ceremonial.

Mientras se vestía, Andrew permitió que su mente vagara. Aunque por naturaleza evitaba dejarse llevar por la curiosidad, no pudo evitar preguntarse quiénes asistirían al baile aquella noche. Muy en el fondo, deseaba que la velada transcurriera sin sobresaltos, lejos de las madres ansiosas que últimamente parecían disfrutar esparciendo rumores sobre él y una supuesta prometida esperándolo en Francia. Su rostro se tensó al recordar esas murmuraciones, un gesto apenas perceptible, pero suficiente para revelar su desdén. Nada le resultaba más desagradable que las especulaciones ociosas que ciertos círculos sociales parecían cultivar con tanto fervor.
Ya listo, Andrew se detuvo frente al espejo. Su reflejo le devolvió la imagen de un joven de porte distinguido, impecablemente vestido, aunque sus ojos delataban un interés mayor por lo que la noche podría traer que por su propia apariencia. Su ayudante ya se había retirado, y él, tras un último ajuste a su corbata, decidió hacer lo mismo.

Al salir de su habitación, se encontró con Rosalie en el pasillo. Ella llevaba un vestido de suaves tonos pastel que resaltaba su juventud, y en sus labios brillaba una sonrisa burlona.

—¿Ves? No fue tan difícil —dijo, con un toque de triunfante travesura.

Andrew negó con la cabeza, aunque sus ojos dejaron escapar un destello de diversión.

—Espero que no seas tan molesta con los demás esta noche, Rosalie.

—Solo contigo, querido hermano —respondió ella con una inclinación teatral antes de girar sobre sus talones y bajar las escaleras con ligereza.

Andrew permaneció allí unos instantes más, ajustando los puños de su camisa mientras sus pensamientos vagaban. No era un hombre dado a los presentimientos, pero había algo en aquella noche que parecía insinuar que no sería como las demás. Finalmente, tras un suspiro breve, dio las últimas órdenes a los sirvientes y descendió para unirse a su familia.

El carruaje aguardaba en el exterior, y una vez acomodados en su interior, iniciaron el breve trayecto hacia su destino. El viaje, aunque corto, le resultó tedioso. Rosalie no dejó de hablar emocionada sobre el baile, describiendo con entusiasmo los posibles encuentros y danzas de la velada. Su madre, por su parte, aprovechó cada instante para recordar a Andrew la importancia de fomentar una vida social amplia y cómo él desempeñaba un papel crucial para el futuro de su hermana menor.
No mucho tiempo después, el carruaje se detuvo frente a su destino. Una imponente mansión se alzaba en el centro de una vasta propiedad, rodeada de jardines meticulosamente diseñados que parecían brillar bajo la luz de las lámparas dispuestas a lo largo del camino.




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