Pasos en confrontación

Capitulo 22

Si en aquel momento alguien se dedicara a interrogar a todas las jóvenes casaderas que se encontraban en el salón de baile, la mayoría respondería con entusiasmo que aquella era una de las mejores velada y la más espléndida de la temporada. La luz cálida de los candelabros bañaba el amplio salón, destacando los cortinajes de terciopelo y el brillo de los suelos recién pulidos. La orquesta tocaba un vals armonioso que parecía envolver la noche en una atmósfera perfecta, y los caballeros, vestidos con esmero, se apresuraban a invitar a las damas a la pista con estudiada cortesía.

Si alguien preguntaba a Minnie May, ella diría, con ojos brillantes y mejillas encendidas, que estaba viviendo un sueño. Desde su llegada, había tenido el privilegio de bailar con Henry casi sin interrupción. Se sentía ligera, guiada por su brazo firme, y completamente ajena al paso del tiempo. Cuando al fin se separó de él, fue solo para buscar a su querida amiga Rosalie, con quien se entregó a una conversación animada, poniéndose al día en todo lo que su madre le había impedido compartir mediante su estricta vigilancia.

Si la pregunta recaía sobre Rosalie, su respuesta inicial sería similar: era un baile maravilloso. Pero si se le insistía un poco más, su expresión delataría su inquietud. Pues su pretendiente no se había acercado a ella en toda la noche y, lo que era peor, lo había visto bailar con otra joven con una familiaridad que la hizo sentir incómoda. No era un gesto escandaloso ni impropio, pero sí lo bastante despreocupado como para dejar en su ánimo una inquietud sutil. Nadie más parecía notar nada extraño, así que se obligó a sonreír y a disfrutar de la velada. Sin embargo, por más que intentara ignorarlo, un nudo de incertidumbre permanecía en su pecho.

En cambio, Marianne Seymour no habría dudado en afirmar que aquel era, sin lugar a dudas, el peor baile al que había asistido desde su presentación en sociedad. Y eso que había atravesado toda clase de incomodidades en eventos similares. Pero este… este superaba a todos y por mucho.

El hecho de verse forzada a permanecer junto al señor Ivanov y su padre durante toda la velada era un tormento insufrible. Cada vez que surgía una oportunidad de alejarse, la tomaba con desesperación, y cuando no la había, inventaba cualquier excusa para escabullirse. Como si no hubiera sido suficiente castigo que le prohibieran asistir a su ensayo de ballet aquella tarde, solo para obligarla a pasar horas encerrada en su habitación mientras la arreglaban con una meticulosidad exasperante. La tela de su vestido, aunque hermosa, le resultaba opresiva; el peso de las perlas en su cuello, sofocante. Y el murmullo constante de las conversaciones en torno a ella le parecía lejano, irrelevante, un ruido de fondo que solo aumentaba su impaciencia por marcharse.
Marianne no dudó en aprovechar el instante en que unos viejos amigos de la familia se acercaron a saludar.

Apenas vio la ocasión, se apartó de la compañía del señor Ivanov, cuya insistencia comenzaba a resultarle insoportable. Sus miradas persistentes y sus comentarios envueltos en una cortesía demasiado afectada la hacían sentir atrapada, como si cada minuto a su lado fuera una cadena más que la sujetaba a un destino que no deseaba.

No era la única que buscaba escapar de la monotonía. Varias jóvenes, al notar que Andrew Blackwood se encontraba presente junto a su familia y amigos, se acercaron a Marianne con un entusiasmo apenas disimulado, pidiéndole que las presentara con él. En otras ocasiones, Marianne había rechazado tales solicitudes con firmeza, consciente de que Andrew no tenía paciencia para esas interacciones. Pero esta vez, cuando el señor Ivanov volvió a llamarla con una familiaridad que la alteró y la puso de nervios, no dudó en ceder.

Con un murmullo apenas audible para sí misma, tomó la mano de la señorita más cercana y la condujo hacia Andrew, rogando internamente que aquel gesto no destruyera lo poco que existía entre ellos.

¿Amistad? No, no era eso. Tal vez… ¿respeto? No estaba segura de qué palabra definiría mejor la relación que tenía con él, pero no era el momento de detenerse a analizarlo. Lo único que sí sabía, con un presentimiento difícil de ignorar, era que nada bueno resultaría de aquello.

Y cuánta razón tenía.

Horas después, Andrew Blackwood abandonaba el baile, visiblemente molesto, llevándose consigo a su madre y a su hermana Rosalie.
El aire en torno a él parecía cargado de tensión, y aunque nadie se atrevía a comentarlo en voz alta, el rumor de su repentina partida no tardó en extenderse por la sala.

—¿Habré hecho algo que lo haya irritado? —se preguntó Marianne, aunque en su interior ya conocía la respuesta. Lo había arruinado.

No importaban el qué dirán ni las normas sociales. Sin pensarlo dos veces, salió tras él, sorteando las miradas curiosas de los presentes. Escuchó a su padre llamarla con un tono de advertencia, pero sus palabras se disiparon en el bullicio del salón.

Al llegar a la entrada, vio a Andrew subiendo al lujoso carruaje de su familia.

—¡Señor Blackwood! ¡Espere! —gritó, con la esperanza de que se detuviera.

Él se volvió, descendiendo lentamente del escalón del carruaje. Se acercó unos pasos, sin prisa, sin suavidad. Su mirada, intensa y sombría bajo la luz de los faroles, no auguraba nada bueno.
Lo que Marianne no esperaba era que sus palabras fueran tan frías.

—¿Qué es lo que quiere ahora?

El tono cortante de Andrew la tomó por sorpresa. Su mirada, inicialmente decidida, vaciló por un instante.

—Yo… yo solo quería decirle que mi conducta no fue la mejor allá adentro… y también disculparme si le causé algún inconveniente.

Era extraño en ella dudar al hablar, pero Andrew la observaba como si deseara que desapareciera de su vista. La severidad en su expresión le resultaba desconocida, casi cruel.

—¿Es todo? —Cada palabra suya era más seca que la anterior.




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