Pasos en confrontación

Capitulo 23

—Buenos días, señorita Seymour. Le traigo su correspondencia.

Al ingresar en la estancia, Beatrice halló a Marianne en pleno arreglo matutino, rodeada de sus doncellas, quienes se esmeraban en su tarea con la diligencia y destreza propias de su oficio. La seda de su vestido crujía suavemente con cada movimiento, mientras una doncella alisaba con esmero las faldas y otra preparaba los zapatos que habría de calzar aquella mañana.

—Déjalas sobre el tocador, por favor. Las revisaré más tarde —respondió Marianne con amabilidad, esbozando una sonrisa fugaz.

Beatrice obedeció sin demora, depositando las cartas junto al cepillo que aguardaba su turno. Poco después, las doncellas concluyeron su labor, y Marianne tomó asiento frente al espejo, lista para que su cabello fuese dispuesto con la misma pulcritud que su atuendo.

Mientras una de las criadas deslizaba los dedos entre sus hebras, separando los nudos con delicadeza, ella tomó la primera carta. Provenía de su hermana Marie. Con la calma de quien ha repetido aquella rutina innumerables veces, rompió el sello y leyó su contenido.

Pasó luego a la segunda carta, apenas esbozando una leve sonrisa al recorrer con la mirada las líneas escritas con letra inconfundible. Queria mucho a sus hermanas, pero sus cartas solían reiterar los mismos asuntos sin variación alguna.

No obstante, al tomar la tercera, su mano se detuvo en el aire. Su mirada se posó en el remitente y, por un instante, el mundo pareció vacilar a su alrededor. Su expresión se tornó sería.

—Déjenme sola.

El tono de su voz, sereno pero implacable, no admitía réplica. Las doncellas se miraron entre sí con vacilación. No habían concluido aún su tarea, pero ninguna quiso objetar. Con una reverencia, abandonaron la habitación en respetuoso silencio.

Cuando la puerta se cerró tras ellas, Marianne contempló la carta en su regazo. Sus dedos, antes firmes, temblaban apenas perceptiblemente.

Todo ello le resultaba inexplicable. No comprendía por qué, después de tantos años, él había resurgido de aquel pasado que creía enterrado. No era justo. Haberlo visto en aquella presentación, haber recibido aquellas flores y, ahora, esa carta… Todo indicaba que no tenía el valor suficiente para presentarse ante ella.

Por un instante, vaciló. No deseaba recibir nada suyo, ni siquiera aquellas palabras trazadas en papel. Y, sin embargo… su curiosidad era un veneno insidioso que se infiltraba en su voluntad.

Sus ojos se posaron de nuevo en el apodo infantil con el que él firmaba la misiva, aquel que el tiempo había relegado al olvido. Finalmente, la curiosidad la venció. Una mirada, solo una, no habría de causar ningún daño… ¿o sí?

Inspiró hondo, como quien se prepara para un enfrentamiento inevitable, y con gesto resuelto rompió el sello.

Mi querida Campanilla,

¿Será que puedo seguir llamandote por este apodo que tanto significo para ambos?Han pasado tantos años desde que nos vimos por última vez, y aunque el tiempo ha marcado su huella, mi corazón sigue fiel a la memoria de ti, como el roble que permanece firme ante los vientos más fuertes. Mi vida, aunque distinta y llena de otros caminos, no ha logrado olvidar lo que compartimos cundo éramos jóvenes, ni la dulzura de tus ojos ni el suave eco de tu risa.

Sé que ya no soy el mismo joven que un día recogía flores del campo para ti, sin la riqueza para ofrecerte más que mi humilde cariño. Pero aun así, en mi pecho, esa misma flor, esa misma esperanza, sigue viva. Te recuerdo, querida Campanilla, como un suspiro que se escapa en la quietud de la noche, siempre delicada, siempre inalcanzable, pero aún tan presente en mis pensamientos.

He viajado lejos, buscando mi lugar en este mundo, pero el campo sigue susurrando tu nombre en cada rincón que paso, y los lirios, las violetas y las campanillas del campo que alguna vez te ofrecí no se desvanecen en mi memoria. Cada pétalo de esas flores aún guarda la esencia de lo que fuimos, lo que nunca se rompió, al menos para mi, aunque el tiempo haya marcado su distancia. Se que no fue justo para ti como se dieron las cosas el día de mi partida y no sabes cuánto me arrepiento por lo que hice.

Quizás ya no somos los mismos, tal vez el destino o mis decisiones nos haya alejado, pero te escribo para que sepas que el roble que te prometió su lealtad sigue firme, aún cuando el viento haya cambiado de dirección. No pido que regreses, ni que de alguna forma veas en mí lo que ya pasó. Solo te escribo para que recuerdes, aunque solo sea por un breve momento, lo que fuimos.

Siempre tuyo, aunque el tiempo y la distancia lo nieguen,

Roble.

Cuando sus ojos alcanzaron la última línea, Marianne no supo con certeza qué sentimiento prevalecía en su pecho. La dulce melancolía de aquellos días se entrelazaba con la amarga indignación que aún hervía en su interior.

No fue hasta que una lágrima cayó silenciosamente sobre el papel que su reflejo en el espejo la devolvió a la realidad. Con un súbito arrebato, se puso en pie, y la silla en la que estaba sentada cayó al suelo con estrépito.

No prestó atención al ruido. Apretó la carta con fuerza en su puño, conteniendo la tormenta de emociones que amenazaba con desbordarse. Sin embargo, antes de que lograra ordenar sus pensamientos, la puerta de la estancia se abrió con fuerza y la figura de su madre apareció en el umbral.

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó la señora Seymour con evidente desconcierto, observando el desorden.

Marianne le dirigió una mirada llena de fastidio que no pudo ocultar.

—Nada —respondió con frialdad.

Con rapidez, dobló la carta y la ocultó bajo la pila de correspondencia que yacía sobre su tocador. Su madre podría haberlo notado de no ser porque su atención se posó en su cabello, aún suelto y despeinado.

—¿Nada, dices? La silla yace en el suelo y, a juzgar por tu estado, ni siquiera han terminado de arreglarte.




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