—¡Marianne, Minnie May! —las llamó con energía, alzando una mano y agitando el pañuelo con vibeza para asegurarse de que la vieran y se detuvieran a hablar con ella.
La menor de las Seymour, Minnie May, frunció levemente el ceño, pues deseaba seguir caminando con la esperanza de visitar otros lugares antes del atardecer. No obstante, al ver que Marianne ya se había plantado con elegancia a un lado de la acera, sacando su abanico y apartándose para no estorbar el paso, no le quedó más remedio que detenerse también. Resignada, Minnie May imitó el ademán de su hermana y, con un suspiro casi imperceptible, desplegó su propio abanico, cubriéndose la mitad del rostro para ocultar el aburrimiento que comenzaba a asomar de solo ver a Diana.
—Pero si son las señoritas Seymour — exclamó Diana, soltando una risita mientras se acercaba, su vestido ondeando al ritmo de su apresurado caminar—. Temía no encontrarme con ustedes hasta el siguiente baile.
Marianne, con una ceja arqueada, sospechó enseguida que Diana tenía algún plan entre manos; su acercamiento no parecía motivado por un simple saludo de amigas.
—Es maravilloso encontrarte hoy, Diana —respondió Marianne en tono cordial, cerrando brevemente su abanico como un gesto de cortesía—. ¿Estás de paseo con tu madre?—Inquirió al verla sola, lo cual era extraño.
—Por el contrario, mi hermano ha estado escoltándome hoy. Pero de un momento a otro lo he perdido y, sin doncella, no puedo andar sola por ahí. ¡Es una bendición que el destino te haya traído para mí, Marianne… y a tu pequeña hermana también!
Ante aquel comentario, Minnie May bajó su abanico lentamente, ladeando un poco la cabeza para después sonreírle a modo de saludó.
—¿Cómo es que lo has perdido? —espetó Marianne, cruzándose de brazos.
—¡Por favor, no me juzgues, Marianne! No sabes cómo son los hombres de tercos, especialmente si se trata de hermanos.
—Diana… —advirtió Marianne con tono paciente.
—Está bien —cedió Diana, soltando un suspiro dramático—. Tengo que encontrarlo o esperarlo en el carruaje, pero con este clima tan sofocante no me apetece quedarme de pie.
Marianne lanzó una mirada cómplice a Minnie May, quien alzó discretamente una ceja en respuesta. Sin necesidad de palabras, ambas entendieron que no podían simplemente dejar a Diana sola.
—El pan huele delicioso, debe estar recién horneado —dijo Marianne con voz suave, volviendo a desplegar su abanico y señalando disimuladamente la panadería cercana—. ¿Qué te parece si pasamos por allí mientras esperamos a tu hermano?
—¡Espléndida idea! ¡Había pensado lo mismo! ¡El olor del pan atrae a todos, ¿no es cierto?¡Vamos, síganme! —exclamó Diana, y sin esperar respuesta, se abrió paso entre las dos hermanas, enlazando su brazo con el de Marianne para caminar en medio de ambas.
Minnie May soltó una risita breve y, guardando su abanico, se permitió disfrutar del delicioso aroma que flotaba en el aire.
Después de comprar algunos bollos recién horneados, las tres jóvenes acordaron sentarse afuera de la panadería, en una de las mesas que se encontraban fuera del establecimiento, donde podrían esperar cómodamente a que John regresara. Por el momento, degustaban su adquisición, incluso intercambiando bocados y riendo entre ellas, eventualmente la tarde se volvió más amena.
—Este pan de miel es muy rico—murmuró Minnie May, cerrando los ojos un momento para saborear el dulce bocado.—Deberíamos llevar uno para el té de mamá —añadió sonriendo.
Diana, aprovechando el ambiente relajado, habló sin parar sobre las nuevas modas en vestidos, criticó los escotes excesivos y dio varios consejos no solicitados a Marianne, instándola a abandonar la modestia y usar más encajes.
Minnie May intercambió una mirada divertida con su hermana mayor, mientras disimuladamente limpiaba una miga de su vestido. A decir verdad no estaba prestando mucha atención a la conversación de las mayores hasta que Diana le dirigió la palabra.
—¿Y qué hay de ti, Minnie May? —preguntó Diana de repente—. ¿Qué opinaste del baile?
—Me gustó el chocolate que sirvieron—respondió la pequeña Seymour con inocencia y una sonrisa que hizo reír a Marianne.
—¡Ay, querida! ¡Siempre tan dulce! —rió Diana, palmeando con cariño la mano de Minnie May.
Por supuesto, siendo Diana quien era, no tardó en desviar la conversación hacia el chisme de la noche.
—Las señoritas Harper —dijo en tono conspirativo—. Apuesto a que tú también lo notaste, Minnie May.
La joven se encogió de hombros con gesto despreocupado, sin querer no ser descortes.
—El mal gusto de sus prendas, demasiado reveladoras, dejaban muy poco a la imaginación. ¿Tan orgullosas están de su figura esbelta?
—Lo heredaron de su madre—soltó Marianne en tono casual, mientras Minnie May le lanzaba una mirada reprobatoria por su comentario.—Me refiero a la altura—aclaró enseguida divertida—Son altas como la señora Harper. Nosotras por poco y crecimos un poco más que madre.
—¡Ugh! Te entiendo totalmente, Marianne —se quejó Diana—. Mi madre es muy bajita también. Pero mi padre dice que eso atrae a los hombres...
—No era exactamente lo que...
—¿Viste con quién bailó el hijo del barón toda la noche? —interrumpió Diana de repente, con un brillo malicioso en los ojos.
El comentario hizo que Marianne abriera un poco los ojos en sorpresa y muy a pesar suyo, reviviera toda la discusión que había tenido con Andrew Blackwood en el baile. Sin embargo, disimuló su inquietud y se encogió de hombros con fingida indiferencia.
—Desconozco a la joven dama —dijo apenas, mirando de reojo a Diana como si no quisiera dejar ver cuánto le interesaba el tema.
Minnie May, captando la tensión en su hermana, fingió examinar su bollo de pan con exagerada concentración, aunque no perdió detalle de lo que estaba por venir.
—Es una jovencita misteriosa sin duda, tuve el placer de conocerla hace unos meses, antes del primer baile de temporada.—comenzó a decir en tono de confidencia— es nada menos que la sobrina del barón Stanley.