El parquét crujía suavemente bajo los pies de las jóvenes bailarinas, cuyos vestidos de tul blanco se mecían con gracia al compás del piano. Marianne giraba con esmerada elegancia, el ceño levemente fruncido por la concentración, mientras su amiga Isabela, apenas unos pasos detrás, replicaba los movimientos con decidida aplicación.
—¡Demi plié… y… relevé! —ordenó el profesor Dupont, paseándose entre ellas con las manos cruzadas a la espalda y la expresión severa, mientras su mirada perspicaz examinaba con detenimiento a cada damisela. Sus indicaciones se fundían en armonía con los pasos pulcros que las señoritas se esforzaban por reproducir tal como les habían sido enseñados desde el principio. En cada una de ellas se percibía la pasión que las animaba: bastaba observar el lenguaje de sus delicadas manos elevándose en el aire para advertirlo.
Las muchachas, en perfecta formación, seguían la coreografía con disciplina, procurando no perder ni el ritmo ni la compostura. La respiración se volvía más agitada conforme el ensayo avanzaba, y la tensión danzaba también entre sus gestos.
De pronto, un tropezón rompió la armonía. Lydia perdió el equilibrio y cayó suavemente de lado, soltando un leve quejido, arrastrando consigo a la joven que se hallaba a su lado. No fue necesario mucho para que el desorden se hiciera visible: varias tropezaron entre sí, el ritmo se quebró.
—¡Lydia, Emily! —exclamó Isabela al reconocerlas, corriendo en su auxilio. Lydia se había torcido el pie al intentar ejecutar una de las vueltas. Su rostro, pálido y sudoroso, revelaba un claro agotamiento.
Marianne y otras dos bailarinas se acercaron al instante, arrodillándose junto a las caídas. Mientras Isabela ayudaba a Emily a incorporarse, Marianne se inclinó hacia Lydia justo cuando el profesor Dupont llegaba, sereno pero con paso firme.
—¿Te duele? ¿Puedes moverlo? —preguntó con voz grave, aunque cargada de mesura, dirigiéndose a la menor. Lydia asintió despacio, masajeándose con cuidado el tobillo resentido, y entonces el maestro volvió su atención a Emily.
—¿Y tú? ¿Te encuentras bien?
—Sólo fue un mal paso, profesor… estamos bien —murmuró la joven, esbozando una leve sonrisa, aunque aún pálida por el susto… y quizá también por la vergüenza.
El profesor las observó por un instante más, luego se irguió con serenidad y se dirigió al grupo con un suspiro breve.
—Bien. Por hoy es suficiente. Retírense a descansar. Mañana retomaremos desde la segunda variación —anunció con tono grave, aunque amable.
Las muchachas ayudaron a Lydia a ponerse en pie y, juntas, abandonaron el salón de baile. Sus rostros aún conservaban el rubor del esfuerzo. Marianne intercambió una mirada con Isabela mientras se acercaba al grupo donde Emily, ya más tranquila, se encontraba en compañía de su amiga. El agotamiento era visible en todas ellas.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —preguntó Marianne, observando a Emily con atención.
—Estoy bien, Marianne. No te preocupes —respondió la joven, dedicándole una cálida sonrisa antes de añadir—: Creo que nos distrajimos un poco tratando de seguirte el paso.
—¿Seguirme el paso? —repitió Marianne, con visible perplejidad.
—Sí. ¿No lo notaste? Ibas tan adelantada que, antes de que el profesor diera la indicación, tú ya estabas ejecutando el siguiente movimiento. Incluso llegó a saltarse algunas instrucciones, como si todas conociéramos la coreografía tan perfectamente como tú…
—¿De qué hablas? El profesor no se saltó ninguna…
—Ahora entiendo por qué estaban tan distraídas todas —intervino Isabela, en tono reflexivo, confirmando sin querer el temor de su amiga—. Has estado muy ausente durante todo el ensayo, Marianne. ¿A qué se debe?
—No me había dado cuenta…
—¿Es por el señor Ivanov? —preguntó Emily con cautela.
Marianne negó con un gesto sincero. Desde que se había anunciado la postergación de su compromiso, había procurado no otorgarle demasiada importancia al asunto, concentrándose en Minnie May y su pretendiente. Pero las palabras de sus amigas le hicieron reflexionar. ¿Tanto se había ausentado de sí misma?
—¿Entonces qué te sucede? —insistió Isabela con voz firme.
La joven tenía muchas cosas en qué pensar. Su madre, últimamente, se comportaba de manera extraña. A ello se sumaba el deber de cuidar de su hermana menor, el inminente matrimonio impuesto y la necesidad constante de mantener una imagen impecable ante la alta sociedad. Tal vez era todo aquello… o tal vez no era nada de eso. Quizá, pensó, fueran aquellas palabras frías, inesperadamente punzantes, pronunciadas por un caballero al que había prometido no conceder importancia alguna. Y, sin embargo, contra toda voluntad, lo estaba haciendo.
—Simplemente no quiero hablar de eso. No estoy lista —respondió Marianne al fin, en un susurro contenido que dejó a sus amigas en un silencioso y comprensivo desconcierto.
—¿Les parece si vamos a los vestidores? —propuso entonces Isabela, buscando aligerar el ambiente con una sonrisa que ocultaba su inquietud.
—Claro, necesito darme prisa para llegar temprano a casa —contestó Emily con premura, y sin dar más explicaciones, tomó la delantera por el pasillo que conducía a los vestidores.
Tras ella, Marianne e Isabela la siguieron en silencio hasta el cuarto que compartían con algunas jóvenes más, las cuales ya se disponían a marcharse en compañía de sus respectivas damas.
Las tres amigas se despidieron de sus compañeras con cortesía y se encaminaron al vestidor. Allí, las aguardaban las damas de compañía asignadas para asistirlas: la de Marianne ya se hallaba lista, atenta a cada detalle de su atuendo, mientras que, del otro lado de la estancia, la encargada de asistir a Isabela se ocupaba de disponer cuanto era necesario para su arreglo.
Ambas jóvenes se dirigieron sin demora a sus respectivas asistentes, entregándose con naturalidad al ritual cotidiano de ser atendidas con esmero. En cambio, al fondo de la habitación, Emily se encontraba en uno de los tocadores, disponiendo por sí misma sus cosas con tranquila determinación.