Mi querida y estimada amiga:
Han transcurrido ya varios días, ¿verdad? Apenas logro recordar el contenido de nuestras últimas cartas. Estoy segura de haber enviado la última, pero ¡oh, Minnie May! si acaso recibí la tuya, temo que se haya extraviado en el camino.
He atravesado por tantas cosas en estos días, y me atrevo a pensar que alguna de ellas ya habrá llegado a tus oídos. Mas, querida Minnie May, hay asuntos que no pueden confiarse al papel. Anhelo la presencia de mi mejor amiga en este instante, pues bien sabes que no me expreso con facilidad por escrito. Por lo tanto, te extiendo una cordial invitación a tomar el té mañana, en mi casa, a las doce en punto.
Tu siempre afectuosa,
Rosalie Blackwood.
P. D. No olvides saludar a la señorita Marianne de mi parte.
Marianne sostenía la carta entre sus manos. Al concluir la lectura, la devolvió a su hermana con una mirada cargada de complicidad.
—Me fue entregada ayer por la tarde —dijo con serenidad—. Madre piensa que sería bueno para mí acudir, a menos que ya tuvieras otros planes para hoy.
—Por supuesto que puedes ir —repuso Marianne. —. No todo en la vida es Henry.
La leve sonrisa que asomó en los labios de la jovencita apenas logró suavizar la tensión. Toda la familia se hallaba reunida alrededor de la mesa para el desayuno. El señor Seymour, en la cabecera, parecía apremiado por sus ocupaciones, aunque no dejó pasar la ocasión de opinar:
—Tu hermana tiene razón —sentenció, llevando la taza a sus labios antes de añadir—. Además, debes dedicar más tiempo a tu familia. Hace semanas que no visitas a tus hermanas. Verte con Henry dos o tres veces por semana resulta inaceptable. Ya tendrás ocasión de sobra para él cuando pida tu mano.
—¿Y qué ocurrirá si nunca lo hace, padre? —murmuró la niña, revelando sin querer sus inseguridades.
El semblante del señor Seymour se endureció.
—Entonces yo mismo le arrancaré los dientes, uno a uno —respondió con brutal franqueza.
—¡Thomas! —exclamó la señora Seymour, escandalizada.
Marianne, sin poder contenerse, intervino con voz firme y un dejo de amargura:
—Déjelo, madre. Así resuelven los hombres todos sus problemas: con actos incomprensibles y abruptos, sin detenerse a pensar en nadie más que en sí mismos.
Tras aquellas palabras, un silencio pesado se apoderó de la mesa. Todos, salvo la menor, la miraron con severo reproche.
—Tu madre tenía razón —replicó al fin el señor Seymour, con fría dureza—. Si no te casas ahora, acabarás solterona y amargada.
Se levantó con brusquedad, seguido de dos sirvientes, y la puerta se cerró tras él con estrépito.
Marianne resopló, conteniendo la rabia. Evitó mirar a su madre, que permanecía indignada.
—Dentro de poco vendrán a visitarnos el hermano de tu padre y su familia —le advirtió con tono cortante—. Será mejor que no se te ocurra proferir semejantes comentarios en su presencia… y mucho menos delante de tu prometido.
La señora Seymour se retiró, dejando tras de sí un aire tenso. Minnie May, sobrecogida, miró a su hermana mayor con compasión; Marianne respondió con una leve sonrisa, como buscando tranquilizarla.
Una vez concluido el desayuno, Marianne explicó a su hermana que no la acompañaría, aunque la dejaría en casa de los Blackwood de camino al teatro. Minnie May aceptó en silencio, sin el menor atisbo de protesta.
En el trayecto hacia sus habitaciones, Beatrice apareció con discreción para seguirla hasta la alcoba. Una vez dentro, Marianne se dejó caer sobre la cama con un suspiro largo y hondo, mientras su doncella se acercaba al ropero para escoger las vestiduras del día. La miró con una compasión que no pudo ocultar.
—No me mires así, Beatrice —murmuró Marianne.
—Lo lamento, señorita —respondió la joven, apartando la vista—. No me malinterprete, creo que usted es una mujer muy correcta… y valiente.
—Ojalá fuera más valiente que correcta —replicó Marianne, incorporándose—. Aun así, agradezco tus palabras. Pero dime, ¿qué ocurre con ese vestido? —preguntó al ver la prenda que su doncella había escogido.
—¿No irá usted a la mansión de los Blackwood? Creí que este sería adecuado.
—Es un vestido lindo, y no dudo de tu buen gusto, pero solo acompañaré a Minnie May y después partiré al teatro. Escoge algo apropiado para ello.
Beatrice asintió en silencio y guardó de nuevo el vestido. Marianne la observó de soslayo: desde el incidente con Peter, su doncella no había hecho la menor alusión a lo ocurrido, y ni siquiera ella misma se atrevía a recordarlo.
Andrew tampoco había preguntado nada cuando la llevó de regreso en su carruaje aquel día. Marianne, deseosa de olvidar, prefirió no dar explicaciones. Quienes habían presenciado la escena —Beatrice y Ernest, el cochero—, guardaron silencio y jamás informaron a sus padres nada.
Esa lealtad le había dado cierta paz, aunque su mente permanecía atormentada por las dudas: ¿debía contar la verdad, o fingir que nada había sucedido?
Sacudió de sí aquellas reflexiones y apuró sus preparativos. Le reconfortaba haber recibido por fin noticias de Rosalie, a quien tanto estimaban ella y su hermana, y de quien no sabían nada desde el altercado con el mayor de los Blackwood.
Poco después, las dos hermanas salieron en el carruaje familiar. Marianne dejó a Minnie May en la mansión de los Blackwood y continuó hacia el teatro. Allí, entre la música, las risas de sus compañeras y la disciplina del ballet, pudo al fin distraer su espíritu y hallar un respiro momentáneo.
Al concluir la práctica y abandonar el teatro, Marianne encontró a Ernest en su puesto habitual, vigilando con diligencia la entrada. Era el único cambio visible desde aquel infortunado día. De Peter no había señales: ni cartas, ni flores, ni su presencia abrupta rondando los pasillos. Aquella ausencia era, en verdad, un alivio.
Marianne no le temía, pero anhelaba borrarlo cuanto antes de su vida. Lo que más la inquietaba era el motivo por el cual él había reaparecido justo en ese instante, como si hubiera aguardado el momento propicio para irrumpir de nuevo en su existencia. Tal vez se debía a que ahora gozaba de cierta prosperidad y plenitud; mas para Marianne, en cambio, el presente se hallaba lejos de ser favorable. Y lo peor era que nada parecía mejorar.