A unas cincuenta millas de la costa, al este de Astra en el continente de Quinton, Zachin contempla el horizonte y se pregunta por qué regresaron. Un escalofrío recorre su espalda al ver a sus amados hijos, Éfratan y Nívili, jugando con su padre. Hay tantas cosas que desearía decirles: cuánto los ama y que siempre los llevará en su corazón. Intenta tocarlos, abrazarlos, pero antes de lograrlo, sus figuras se desvanecen con la brisa.
Aunque han pasado muchos años, Zachin mantiene la esperanza de volver a verlos. Con ese pensamiento, se prepara para regresar al campamento.
Ámilis y Yudaxi están a punto de besarse cuando Zachin emerge de entre los arbustos. Ambos se reajustan rápidamente, fingiendo haber estado conversando para no enfurecerla, ya que ellas no se llevan bien. Rompiendo el pacto, Zachin les lee la mente. Como siempre, la de Condarkelas le resulta impenetrable, pero la princesa revela todo. Con calma, Zachin toma una taza de mate con un trozo de pan y se sienta al lado opuesto.
—Permíteme felicitarte por convertirte en toda una mujer —comenta Zachin con tono burlón—. ¿Puedes creer que durante mucho tiempo pensé que no te gustaban los hombres?
—¿Qué? —gruñe Yudaxi.
Entre todos los que la conocen, no es un secreto que hasta hace unos meses Yudaxi era virgen. Además, ha sentido vergüenza de su propio cuerpo: musculoso, con senos pequeños y caderas anchas. Para empeorar su situación, siempre termina con cicatrices por todo el cuerpo. Sin embargo, en estos días ha cambiado, aceptando quién es.
—Eres graciosa. No necesito un cuerpo con bultos innecesarios —responde Yudaxi.
Para su desgracia y sin poder evitarlo, ve la sombra del demonio y su figura con senos perfectos.
—Niña, lo que tú consideras innecesario es algo importante, un regalo de los dioses. ¿Qué se puede esperar de las magas que usan sus varitas mágicas para corregir sus imperfecciones? —aclara Zachin mientras estira su cuerpo aún más, demostrando cómo, en su opinión, una verdadera mujer debe lucir. Sus ojos se tornan rosados de alegría—. ¿No te parece curioso que tus tetas eran más grandes cuando tenías quince años? Al menos tú y tu esposo pueden compartir la ropa.
Mientras tanto, Ámilis no sabe cómo terminó en esta situación, atrapado por la mano de Yudaxi, quien le está rompiendo los huesos con su apretón. Trata de zafarse, suplicándole que lo suelte.
—No me importa lo que digas, no tengo vergüenza. Soy la más fuerte y eso es lo que cuenta —repite Yudaxi, aunque su voz carece de convicción.
—Debes mirarte más de cerca, tus músculos son más duros que esa piedra, y dudo mucho que puedas satisfacer a tu hombre —critica Zachin, deleitándose con su pequeña victoria.
Yudaxi se levanta, ya incapaz de controlarse, y le recuerda que ella es la esposa del hombre que no pudo conseguir. Al mismo tiempo, los huesos de Ámilis se rompen, desmayándose por el dolor.
—¿No vas a admitir tu derrota? A nadie le gusta una mala perdedora —expone Yudaxi.
El rostro del demonio cambia de expresión, a punto de perder los estribos.
—¿De qué estás hablando? Tú nunca me has ganado —lo niega, aunque sus ojos la traicionan.
—Aun con ese supuesto perfecto cuerpo, no pudiste conquistar el amor de un humano. No seas tan dura contigo misma; al final, eres como una madre, o más bien una abuelita para nosotros —dice Yudaxi con mucha satisfacción. Al voltear, finalmente se da cuenta de lo que le ha hecho a su esposo—. ¿Qué te pasa? Responde, ¿estás bien? ¡Responde, mi amor!
Zachin pierde el brillo claro de sus ojos, que se tornan de un verde oscuro.
—¡Perra, maldita perra! —grita a todo pulmón.
Sin pensar en las consecuencias, lanza un puñetazo a una velocidad tan alta que una luz lo envuelve todo.
A unas treinta millas de distancia, un Sexto detecta una extraña explosión. Ajustando sus ojos, identifica a tres seres. Su cuerpo se extiende unos cincuenta metros dentro de la oscura nube roja, y cuando emerge, revela su horrenda figura semejante a una serpiente con largas extremidades. En la parte superior de su cuerpo, tiene diez largos brazos: seis al frente y cuatro en la espalda. Su cabeza está adornada con una docena de ojos que cubren su cráneo, y una cola cubierta de gruesas escamas que termina en una boca llena de colmillos. Antes de acercarse, se vuelve invisible.
Yudaxi pudo proteger a su esposo con su escudo, que desaparece una vez que termina de examinarlo. Furiosa, se voltea hacia Zachin, lista para hacerla pagar, pero él la detiene bajándole el puño.
Los tres observan la isla, el desastre que han causado, con docenas de árboles esparcidos en la orilla y otros ardiendo en llamas generando una extensa columna de humo.
—¡Qué barbaridad! ¡Miren lo que han hecho! —reprende Ámilis con el rostro lleno de arena, decepcionado de ellas.
Yudaxi intenta explicarse en vano; él no tenía el deseo de escucharla.
—¿Por qué no les hacen un favor y lo destruyen todo? Ya es hora de que maduren. ¿Qué esperan? Ayúdenme a arreglar esto.
Zachin se siente responsable, pero es incapaz de disculparse frente a ella. En comparación, a Yudaxi le dolía cada vez que él la regañaba. No quiso provocar a ese demonio, incluso todo este tiempo se ha aguantado las ganas de tocarlo, y siente que su luna de miel no había durado lo suficiente. Tal vez debería hablar con él más tarde para que tengan otra, y esta vez, solo los dos. Se permite soñar con esa primera noche, y se le erizan los vellos al recordar sus gemidos y los sonidos que produjeron, que siguen vivos en sus oídos. «Debemos hacerlo pronto, para hacer eso, eso también y, por supuesto, para que me haga eso». Se detiene al darse cuenta de que ambos la están mirando.
—Cochina —murmura Zachin.
—¿Dijiste algo? —pregunta Ámilis, cansado de la situación.
—Nada —responde, sin dejar escapar la palabra.
Los tres se ponen a reparar la isla. Zachin colabora recogiendo los utensilios con Ámilis, mientras Yudaxi utiliza su magia para restaurar los árboles, moviéndose en el aire a alta velocidad. «No creas que voy a olvidar, ¿perra? Ahora sí me conocerás», lo piensa cuando se detiene no muy lejos del demonio, decidida a hacerla pagar después. Zachin voltea hacia ella, «ya veo, no te tengo miedo, princesita. Cualquier hora que quieras». Las dos se miran por unos largos segundos, hasta que Yudaxi aprecia cómo su esposo está determinado a reparar la isla. Entonces deja ir el pleito, y cuando estaba por voltear, una cuchara termina en su rostro.