Mientras Eucalis sigue durmiendo, el día regresa a su normalidad. Sueña con cosas insólitas, recordando cómo fue un ángel de una de las casas más prominentes entre los dioses y cómo llegó a ser un importante embajador. A lo largo de sus milenios de vida, conoció a muchos grandes dioses y ángeles de gran poder, sobretodo hubo una diosa en particular de la que se enamoró perdidamente.
Poco a poco, todos esos eventos y personas con quienes tuvo relaciones se desvanecen, dejando pequeños recuerdos de una vida distante que ahora parece no pertenecerle. Su vida como ángel ha terminado y todas sus memorias finalmente desaparecen.
Nadie en el grupo sabía lo que iba ocurrir cuando uno de los recién llegados se acerca a Eucalis, todavía inconsciente en los brazos de Mia.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunta A’iana, interponiéndose.
—Venimos por ese… ángel —responde Ermog. Al observar la complejidad de Eucalis, se percata de que se ha convertido en un demonio—. ¿Qué ha sucedido aquí?
Antes de que puedan responderle, Ermog comienza a leerles la mente. Parecía que muchos no sabían nada, simplemente cumplían las órdenes de la emperatriz, sin conocer quién fue ese ángel. Excepto la Hija del Universo, que guarda la información en secreto.
Mia escucha cada palabra y, en caso de que decidan hacerle algo, se prepara para pelear.
—Creo que primero necesitas decirnos quiénes son ustedes —apunta A’iana, siguiendo los movimientos de los otros dos guerreros, que parecían alcanzar los nueve pies de altura con impresionantes armaduras grises.
—Nosotros somos guardianes de este mundo, y ese demonio necesita responder por lo que ha hecho.
A’iana toma una pausa para reflexionar sobre lo que acaba de escuchar. Es obvio que no son mortales y, si decidieran actuar, ella no podría detenerlos. Sin otra opción, voltea hacia la emperatriz para ver qué decide.
Por su parte, Fel siente que es su deber defenderlo, porque él no tuvo otra opción que seguir la orden de Sabari.
—Él es mi responsabilidad —interviene Fel, colocándose al frente de Mia, asegurándole que lo va a proteger.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con que él es tu responsabilidad? Ese hombre no pertenece a este lugar. Es el decreto de Iris que nadie puede interferir con este universo, mucho menos ángeles o dioses.
—Digo eso porque su pena por haberme atacado es servirme por el resto de sus días —lo anuncia con convicción.
—Tiene que ser una broma —comenta, y al ver que hablaba en serio, no le queda otra cosa que dejarla hacer lo que quería. Hubiera sido mucho más fácil exterminarlo, pero si desea dejarlo con vida, no puede hacer mucho para evitarlo—. Qué tontería. Está bien. Si hubieras sido otra persona, lo hubiera matado. De todas formas, tengo que informarte que no te va a servir de mucho. Ese demonio lo ha perdido todo: sus poderes, sus sentidos, su memoria. Hubiera sido mejor que acabaras con él.
La expresión de Fel se une con la de Mia; no imaginaban que el precio de convertirse en un demonio sería tan alto.
—Antes de que parta, ¿dónde está la guerrera de cabello plateado? —continúa Ermog.
Fel le responde que no lo sabe, que simplemente desapareció dos días atrás.
La verdad es que Ermog no puede hacer nada más que preguntarle, mucho menos ponerle un dedo encima. Iris tiene el mandato de que todas las magas bendecidas están protegidas por su nombre, y que cualquier ángel o dios que lo desobedezca se enfrentará al castigo más alto. Todas las hijas de Yudax tienen la libertad de hacer lo que se les antoje, ya sea bueno o malo. De hecho, se les anima a ser agresivas. Cuando voltea, enojado por haber perdido el tiempo y listo para irse, alguien le sujeta de la ropa.
—¿Es eso verdad? ¿Qué le ha pasado? —pregunta Mia con sus ojos perdidos en la clase de vida que Eucalis va a tener que vivir desde hoy.
Él la ignora, pensando que un demonio como ella no merece su tiempo, y cuando no lo suelta, él voltea otra vez para castigarla, dándose cuenta de que sus ojos, detrás de los anteojos, escondían sus colores dorados.
—Curioso, tus ojos están recuperando el brillo —afirma, viendo en su mente la corta relación que tuvieron los dos—. Es verdad, puedes decir que el hombre que conociste ha muerto. Todas sus memorias se han borrado, el precio por su pecado.
Mia lo suelta, dejando caer su brazo, y mientras los tres ascienden hacia el cielo para perderse en las nubes, ella regresa su mirada hacia Eucalis, que todavía sigue dormido. ¿Cómo es posible que diga eso, cuando él todavía está allí, descansando? Solo se queda así, sin saber qué más hacer. ¿Podría ser verdad que lo ha perdido todo y que nadie va a poder ayudarlo?
Con la cabeza agachada, le pide a Visión que la ayude a llevárselo a su casa, y las dos se retiran sin decir más.
Fel les avisa que han ganado y agradece a todos por su ayuda, en especial a la maestra y al guerrero imbatible. Uno por uno se despiden, dejándola al lado de A’iana.
—¿Por qué le diste ese nombre? ¿No le pertenece a Lucero? —inquiere A’iana, viendo a un grupo de magos volando hacia ellas; entre ellos estaban Gabriel, Arka y Daij.
—Sí, pero creo que tu maestro puede llegar más lejos con ese nombre.
—¿Más lejos? ¿Mi maestro, el guerrero imbatible? ¿Eso significa que no puede ser derrotado?
—Exacto, espero que represente ese nombre con valentía, porque de seguro lo vamos a necesitar —le confiesa, pensando en la posibilidad de enfrentarse contra los Sextos. Ojalá no lleguen durante su vida. Antes de cualquier otra cosa, necesita reencontrarse con Sabari.
Con eso, las dos y los otros magos regresan al castillo.
Ya han pasado tres horas y todavía Eucalis no ha despertado. Visión ya se ha ido, y antes de hacerlo, le pidió que, si necesitaba cualquier cosa, por favor le avisara. Parecía que ella también había llegado a sentir por él.
A medida que el día avanza y se convierte en atardecer, Mia permanece sentada al lado de su cama. Con ayuda de sus sirvientas, le han cambiado la ropa para dejarlo que descanse. Le ofrecieron algo de comer, pero no tenía apetito, así que comenzó a leer los libros del escritorio que tratan sobre la historia y costumbres de Quinton. Pasan dos horas más, y cuando lo ve moverse y abrir los ojos, deja los libros a un lado y se le acerca, esperando que la reconozca, que todavía recuerde quién es.