Pasos hacia el Destino

Capítulo 55, Hasta luego

Ante las protestas y gritos desesperados, los hijos de los demonios seguían abordando los barcos. Esta escena era compartida por padres que suplicaban y por aquellos que no podían hacer nada al respecto. Más y más gente se agrupaba junto a las rejas, que parecían soportar el peso de aquella crueldad que solo les permitía ver a sus hijos subir las escaleras.

Hasta este momento, la incapacidad de actuar con violencia mantenía a los demonios en una protesta media apaciguada. Muchas madres rogaban a los hombres que hicieran algo, que lucharan, pero era en vano. En estas tierras, sus poderes estaban sellados y no eran más fuertes que simples humanos. Si se atrevieran a pelear, el castigo sería severo, incluso les costaría la vida.

Lo que debió ser un proceso voluntario, para que los niños viajen con mayor comodidad, se está transformando en un caos. Al principio, muchos entregaron a sus hijos para que subieran a los barcos voladores, pensando que les agradaría, ya que muchos nunca habían visto uno de cerca. Sin embargo, otros se negaron; no les importaba cuántas promesas les dieran, simplemente no les creían. Esto provocó disputas verbales entre las familias y los magos.

La situación alcanza su punto crítico cuando un padre decide escapar con su hijo de dos años, mientras su esposa huye con el otro. Por su detrás, una maga comienza a seguirlos con una mirada tan fría como el gris de sus ojos. El hombre corre, sosteniendo a su pequeño con una mano y con la otra jala a su esposa. Mira a todos lados, rogando, implorando por ayuda, dándose cuenta de que nadie lo va hacer.

A la maga no le importa cómo la observaban esos demonios; tiene una misión que cumplir. Con una gran velocidad, alcanza a la mujer y la arranca de las manos del hombre. En un parpadeo, el niño de cinco años se encuentra flotando en el aire, donde otro mago lo recoge. Luego, fija su mirada en el otro demonio, que la desafía con los ojos encendidos de furia. Los aros rojos en sus pupilas brillan intensamente, mientras ella esboza una mueca, incitándolo a que lo intente, a que luche.

Los demás demonios retroceden al verlo sacar una daga de su pecho. Prosigue a soltar a su hijo y lo coloca detrás de él, decidido a no permitir que se lo lleven.

En que la ve avanzar, le grita que se detenga. Retrocede unos pasos, más temeroso por su familia que por sí mismo, y con un grito desesperado, empuñando su arma con ambas manos, se lanza contra la enorme maga. Intenta clavar la daga en su abdomen, pero antes de que el filo toque siquiera la tela de su ropa, sus manos vuelven hacia él. Sus ojos descienden, incrédulos, hacia lo que ha sucedido, mientras su boca se abre por el dolor que se le avecina: su propia daga estaba hundida en su estómago.

El hombre se desploma en el suelo, atrapado en la agonía de sus propios gritos, incapaz de hacer nada más por su familia. Lo último que ve es cómo la maga se lleva a su hijo, una imagen que nunca podrá borrar de su mente.

Esto ocurre unas cuantas veces y, rápidamente, los barcos se llenan de niños.

El amanecer ya ha llegado, y como en los últimos cuatro días, Eucalis no ha podido pegar los ojos ni por un par de horas. El agotamiento ha comenzado a afectarle un poco, pero se repite a sí mismo que debe seguir adelante. Por fortuna, ha recibido buenas noticias: en otros campamentos, el reclutamiento progresa bien y han logrado establecer centros de curación. Poco a poco se organizan para ayudarse mutuamente. Aunque no está presente físicamente con ellos, su espíritu los acompaña.

Mientras camina para recoger su ración de comida, ve acercarse a su nuevo amigo, acompañado por alguien más.

—Buenos días, señor —saluda Miguel, sosteniendo la mano de su hermana—. Esta es mi hermanita Ana, dile hola.

La pequeña, ruborizada, se acerca tímidamente y extiende su diminuta mano.

—Hola, señor —dice Ana con una mirada inocente. Sus ojos, sin los aros rojos de su hermano, son indistinguibles de los de un humano.

—Hola, Ana. Mi nombre es Eucalis. Es un placer conocerte.

Eucalis calcula que debe tener unos siete u ocho años. Lleva un overol lleno de parches, con el cabello castaño y ojos marrones. Les permite saltarse la fila, y los tres esperan su turno juntos.

Mientras desayunan, conversan. Eucalis escucha la triste historia de los niños: su madre falleció hace tres años a causa de una enfermedad, y su padre el año pasado. Durante un tiempo vivieron con su tía, pero después de unos meses, ella les dijo que lo mejor era que se fueran.

Miguel consiguió algunos trabajos para mantenerse a flote, y ambos vivieron en la casa de sus padres hasta que Ana se enfermó. Desesperado, no sabía qué hacer; no tenía suficiente dinero para pagar su tratamiento, y al ser una enfermedad rara, los magos pedían un precio exorbitante. Se sintió perdido hasta que surgió la oportunidad de partir hacia otro país. Los magos aseguraron que sus vidas cambiarían, que solo tenían que viajar hacia el oeste, a Zanco, para llegar a Pumas, ya que la emperatriz no quería más demonios en su tierra.

Eucalis baja la cabeza, sintiendo una punzada en el corazón, pero al ver la sonrisa de Ana, se siente agradecido por estar a su lado en este momento.

Por otro lado, Miguel tiene muchas preguntas que le gustaría hacerle, pero sabe que la identidad de Eucalis es un secreto, algo que ni siquiera puede compartir con su hermana. Nunca imaginó que personas como él existieran fuera de los libros de héroes y fantasías. Si lo que le dijo es cierto, la emperatriz va a luchar por ellos, por todos los demonios del país. Se pregunta si algún día la verá en persona y qué tipo de maga será.

Después del desayuno, los magos comienzan a dar las órdenes de preparación, y todos se alistan para continuar la marcha. Sin mucho más que hacer, Eucalis permanece junto con los hermanos, acompañándolos con su bolsa en la espalda.

Ana guarda sus pocos juguetes y los coloca sobre la carreta, lista para que su hermano la jale junto con el resto de sus pertenencias.




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