Entre carcajadas y saltos, la pequeña Cálida continúa corriendo por el parque, disfrutando del calor del día. Sus gritos llenos de alegría resuenan mientras su madre la persigue. Al atraparla por la mano, ambas aceleran, avanzando sobre el césped. En ese instante de felicidad, Cálida intenta ver el rostro de su madre, pero los rayos del sol se lo impiden. Justo cuando piensa que este día no terminaría, una sombra cubre el cielo, ocultando la luz y llevándose a su madre.
Antes de poder preguntarse qué ha sucedido, el calor de la mano que la sostenía se desvanece. Alza la vista y observa cómo una lluvia de fuego cae, consumiendo el paisaje, desmoronando la ilusión de su mundo. Aterrada y sin saber a dónde huir, distingue una figura en medio del caos. Corre hacia ella, con la esperanza de que sea su madre, sin embargo descubre que es un hombre.
—Es un gusto verte otra vez, te he extrañado —dice el hombre, con una tristeza en su voz mientras extiende los brazos, invitándola a acercarse aún más—. Vine a decirte que te amo.
Impulsada por el miedo de la destrucción, se acerca, y el hombre la envuelve entre sus brazos. Sin entender del todo lo que sucede, su mirada se detiene en la cicatriz que atraviesa su rostro, percibiendo que esa marca guardaba un profundo significado.
—Mi deseo se ha cumplido —murmura el hombre con los ojos cerrados, esbozando una sonrisa extrañamente familiar—. Los momentos que compartimos fueron los más felices de mi vida.
Ella siente cómo la abraza con más fuerza, apretándola contra su pecho, transmitiéndole su calor y amor.
—Mira, ellos van a ser tus nuevos padres —dice, señalando a una pareja cercana—. Te van a cuidar y te van amar tanto como yo lo hice.
Con el alma agotada y lágrimas en los ojos, se despide, su voz quebrándose en las últimas palabras.
—Me encantó el mate que preparaste… mi pequeña, sé buena y nunca dejes de ser feliz.
Al mencionar el mate, Cálida empieza a recordar cosas que, por alguna razón, siempre habían estado adentro de ella. Cuando la pareja la toma de las manos para llevarla hacia una nueva vida, ella se resiste y les pide que la suelten. Al quedar libre, se da vuelta y descubre lo que había quedado de él: un trozo de piedra que había sostenido durante mucho tiempo.
Allí, comienza a ver a otra persona, una maga de cabello castaño que parecía perdida, buscando algo. Sobre un charco de agua, la piedra se distingue de las demás y, al tomarla, se quiebra en sus manos revelando su interior.
—¿Qué es esto? —pregunta Cálida—. ¿Quiénes son ustedes?
La maga, sosteniendo la "prueba de amor" entre sus manos, gira hacia ella.
—Dime, ¿quién fue él? Por favor —suplica la mujer, y bajo la luz de la noche, cae de rodillas sobre las otras piedras, salpicando agua en su vestido.
—¿Quién eres? —insiste Cálida.
La mujer, con la mirada perdida en las estrellas, responde:
—Yo soy Yudaxi, Yudaxi Quinton.
Cálida cierra los ojos, intentando entrever fragmentos de otro tiempo.
—Su nombre fue Ámilis —contesta Cálida—. Se llamaba Ámilis Condarkelas… tu esposo.
Yudaxi ya lo sabía. Al bajar la cabeza suelta un grito, y mientras se ahoga en su cólera, su cabello comienza a teñirse de rojo por la furia que sentía contra sí misma. Cálida, conmovida, tenía el impulso de ayudarla, pero la pareja la detiene.
—Necesita mi ayuda —insiste Cálida.
—Esa mujer es bien fuerte —responde su madre, acariciándole el rostro.
—Tienes razón, no necesita nuestra ayuda —añade su padre—. Tu amiga te está esperando.
Con cuidado su padre la alza y la coloca sobre sus hombros. Los tres caminan hacia una luz resplandeciente. Antes de partir, Cálida mira una vez más a la maga, y en silencio le desea suerte.
Al cruzar la luz, Cálida despierta en su cama. Su madre toca la puerta, recordándole que es hora de levantarse para ir a la escuela. Saltando de la cama, se pregunta qué tipo de sueño fue ese, y sin pensarlo dos veces, corre a cepillarse los dientes.
Ambos Efirus y La Palabra se miran. Numos concentra su poder, preparándose para levantar la mano. Mientras tanto, Efirus se deja atacar, observando cómo sus dedos y hasta parte de su brazo se desintegran, convirtiéndose en polvo que se disipa por la oscuridad.
—Es inútil, yo soy Efirus, el terror que trae el dolor, el fuego que nunca se apaga: yo soy la espada del destino.
Al pronunciar esas palabras los granos de polvo regresan a su cuerpo, reconstruyendo sus extremidades. Sus dos enormes ojos rebozaban de furia, y cientos de pequeños ojos comienzan a abrirse por toda su cabeza, mirando a La Palabra por auxilio.
Numos se da cuenta de que ninguno de sus poderes iba a poder hacerle daño, así que desata una de sus voces.
—Es momento de que enfrentes el poder de nuestro héroe.
Los pequeños ojos de Efirus se quedan atentos, esperando su libertad, esperando su muerte.
Un nuevo guerrero emerge del interior de La Palabra, del universo que vive en su ser. Numos desaparece por completo, dejando en su lugar a un hombre que empuña una larga lanza, cubierto con una armadura y un escudo.
Oskar Großerheiliger, el “Guerrero Imbatible” se pone en guardia.
A pesar de ser mucho más pequeño que La Palabra y apenas una fracción del tamaño del Sexto, los dos evalúan cada movimiento en busca de una debilidad. Para Efirus, es la primera vez que presencia a un mortal con tanto poder. Puede sentir que el guerrero posee el poder del destino, aunque ni con eso iba a poder vencerlo.
Antes de que la contienda comience, Efirus lo detiene.
—Alto, no te he buscado todo este tiempo solo para luchar.
—¿Qué es lo que quieres entonces? —pregunta Oskar, sin bajar la guardia.
Efirus cierra sus cientos de ojos, dejando abiertos únicamente sus dos grandes ojos.
—Información sobre alguien llamado Ámilis Condarkelas. ¿Lo conoces?
La sorpresa de Oskar se convierte en una breve sonrisa.