Adentro de la trinchera, Eucalis sigue dando órdenes, manteniendo a raya el avance de los magos. Cada vez que el enemigo intenta avanzar, los demonios lanzan bombas de humo, utilizando el terreno y sus armas de fuego a su favor. Sus ojos, naturalmente superiores a los de los magos, les dan una ventaja crítica, especialmente en la oscuridad de la batalla. Las baterías de artillería siguen bombardeando el campamento de los Planos, protegidas por sus más fuertes magos y demonios, cuyo trabajo es romper las barreras enemigas y quebrar su estructura de mando.
Balerio ha hecho un estupendo trabajo; sin sus contactos y resistencia, los barcos enemigos ya habrían arrasado con sus fuerzas terrestres. Cuando lo vea de nuevo, piensa en silencio, le dará las gracias como corresponde y, sin duda, le otorgará una medalla de honor.
Una nueva ráfaga de proyectiles surca el aire y golpea las barreras en una explosión de fuegos artificiales. Eucalis, rodeado de docenas de guerreros, se prepara para la inminente confrontación. Examina su rifle, contando rápidamente los cartuchos restantes, y luego repasa su espada, pasando sus dedos sobre la hoja. El filo que todavía poseía, reflejaba la dedicación y el sacrificio de su gente. Su rostro está cubierto de lodo y sangre, sangre que provenía mayormente de sus camaradas caídos. Frente a él, un guerrero yace con la mirada perdida y lágrimas secas marcando sus mejillas, su cuerpo parcialmente sepultado bajo la tierra que sigue cayendo tras cada explosión. Eucalis lo observa, imaginando lo último que habrá visto antes de morir, las cosas que tuvo que dejar atrás: amigos, familia, seres queridos que quizás aún ignoran que ha dado su vida. En su corazón, Eucalis le pide que lo espere, que cuando llegue su turno, le va a contar sobre esta victoriosa noche.
Respira hondo y, con renovada determinación, da la señal. Sus oficiales transmiten la orden: todos deben prepararse, porque en pocos minutos van a darlo todo.
A lo largo del campo de batalla, otros demonios permanecen ocultos, refugiados en trincheras, entre rocas o cualquier cobertura que encuentran para protegerse de la lluvia de fuego y relámpagos. Nadie quiere ser el primero en lanzarse al asalto, sabiendo que probablemente signifique una muerte segura. Pero están atentos y conscientes de que en cualquier momento el sonido del silbato marcará el inicio, y entonces nadie se detendrá hasta alcanzar el campamento enemigo. Al menos, muchos tienen a alguien a su lado: un hermano o una hermana de armas.
Eucalis asoma la cabeza sobre la zanja, observando a través de sus binoculares las barreras enemigas, y determina que están a punto de colapsar. La decisión está tomada: es hora de atacar. Llama a una mujer equipada con el sistema de comunicaciones para que se acerque.
—Mi nombre es Casandra, y estoy aquí con el régimen del general Eucalis. Parece que está listo para decir unas palabras —anuncia ella, mientras avanza entre los cuerpos de combatientes, algunos sin vida, agachada y alerta a todo momento.
Para muchos, esta será la primera vez que escuchan la voz de su general, el estratega y comandante de la batalla. Los amos de las distintas casas, al tanto de la importancia del mensaje, ajustan el volumen, preparándose para escuchar cada palabra.
Eucalis toma el micrófono con firmeza y empieza a hablar:
—Queridos hermanos y hermanas, seguimos luchando, y lo haremos hasta el final. Esta batalla no es solo por los demonios, sino por nuestra gente y el futuro de nuestro país. A quienes han tomado parte en este enfrentamiento, les digo: desde hoy somos una familia, una familia inquebrantable. A quienes han caído, les prometo que vamos a ganar esta noche, y que sus vidas encenderán las chispas de un nuevo amanecer. Vamos a seguir luchando por el orgullo de nuestra tierra, por nuestra emperatriz, y por nuestra querida gente —anuncia con voz resonante y llena de determinación, finaliza su discurso con la siguiente orden—. ¡Ataquen! ¡Ataquen!
Un gran grito de guerra brota de sus labios mientras se lanza hacia adelante, siendo el primero en salir de la trinchera. Enseguida, el sonido de los silbatos inunda el campo de batalla. Con la espada en una mano y el rifle en la otra, Eucalis corre bajo el diluvio de rayos y proyectiles. En cuestión de segundos, cientos de guerreros le siguen, luego miles, todos impulsados por la misma convicción. Los primeros segundos toma las vidas de docenas de demonios, pero otros toman su lugar, corriendo con todas sus fuerzas detrás de su general.
Los magos de los Planos, confiados en que la batalla se prolongaría hasta el amanecer, ven cómo una ola imparable de combatientes surge desde todas las direcciones, incluso desde huecos. No son capaces de anticipar lo que está por suceder, y cuando el siguiente bombardeo impacta con fuerza, las barreras finalmente ceden.
Ante los gritos y el rugido de los disparos, el pánico empieza a apoderarse de algunos magos, que deciden huir; otros, sin embargo, se lanzan contra los demonios que avanzan sin detenerse. Desatan sus poderes, derribando a muchos con facilidad, pero pronto se dan cuenta de que también ellos están cayendo ante la marea de disparos que los rodea, desde el cielo y la tierra. La ofensiva de los demonios es imparable, y el campo de batalla se convierte en un caos en el que ni siquiera los poderes de los magos logran detener.
Laidra, la teniente encargada de proteger el campamento de los magos, se prepara junto a un centenar de guerreros. En formación, ella y sus magos lanzan sus más fuertes ataques, eliminando a cientos en oleadas de rayos, pero los demonios siguen corriendo, liderados por un guerrero que los impulsa a seguir con su coraje. Alarmada, ordena a sus tropas concentrar sus ataques en él. En medio de las explosiones y destellos, lo ven saltar tan alto que se pierde en la oscuridad del cielo, solo para descender de nuevo sobre ellos.
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