Pasos hacia el Destino

Capítulo 66, Clausura

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En cuanto el combate se desenvuelve al rededor de ambos, Miguel cubre a Eucalis, envolviéndolo en un desesperado intento por protegerlo. Al mismo tiempo, no puede dejar de pensar en Ana. No se atreve a alzar la mirada ni a abrir los ojos, temiendo que si lo hace, podría verla sin vida. Se aferra con fuerza a las pocas esperanzas que le quedan, apretando aún más fuerte sus brazos.
En ese momento, mientras lo único que podía hacer era sostener a Eucalis y esperar, los recuerdos comienzan a surgir en su mente.
Ya ha pasado más de un año desde la muerte de su padre, más de un año desde que asumió la responsabilidad de cuidar de Ana, su querida hermana. Aún recuerda con nitidez el día que la vio por primera vez, siendo apenas una recién nacida. Fue un momento que marcó a su familia, convirtiéndola en el centro de todas las conversaciones del pueblo y el orgullo más grande de su hogar. Su padre, inicialmente desconcertado, con preguntas escritas en su rostro, no tardó en unirse a la celebración junto a su madre. Y no era para menos: Ana, como terminó llamándola, era la primera humana nacida en su familia.
Entre los demonios, es bien raro que tengan hijos humanos, y en casos aún más raros, algunos nacen hasta con poderes mágicos, pero ella no tuvo esa suerte. Sin embargo, su carencia de poderes no disminuía su singularidad; había nacido bien bonita y de unos ojos tan azules que parecían tener parte de los cielos. Aquellos años fueron de pura felicidad, años que Miguel atesora como los más preciados de su vida.
Todo cambió cuando su madre falleció tres años atrás, víctima de una enfermedad costosa de tratar. Después, la salud de Ana empezó a deteriorarse. Los médicos dijeron que se trataba de algo llamado "virus". Fue esa misma enfermedad la que, indirectamente, se llevó también a su padre. En su afán por conseguir el dinero, ignoró su propia salud y trabajó hasta el agotamiento, sacrificándose.
Él se pregunta cuántas noches de aquel año los ha pasado sin dormir, atormentado por la incertidumbre. Antes de que el amigo del señor Eucalis finalmente lograra curarla, la desesperación lo llevó a considerar lo inimaginable.
Cuando vio que no sería capaz de reunir el dinero necesario, tomó la decisión más desgarradora de su vida: entregarla a una familia que pudiera tratar su enfermedad. Se repitió una y otra vez que era lo mejor para ambos, que era lo correcto. Pero cuando llegó el día, no pudo hacerlo. Ana, al darse cuenta, rompió en llanto, rogándole desesperadamente que no la dejara, que la llevara de regreso a casa. Entre sollozos, le prometió portarse bien, incluso curarse. Sus palabras, cargadas de dolor, desmoronaron la poca determinación que tenía. Miguel, vencido por el sufrimiento de su hermana, decidió en ese instante que enfrentaría cualquier consecuencia antes que separarse de ella.

Sus lágrimas fluyen con más fuerza, pensando en la posibilidad de no volver a verla.

Los magos de los Planos no pueden creerlo: un mago recién convertido los está derrotando. No solo eso, está protegiendo a los dos demonios. Cada disparo de energía o relámpago es incapaz de dañarlo. Laxaro arde de deseos de matar a Eucalis y al otro demonio, pero sus guerreros caen en cuestión de segundos ante un enano y su lanza. La velocidad de este es tal que ni siquiera con su poder mágico logran seguirle los movimientos. Laxaro alza la vista y observa a más magos descender del cielo, como si fueran las estrellas del anochecer. Luego escucha los gritos de sus otros guerreros, que alertan sobre la llegada de la armada principal de la emperatriz, avanzando con toda su fuerza hacia ellos.

Piensa que aún pueden ganar, cuando de repente ve cómo una de las naves de la armada de los Planos comienza a retirarse, seguida por otra. Ante sus ojos, la armada de los descendientes se disuelve antes de que las otras casas puedan atacarlas. Sin más opciones, decide huir, pero antes decide llevarse consigo a la hermana de aquel demonio.

Mientras el caos continúa, Eucalis mira a su amigo que sigue llorando. Sabe bien que es por su hermana, es entonces que una voz le dice que hacer, y prosigue a pedirle al guerrero que cumpla un favor.
—Quiero que salves a su hermana, la pequeña Ana —dice Eucalis con las pocas fuerzas que tiene.

Al escuchar esas palabras, Miguel levanta la cabeza, buscando a quien se lo está pidiendo, pero no logra ver a nadie. Se pregunta si fue un simple deseo, algo dicho al aire, más que dirigido a alguien en específico. Está casi convencido de que es solo eso, hasta que lo ve: alguien aparece de la nada frente a él. Con una lanza en mano, sus ojos se cruzan con los de Miguel, transmitiéndole la certeza de que cumplirá con el encargo. En un parpadeo, aquel hombre desaparece.

Laxaro la tiene. Sostiene a la niña que no deja de gritar, pero ante sus propios ojos, ante su comprensión de la realidad, ella desaparece de sus manos. Eso no puede ser posible, se dice, hasta que la encuentra en el barco “La Luna”, sobre el altar, en las manos de los demonios. En su mente, Laxaro se pregunta qué clase de poder pudo haber sido: ¿teletransportación, super velocidad, o incluso la manipulación de la misma realidad? Sea lo que sea, ese poder lo superó por completo. Tenía que haber alguien entre ellos, alguien con el mismo poder de aquella mujer. En su rostro se pinta la pregunta si ese humano realmente se volvió tan poderoso.

Ana no sabe cómo de pronto se encuentra al lado de su hermano, y al verlo solo puede llorar de alegría. Él la toma entre sus brazos, y Eucalis con las escasas fuerzas los envuelve a ambos para protegerlos. Poco a poco se dan cuenta de que las explosiones y la batalla comienzan a detenerse. Cuando el humo se disipa, ven que las fuerzas de los Planos se rinden al notar que la mayoría se están retirando, marcando así el fin de la guerra. Eso no solo ocurre en ese lugar, sino en otros sitios también, incluso en los campamentos.

En poco tiempo, Mia, Balerio, Tomás, Letala, Riyi, Gabriel, Alaguer’a y muchos otros se reúnen en “La Luna” para encontrarse con Eucalis. Rápidamente, Gabriel cura todas sus heridas, y sin soltar a sus amigos, después de una larga conversación, con Miguel y Ana parten juntos hacia el buque real, “La Emperadoratriz”.
Adentro de la habitación, Eucalis coloca a Ana en la cama, y en cuanto la sienta sobre el colchón, cae dormida al instante. Antes de salir, habla con Miguel.
—Te debo mi vida —le dice Eucalis mientras se sienta al lado de la cama. Luego, frotándole la cabeza, añade—. ¿Qué dices si te adopto, a ti y a tu hermana, para que sean parte de mi familia?
Miguel, con lágrimas de alegría, asiente suavemente y, con un abrazo, cierra la decisión que ambos toman.
—Descansa bien —dice Eucalis antes de apagar la luz y salir de la habitación.
En que camina de regreso, reflexiona sobre todo lo ocurrido, especialmente sobre aquella visión del guerrero con la cicatriz, quien en el último momento le susurró qué debía hacer. Aquel hombre lo llamó maestro. Eucalis nunca se había visto a sí mismo de esa manera, pero ahora se pregunta si eso es lo que está destinado a ser.




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