Los tres, A’iana, Visión y Deltoro, caen sobre el Dios, cada uno intentando usar sus armas contra la imponente armadura del titán. Para sorpresa de incluso A’iana, sus armas se desintegran al impacto, rompiéndose en cientos de pedazos, y, sin que el Dios los toque, los lanza afuera de su presencia como meros insectos.
Visión y Deltoro chocan violentamente contra las enormes piedras cuadradas que rodean la base de las pirámides, desatando una explosión de rocas que se mezclan con los fragmentos de sus armaduras, las cuales apenas son capaces de protegerlos. Ambos quedan inconscientes, sus cuerpos tan inmóviles que es difícil de distinguirlos de entre los escombros. A’iana, por su parte, cae al vacío de un acantilado, una grieta en forma de una gigantesca boca en medio de las ruinas de una ciudad antigua de templos y pirámides. Ella desaparece en el abismo, engullida por la oscuridad, una que no promete suelo alguno, solo un vacío infinito.
El Dios se aproxima lentamente hacia Eimi. Cuando se detiene frente a ella, la desproporción entre ambos es abrumadora: él, un coloso que supera los diez pies de altura; ella, apenas una figura diminuta que parecía una niña indefensa bajo su sombra, da unos pasos hacia atrás de forma involuntaria.
Eimi lo mira fijamente. Su cuerpo, ahora paralizado, no le responde. Su mente junto con su corazón, no logran encontrar una estrategia para enfrentarlo. Permanece así, inmóvil, mientras el silencio se alarga, hasta que la voz de su abuela logra resonar en sus oídos, clara y reconfortante que le dice: “Puedes hacer cualquier cosa mi nieta, mi querida Eimi, eres la maga sin límites”.
Inspirada por esas palabras, levanta ambas manos y comienza a manipular la complejidad que la rodea: cada hilo, y con ellos cada partícula a su alcance. Su oponnente no evita el ataque, envez toma un fuerte respiro de desafío.
Entonces, el suelo empieza a temblar, que en segundos se vuelve a un terremoto que desgarra la tierra. Los pedazos de rocas alrededor del Dios se elevan en el aire, suspendidos como si la gravedad hubiera perdido su autoridad. Eimi, con una expresión de esfuerzo encierra al Dios en un círculo de luz y rocas. Sin gastar tiempo, usa el poder de los hilos para destruir todo lo que se encuentra adentro de aquella esfera. Las rocas atrapadas junto al Dios se evaporan, transformándose en finas nubes de humo. La luz que envolvía la prisión se intensifica con cada segundo, y su resplandor trata de triturar al titán. Sin embargo, los ojos dorados del Dios, cargados de llamas, no dejan de mirarla ni con un parpadeo.
Sintiéndose al borde del colapso, Eimi libera todo el poder que le queda. El clima del planeta responde con una furia descomunal: vientos huracanados aúllan mientras relámpagos desgarran los cielos, iluminándolos con destellos fugaces. Sus pies resbalan, empujados hacia atrás por la brutal fuerza de la tormenta que ella misma ha conjurado. A pesar de la presión, Eimi se planta, clavando los pies en el suelo. Con las manos extendidas, comienza a juntarlas lentamente, y al mismo tiempo, la prisión que encierra al Dios empieza a encogerse, reduciendo su tamaño con la intención de aplastarlo por completo.
A este punto, la esfera es lo único claramente visible, un resplandor en medio de la devastación. El resto del mundo se ha convertido en una densa sombra de viento y polvo que arrasa todo a su paso. Incluso las inmensas pirámides que dominan el horizonte comienzan a desmoronarse, sus piedras arrancadas y dispersadas en los cielos como hojas en un vendaval. La destrucción parece no tener límites.
Fel se asegura de proteger a Visión y Deltoro con su poder, sin saber qué le ha ocurrido a A’iana.
Sin poder aguantar más, Eimi suelta un gran grito y finalmente cierra sus manos, destruyendo la esfera.
Desde el espacio, la devastación es visible: el poder de la tormenta lentamente empieza a disiparse, dejando un planeta en ruinas.
Cuando la luz del día regresa, poco a poco se pueden distinguir las figuras de los combatientes: Fel, Visión y Deltoro, y no muy lejos, los ángeles, que se aseguran de que Sabari no pueda moverse.
Fel se apresura en terminar de curar a sus amigos, y al voltear hacia Eimi, la encuentra completamente agotada, apenas capaz de mantenerse de pie. Su expresión la impacta, por que sus ojos reflejaban desesperación. Fel cierra los ojos por un instante y los vuelve a abrir, esperando ver algo diferente, pero lo único que encuentra es la mirada de una mujer al borde de la agonía. Igual que ella, los demás dirigen la vista hacia el Dios, que se hace visible. No le había pasado nada.
—Eres fuerte para un mortal, pero no puedes compararte a un Dios —dice el titán con la misma sonrisa burlona de antes. Sin embargo, su expresión cambia por un breve instante al notar una parte de su armadura dañada—. ¡Muere!
Eimi, sin poder hacer nada más, cae de rodillas. Una parte de ella deseaba regresar a su verdadera vida, donde su familia y sus amigos la están esperando. Entre esos recuerdos, finalmente se acuerda de su esposo.
—Julián... —susurra, con la esperanza de volver a verlo, mientras cierra los ojos.
El Dios se prepara para matarla con sus propias manos, deseando sentir cómo su vida se acaba entre sus dedos. Sin embargo, antes de que pueda alcanzarla, una explosión de luz lo envuelve y lo lanza hacia atrás con tal fuerza que su cuerpo entero es proyectado lejos.
Eimi abre los ojos de golpe, y al alzar la mirada, ve a alguien a su lado. Unos hilos extraños la sostienen, extendiéndose hacia diferentes direcciones, guiados por alguien que se mantiene cerca, protegiéndola.
Con el puño aún temblando, las gotas de sangre se deslizan lentamente por lo que queda de la armadura de A’iana, recorriendo los fragmentos que todavía se aferran a su cuerpo. La Maestra había sido capaz de regresar al campo de batalla con gran esfuerzo. Al voltear hacia Fel y el resto del grupo, se relaja al ver que todos se encuentran a salvo.
El Dios permanece acostado sobre los escombros, incapaz de aceptar lo que acaba de suceder. Su mirada desciende bajo su armadura, donde ahora se distingue con claridad la profunda marca de un puño. El golpe había sido tan devastador que lo lanzó casi media milla de distancia. En su mente, el desconcierto lo consume. No encuentra una explicación lógica. ¿Cómo pudo un mortal ponerle un dedo encima, peor aún, golpearlo con tal fuerza? No había sentido ni el poder de la complejidad ni la presencia de magia en ese impacto. Era algo que desafiaba toda lógica, algo que no debería ser posible.
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