Como era de esperarse, los universos de complejidad 13 son destruidos a una alarmante rapidez. Lo que tomó un largo tiempo en diseñar, con paciencia y dedicación, lleno de extensas pruebas y errores, terminan en la nada, llevándose consigo a tantos seres que no era posible calcular su número. Ante el desastre, las dos fuerzas de dioses hacen una corta tregua.
Uno de esos dioses, quien hasta ahora había decidido no tomar parte en la guerra, visita un planeta de su universo ya evacuado salvo por un individuo.
Aquel mundo no era nada especial en sí mismo, pero su gente lo convirtió en un lugar hermoso, un jardín rodeado de estructuras que equilibran la naturaleza con la arquitectura. En cada casa, en cada templo, la Diosa puede sentir el orgullo de sus habitantes, quienes honraban tanto a ella como a la propia vida.
El sol de tono anaranjado se ponía en el horizonte. A estas horas, las ciudades deberían estar encendiendo sus luces, con gente que por lo usual disfrutaban estas horas al final de un largo día de trabajo. Pero en vez de eso, lo que se puede ver son mercados vacíos, parques en completo silencio, puestos de comida que nunca más se volverán abrir y tantos otros lugares que pintaban un desolado fin.
Aun así, esa persona debe estar por estos lugares, alguien que, en lugar de abandonar su puesto, quiso quedarse para continuar su labor.
Descendiendo, la ve. Una de sus más fieles servidoras, una cuidadora de animales heridos del templo. A pesar de su avanzada edad, sigue trabajando sin descanso, poniendo no solo su esfuerzo, sino también su alegría. En ella, la diosa puede ver todo lo bueno de los mortales, de los humanos a quienes considera su mayor tesoro.
De forma delicada, toca el suelo detrás de la anciana, quien aún no ha notado su presencia.
—Tenemos que acabar, todavía queda mucho trabajo —se dice a sí misma la mujer, esforzándose por mover una piedra que se ha salido de su cavidad alrededor de los árboles sagrados—. ¡Sí que está pesada! ¡Muévete!
La tenacidad de la anciana crea conmoción entre los animales enjaulados, que parecen animarla. De la misma forma, llenan de placer a la diosa, quien deja escapar una sonrisa al ver cómo la humana, moviendo su trasero, consigue colocar la piedra de nuevo en su sitio.
—He venido por ti, Giana.
La mujer se detiene antes de enderezar su cuerpo y, lentamente, mueve la cabeza. Sus ojos no pueden creer lo que están viendo. Al voltear todo su cuerpo, contempla a una mujer tan alta que alcanzaba la altura de los árboles. Su aliento se le escapa, sus piernas pierden sus fuerzas y termina de rodillas en el suelo.
—¿Quién eres? —pregunta con la voz temblorosa, al borde de las lágrimas.
—¿No me reconoces? ¿No reconoces a la persona a la que has servido toda tu vida?
Al escuchar esas palabras, Giana se arrastra un poco hacia adelante, entrecerrando los ojos para asegurarse de que es cierto.
—Eres mi ama… Lucero…
Cuando la anciana se calma, le trae algo de comer a su diosa. Las dos se sientan juntas en un banco de piedra. Lucero recibe el pan con miel que Giana ha preparado junto con un jarrón de jugo. La expresión de su fiel servidora, mientras le extiende la mano, le dice que teme que no sea suficiente.
—No te preocupes, esto es más que suficiente —le asegura Lucero.
Giana sonríe, aliviada, y se sienta bien cerca de su diosa, sintiendo cómo su cuerpo finalmente se relaja.
—Como dije, vine a llevarte conmigo. Esperaba verte junto con los otros servidores, pero cuando me dijeron que, de alguna forma, lograste burlar a uno de mis dioses, supe que solo podías ser tú —comenta Lucero antes de darle otro mordisco al dulce pan.
Los mechones de Giana caen sobre su rostro cuando agacha la cabeza, avergonzada por la decisión que tomó. Unos días atrás, seres extraños llegaron proclamándose servidores de Lucero, con la tarea de llevarse a la gente. Y aun así, ella no pudo ir con ellos… o mejor dicho, no quiso. Su único deseo era terminar su servicio en este mundo y quedarse para cuidar a los animales que la necesitaban.
—Te hiciste pasar por un cadáver —añade Lucero, mirándola con una mueca de leve desaprobación—. Tuve que castigar a ese dios.
Giana alza la vista rápidamente, dispuesta a pedir perdón, pero en vez de encontrar enojo en el rostro de Lucero, ve una sonrisa. Ella quería preguntar tantas cosas, sin embargo solo una se le venía a la mente al voltear hacia el pueblo.
—¿Es cierto que este lugar va a ser destruido? —pregunta Giana, cruzando las manos sobre su regazo.
—Así es. No solo este país o este planeta, sino también todas las estrellas en el cielo. Todo este universo —revela Lucero.
—¿Por qué? ¿No puedes detenerlo? —insiste Giana, cerrando los ojos con fuerza, incapaz de ver lo molesta que Lucero podría sentirse ante tal pregunta.
Pero Lucero no se irrita, en cambio, coloca una mano en el hombro de Giana, brindándole consuelo y haciéndole saber que su duda es comprensible.
—Porque el precio para detener la destrucción sería demasiado alto. ¿No sería mejor vivir en paz, incluso si esa paz fuera corta?
—Entonces… ¿puedes detenerlo? —Giana alza el rostro hacia Lucero. Su piel está marcada por los años, llena de arrugas, pero sus ojos siguen siendo tan puros que brillan con la luz del atardecer.
—Sí, tengo el poder —admite Lucero, mirándola con tristeza—. Si no fuera por lo que esa salvación traería, lo haría. La maldad no puede ser la solución.
Cuando dice esas palabras, dirige su mirada hacia donde Giana estaba mirando. Hacia la desolada ciudad.
—¿Y cuál es lo correcto? —inquiere Giana, deseando que su diosa sea sincera.
—Salvar nuestra existencia —concluye Lucero con la cabeza agachada.
Giana se pone de pie y, alzando una mano, comienza a cantar. Su voz, aunque temblorosa al principio, se eleva en un cántico de gratitud, dando gracias por todo el amor que la Diosa de la Lanza les ha dado a los seres de este mundo. Porque ella nunca los ha abandonado, ni siquiera ahora, en lo que podría ser el final de todas las cosas.
—Te amo —dice Giana con una sonrisa bañada en lágrimas—, pero creo que debes detener la destrucción de los mundos. Aun si eso significa… traer la maldad. Nosotros, somos fuertes.
Lucero levanta su rostro y la observa en silencio por un momento, su expresión cargada de pesar.
—No va a ser fácil, va a ser doloroso. Vivir con la maldad es vivir en un mundo de sufrimiento. Guerras, desastres, enfermedades, criminalidad… y la batalla en el corazón de cada ser. Esas son solo algunas de las cosas que se avecinan. ¿Crees que un humano puede soportarlo?
Giana toma aire, firme en su decisión.
—No. Pero juntos… podemos enfrentarlo.
En el fondo, Lucero sabe lo que tiene que hacer.
—Está bien. No sé qué va a pasar, pero te prometo que lucharé con todas mis fuerzas —dice con determinación—. Vamos, ya es hora. El resto de tus amigos te están esperando.
Se pone de pie y extiende una mano para llevarse a Giana con ella hacia un nuevo universo. Aunque la anciana deseaba ir con su Diosa, voltea hacia los animales que aún necesitan su cuidado.
—Mi vida está aquí. Nuestros animales necesitan a alguien que los cuide hasta que se recuperen. De todas formas, alguien tiene que quedarse para mantener este hermoso templo.
Lucero suspira, entrecerrando los ojos.
—Eres una mujer testaruda e insolente… pero tengo el orgullo de llamarte una amiga. En caso me pase algo, voy a asignar a un dios que te venga a visitar. Por mi parte, haré todo lo posible por salvar nuestro hogar.
Giana sonríe con dulzura.
—Estoy segura de que lo lograrás. Gracias por todo, mi Diosa de la Lanza.
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