Pasos hacia el Destino

Capítulo 87, El fin de una era, (11)

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Las veintiuna magas que aún quedan se encuentran en la parte más difícil de la prueba. Se ven obligadas a buscar cualquier medio para sobrevivir, porque aquellas que eligieron mantener su moralidad o salvar a sus seres queridos terminaron fracasando, con la excepción de una.
Ellas se vuelven prisioneras del miedo, la paranoia, la codicia y una retorcida visión de la justicia que las lleva a traspasar cualquier límite.
De entre las veintiuna mujeres, aparte de Eimi, está la tercera candidata, alguien que siempre ha sido distinguida por su poder mágico y su habilidad para sentir los hilos de la existencia, ganándose numerosos premios en los rangos de su “Diosa Uri”. Sin embargo, esta prueba la ha empujado a convertirse en alguien totalmente diferente, a alguien cuyo corazón, después de sufrir derrotas ante los Maestros, se endureció tanto que ya no conserva ni una gota de compasión por ningún humano.
Lorenia, destacada por su crueldad en el campo de batalla, es una figura que Reinour ha elevado en rango al haber destruido dos de los universos libres. Mientras recorren los pasadizos del templo para encontrarse con los demás Dioses, Reinour percibe algo inusual: un silencio inquietante.
—¿Realmente vas a hacer la paz con el resto de los Dioses del poder? Se te olvida que ellos comenzaron este conflicto —remarca Lorenia, siguiendo al Soberano.
—Sí, recuerda que ellos también son Dioses y se merecen otra oportunidad —responde Reinour, deteniéndose y volteando hacia ella—. Hiciste un buen trabajo, pero los Dioses de los Sentimientos no somos una sociedad militarista. Muy pronto crearemos seres que nos permitan mantener nuestra pureza. Vamos a desbandar nuestros ejércitos; ya no los necesitamos. La guerra ha terminado.
—¿Estás seguro de que eso es lo correcto? ¿Y acerca de los humanos…? —pregunta Lorenia.
—Sí. En cuanto a los humanos, lo siento, pero los Dioses de la Creación tienen la razón. No podemos someterlos a ese nivel de castigo.
Reinour se impone ante ella para dejarle claro que está a cargo de todos los Dioses de los Sentimientos.
—Por supuesto, Gran Soberano —dice Lorenia, agachando la cabeza, no solo para aceptar su decisión, sino también para ocultar la suya.
Reinour se voltea para continuar hacia la asamblea. Está a punto de revelar sus planes para completar los primeros universos con una nueva complejidad cuando, de repente, siente algo extraño en la espalda. El dolor que se le viene lo impulsa a tirarse al suelo. Confuso, voltea hacia arriba y ve a su supuesta guerrera mirándolo con unos ojos grises.
—¿Qué estás haciendo? ¡Maldita, ¿cómo te atreves?! ¡Guardianes! —grita Reinour enfurecido, convencido de que pronto sus guerreros vendrán a su rescate y matarán a la traidora.
Su expresión de ira se desvanece en el momento en que Lorenia da un paso hacia él, y el terror lo invade cuando la punta de la espada, cubierta de sangre, se detiene frente a su rostro.
—Voy a hacer lo que tú no eres capaz. Voy a salvar a todos los Dioses. A los verdaderos Dioses.
—¡Espera, no lo hagas!
Lorenia se lanza sobre él y hunde su arma en su pecho, atravesándolo hasta que la punta perfora también el piso.
Los gritos de ayuda de Reinour se apagan en apenas unos segundos, mientras sus ojos se cierran lentamente. Una última idea cruza su mente: tal vez, al final, Cáutica tenía razón.
Lorenia retira su espada del cuerpo antes de que las otras Diosas aparescan a su alrededor.
—Qué lástima que no pudo cambiar de parecer —dice una de las cinco.
—¿Supongo que todo salió bien? —pregunta Lorenia.
—Sí, nos hemos encargado de los otros comandantes leales —responde otra.
—Bien, vamos a ver qué dicen los otros Dioses —comenta Lorenia, limpiando su arma y el cadáver del suelo con las llamas que brotan de su mano, iluminando a las seis Diosas que observan al Dios Soberano reducido a cenizas.
—¿Y si no aceptan? —pregunta una de las Diosas.

—Entonces nos encargaremos de todos ellos y dejaremos vivir solo a los Dioses que se merecen sobrevivir —concluye Lorenia.

En la reunión, los Dioses se sorprenden al escuchar que Reinour ha muerto, y sin poder protestar, acatan la decisión de los Dioses de los Sentimientos, que decretan que los mortales deben ser sometidos a los más complejos y crueles universos para intentar frenar la destrucción de todas las cosas.
Ninguno de los Dioses de la Creación considera que sea un buen plan. Saben que los humanos tienen un límite, y no importa cuántos dones reciban para intentar superarlo: al final, poseen un número finito de sentimientos que puedan ayudarlos.
—No nos queda mucho tiempo. Quiero que todos los Dioses de la Creación se pongan a construir los "Infiernos", porque vamos a poner a todos los humanos allí —proclama Lorenia, que no es tan imponente como otros Dioses, pero cuenta con el respaldo de las otras Diosas a su lado—. Y los que no acepten, sufrirán el destino de los Dioses del Poder.
El cuarto queda en silencio; ninguno de los Dioses parece en posición de oponerse a la nueva Soberana.

La reunión termina, y todos los Dioses se dispersan hacia los universos para capturar a los humanos que quedan y enviarlos a los nuevos Infiernos que los Dioses de la Creación construirán.

Sin casi fuerzas, Eimi termina sobre un planeta en un universo desconocido y, antes de perder la conciencia, trata de descender en medio de la oscura noche.

Ella sueña con una vida extraña, donde sufre una maldición llamada “la maldición de Petra”. No solo ella la posee, también su madre y su abuela, lo que le da la impresión de que se trata de algo hereditario.
Esa maldición es lo peor en ese mundo: quien nace con ella no puede usar magia ni recibir magia. Aun así, no se rinde. Prevalece en sus estudios y obtiene un poder diferente, uno que reconoce de inmediato: el poder de los Dioses, el poder de los hilos.
Cuando abre los ojos, se da cuenta de que ha perdido sus anteojos. Mueve la cabeza para observar un cuarto medio oscuro. Al otro lado de la habitación, ve a alguien cocinando frente a una pequeña estufa. Antes de que pueda preguntar, la persona comienza a cantar:
—Mueve, mueve, la cuchara al compás, pon el azúcar y todo va a mejorar. Mueve, mueve, tres veces más, y todo terminará bien, lo verás —canta el hombre, moviendo su cintura al ritmo.
Eimi no dice nada; simplemente lo observa, preguntándose dónde ha terminado y quién es esa persona. Está por leerle la mente, convencida de que se trata de un mortal, pero apenas lo intenta, un fuerte dolor de cabeza la obliga a soltar un “¡au!”.
El hombre voltea con el cucharón en la boca —justo cuando estaba por probar su mate—, lo suelta y se acerca, recogiendo antes una bandeja con frutas ya cortadas para ofrecérselas a su nueva invitada.
—Buenos días —saluda el hombre, mirándola atentamente.
Eimi se queda observando sus ojos, que parecen bailar con el reflejo del fuego de la fogata. Le resulta extraño sentirse atraída por un humano, y cuando la luz ilumina el lado oculto de su rostro, descubre una larga cicatriz que cruza desde su mejilla hasta su labio y mentón del lado izquierdo.
—¿Cómo te sientes? —pregunta el hombre. Cuando Eimi responde que está bien, él le ofrece los trozos de fruta—. Come, para que recuperes tus fuerzas; las traje de mi tierra.
Aunque como Diosa no necesita comer, Eimi, tentada por los colores vibrantes de las frutas, decide tomar una. Antes de que pueda hacerlo, él rápidamente le acerca un pedazo a la boca. La explosión de sabor la obliga a morderlo de inmediato, sorprendida por su dulzura.
—Gracias —dice Eimi, recibiendo otro pedazo y luego otro, hasta que el jugo comienza a escurrirse por su labio.
—Ah, disculpa, qué tonto —dice el hombre para ir a buscar un pañuelo. Al regresar se tropieza y termina cayendo sobre la cama, encima de ella.
Eimi está a punto de decirle que no se preocupe, que todo está bien, pero al ver cómo la cubrecama se desliza de su pecho, termina con los senos afuera, una sorpresa tanto de ella como de él.
De inmediato jala la cubierta para sentir su piel desnuda bajo ella, y cuando intenta empujar al hombre, él apenas tambalea sobre ella, mientras sus manos torpes comienzan a recorrerla por todas partes. De una manera u otra, Eimi acaba con las piernas abiertas y él encima, cuando de repente la puerta se abre.
Ambos se quedan completamente quietos mientras una niña entra al cuarto.
—Ya vine, pa... ¿pi? ¿Qué hacen? —pregunta la niña, de unos once años.
—Le estaba dando de comer frutas, ¿no es así? —responde el hombre, levantándose apresurado de Eimi y acomodándole la cubrecama.




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