Pasos hacia el Destino

Capítulo 88, El fin de una era, (12)

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Eimi sigue abrazando a Cálida entre sus brazos, incapaz de calmar su clamor por su padre, que lo hace con las manos extendidas hacia el cielo. Se pregunta en qué momento se ha convertido en alguien incapaz de actuar ante los gritos de una niña que le implora ayuda. ¿Será porque le duele demasiado recordar lo que es?
Es cierto que es una Diosa de creación y que pudo haber construido muchos de ellos, pero en vez de eso, terminó creando armas para destruirlos. Utilizó su conocimiento únicamente para convertirse en una fuente de devastación, y cada vez que lo recuerda, su alma se quiebra.
—Lo siento… —murmura con la voz temblorosa—. No soy una guerrera. No tengo nada que pueda ayudar a tu padre. Lo siento.
Sus palabras se quiebran en medio del silencio que Cálida crea al resignarse. Se disculpa con ella de nuevo, con su madre y con todos aquellos que han sufrido por su culpa. Con los párpados apretados, decide que huir es la mejor opción. Justo cuando está a punto de darse la vuelta, un grito atraviesa el aire.

Lo que ve le quita toda noción de que esto no la involucra.

Una mujer, con las uñas clavadas en las manos de su pequeño, lo ve escaparse poco a poco de sus dedos. Al mismo tiempo, los otros humanos la sostienen de los pies. Con todo lo que tiene, la humana lucha por aferrarse, gritando su nombre, esperando un milagro. Sin embargo, su límite llega y su niño se le escurre.

Aun cuando su tristeza la consume, y el miedo trata de detenerla, ella sacude rápidamente los pies para liberarse y compartir el mismo destino que su hijo.

Incapaz de apartar la mirada, Eimi derrama más lágrimas y comienza a comprender que la lucha no termina con la derrota, sino cuando te rindes. A pesar de ser una humana sin poderes, esa mujer le estaba demostrando que el amor puede ser inmenso. La ve nadar en el aire hacia él, desesperada por alcanzarlo. En ese momento, su corazón se llena de un sentimiento inesperado: verdadera esperanza, y lo deposita en ese acto de amor.
Junto con los demás, le dan más fuerza a la madre.
Los hilos invisibles que antes no podía ver, ahora se materializan ante sus ojos. Rodeada por los gritos de sus amigos, por el clamor interior de Eimi y de Cálida, la mujer se ve envuelta en un manto creado por los hilos. La alegría los consume a todos cuando sus manos alcanzan a su hijo, y ella lo envuelve para protegerlo hasta el último momento de su vida.

Para sorpresa de la madre y su hijo, Eimi los agarra en el aire, sujetándolos con fuerza. No solo a ellos, sino también a otros diez humanos que se encontraban cerca. Tal vez, al final, todo sea en vano. Pero en este instante, ella decide luchar. Decide que su vida tendrá propósito.

Desciende con cuidado y cuando los otros humanos logran aferrarse unos a otros, formando una cadena de brazos para proteger a los más débiles, Eimi sujeta a Cálida de sus hombros.
—Voy a ayudar a tu padre —le dice con suavidad, limpiándole las lágrimas que resbalan por sus grandes ojos negros. Luego gira hacia el resto del grupo, que se aferra con toda la fuerza que les queda—. Por favor, aguanten.
Antes de que se marche, Cálida la abraza.
—Buena suerte, Eishmiv —susurra contra su cuello.
Eimi la mira, confundida por un momento al escuchar ese nombre. Está a punto de corregirla… pero ya no importa. Deja a Cálida en brazos de otro humano, quien, al recibirla, le da una mirada de confusión.
—Cuídala —pide Eimi.

Sin esperar respuesta, se aparta. Al igual que Ámilis, toma una espada, un arco y un cargador de flechas. La multitud la observa y, al darse cuenta de que va a luchar por ellos, empiezan a gritar por ella. Sus voces llegan hasta su corazón como una corriente cálida, y por primera vez en mucho tiempo, Eimi siente orgullo.

Más arriba, Ámilis ya está cerca del Dios. El aire ruge como una tormenta, sacudiéndolo y empujando su cuerpo en todas direcciones mientras intenta mantener la puntería. Aprieta los dientes y tensa el arco con todas sus fuerzas. Aunque no sea más que un humano, no piensa rendirse. Con un grito feroz, suelta la cuerda.
La flecha se desplaza, vibrando y desviándose de lado a lado como un pez luchando contra la corriente. A pocos metros del Dios, se desvanece. A pesar de esto, Ámilis no se detiene y continúa disparando una tras otra. Cada flecha choca contra una barrera invisible que la hace trizas antes de llegar a su objetivo. El Dios, por su parte, lo ignora por completo.
Con un fuerte suspiro, Ámilis deja caer el arco y desenfunda su espada, preparado para el sacrificio. En el instante en que lo hace, una mano se posa sobre la suya.
—Eres un loco —dice Eimi, sin soltarlo—. ¿Cómo pudiste abandonar a tu hija?
Sus palabras son duras, pero su mirada decía más. Tiene algo de rabia, sí, pero también gratitud, que aunque no lo dice, parece que él lo sabe.
—Sabía que la ibas a proteger —admite Ámilis con una sonrisa suave—. Creo en ti.
—No digas eso… no me conoces. Yo estuve a punto de… de abandonarte. No soy una buena persona —confiesa Eimi, y en sus ojos tristes arde el deseo de que alguien, cualquiera, pero especialmente él, le diga que no es cierto.
—Tal vez no lo creas, pero te conozco muy bien —responde Ámilis—. Y sé que eres una buena persona.
—¿Cómo? ¿Cómo puedes saberlo? Dímelo. Porque lo que he hecho no tiene perdón —susurra ella, la voz rota por la culpa.
—Porque estás aquí —dice él, acercándose a su oído para que sus palabras no se pierdan en el viento—. Porque estás hablando conmigo y porque estás dispuesta a luchar por ellos. Y eso significa que hay algo muy especial adentro de ti. Como te dije, creo en ti.

—No sé pelear y no soy fuerte, pero lo voy a intentar —afirma Eimi, respirando hondo y reuniendo todo su valor.




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