De las magas que se encuentran en el gran salón de espera, solo Fel, Sabari y A’iana se ven visiblemente preocupadas. La tensión es tanta que a cada rato miran la entrada. Fel trata de calmarse, y cuando otra maga entra, no puede reaccionar sin que su cuerpo salte de anticipación. Se convence de que tal vez nada va a pasar y que se está preocupando por las puras. De pronto la puerta se abre otra vez y esta vez se obliga a no voltear, sin embargo, A’iana y Sabari, con sus preocupadas expresiones, le dejan saber que Iris ha llegado.
La majestuosa ama de los Dioses de creación entra con pasos tan elegantes que apenas produce sonidos. A su lado, la segunda más alta, midiendo 16 pies, es Lucero. Detrás de ellas, el resto de los Dioses y ángeles las siguen. Fel reconoce a Melai’a, quien, según le han contado, ha logrado ganarse un puesto en el reino de Iris.
Las magas prosiguen a postrarse, tocando el suelo con las rodillas, menos Fel, Sabari y A’iana, que permanecen de pie. El Cazador, al verlas, se les acerca para obligarlas a mostrar respeto, pero Iris lo detiene con un gesto de mano.
—Hubiera querido darles un premio a ustedes también —declara Iris, con una melodiosa voz mientras recorre el cuarto con su mirada—. Vine a decirles lo orgullosa que estoy de que hayan llegado tan lejos en la prueba. Además, quiero que sepan que tendrán acceso a un nuevo mundo, donde podrán convertirse en nuevas amas con el poder de mover las estrellas, literalmente.
Fel gira la cabeza hacia A’iana y nota que no podía apartar la mirada. Iris la observaba con una intensidad tan penetrante que parecía como si pudiera verle hasta los huesos. Abre la boca, dispuesta a interrumpir el discurso, pero antes de pronunciar una sílaba, sus labios se tensan. Lleva una mano a la boca, luego la otra. Intenta palparse, comprender qué le ocurre, pero sus dedos no sienten ni los labios ni la mandíbula. Atrapada en escalofríos, da un paso atrás.
—Sé que muchas de ustedes tendrán que abandonar sus mundos —continúa Iris—, sus amigos, sus familias, personas que las aman, pero les aseguro que valdrá la pena.
Entre tanto, A’iana piensa en su maestro, en su amiga Liyul, y en su emperatriz, que la ve llevarse las manos a la boca y luego a la garganta. Observa cómo sus ojos se agrandan, con una expresión que suplicaba ayuda.
Sabari de inmediato sostiene el cuerpo de Fel para romper el poder que la tenía, y tras dos inútiles intentos, aprieta el puño con fuerza y se lanza contra Iris a una velocidad tan fulminante que una explosión de luz envuelve cada rincón del salón. El tiempo se congela. Nadie puede moverse, ni siquiera parpadear. En ese instante suspendido, Sabari —viajando a la velocidad de la luz— se estrella contra una muralla: el cuerpo de Lucero.
El salón vuelve a la normalidad, excepto el mundo de Sabari. Con los ojos temblorosos, contempla a la maga que la ha detenido sin siquiera alzar un dedo.
—No vinimos a pelear, pero si vuelves a levantar tu puño contra mi Diosa, te voy a matar —advierte Lucero, que esta vez es más alta que Sabari.
—Pierde cuidado, mi querida hija. Esa mujer nunca podría hacerme daño —explica Iris, que vuelve a dirigir su mirada hacia A’iana, lista para llevársela con ellas.
El resto de las magas se miran entre sí, confusas, sin entender lo que está ocurriendo.
A’iana, guiada por sus instintos envuelve a Fel entre sus brazos y activa su nueva complejidad, que consigue romper el hilo de Iris. De pronto, su emperatriz respira con dificultad; su aliento es agitado, entrecortado, pero aun así consigue pronunciar unas cuantas palabras.
Llena de frustración y furia, Sabari se prepara para lanzar otro ataque, esta vez con más fuerza.
Antes de que alguna de sus hijas sufra daño, Iris extiende una mano y la posa sobre el hombro de Lucero, indicándole que se aparte. Al hacerlo, ella avanza y se planta frente a lo que, para ella, no es más que una diosa insignificante. Le basta una sola mirada, profunda como un abismo, para desgarrarle la conciencia.
Los ojos de Sabari se revuelven hacia atrás, perdiéndose en la oscuridad. Incapaz de mantenerse de pie, cae al suelo, rompiendo el piso con la cabeza.
Sin mirar a otro lado, Iris continúa hacia la maga que ha podido tomar su interés. A’iana mide un poco más de seis pies —exactamente 6,3—, pero ante ella, apenas le alcanza las piernas.
—No tienes ninguna opción —declara Iris, pero antes de que pueda añadir otra palabra, su otra hija se pone de pie—. Es hora de que duermas por un largo tiempo, Ansaidifel.
Iris usa el mismo poder que usó contra Sabari; sin embargo, esta vez su complejidad no alcanza el cuerpo de la hija del universo.
Fel se queda mirando a Sabari, ese bello rostro que transformó su vida por completo, con un pasado donde lucharon juntas durante toda una vida. Aunque ha revivido varios recuerdos de aquella maga que se enamoró de una Diosa, una parte de ella siempre se resistió a creer que su destino ya estaba escrito. Pero ahora, eso ya no importa, porque no puede imaginar su vida sin ella, sin esa rebelde Diosa de cabello plateado.
Sus ojos se encienden con la llama de un amor que parece que nunca va a desaparecer, uno que ha trascendido el tiempo, el dolor y hasta la misma muerte. Dirige su mirada hacia Iris, no con odio, sino con resolución, decidida a pelear. Entonces, confía en la fuerza que vive en su interior. Pronuncia su nombre, que al hacerlo, un torrente de emociones la sacude y la consume. Desde lo más profundo de su ser, invoca a la “Emperatriz de los Cinco Picos”, “la maestra de la doble espada”, la maga “Erde”.
El cabello de Fel se suelta de su atadura y flota, suspendido como si danzara en corrientes invisibles de agua. Pecas comienzan a aparecer en su rostro, adornando su sonrisa. Su complexión se vuelve más clara, como si la luz interior que la habita finalmente hubiese encontrado la forma de emerger. Incluso su postura cambia, donde su perfil se estira, extendiendo sus pechos.
Iris observa en silencio, tan sorprendida como el resto. Antes de que pueda encontrar una respuesta a lo que ha sucedido, una risa llena el salón.
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