Hoy Zachin se siente mucho mejor. Solo han pasado veinte minutos desde que salió de la casa, y ya ha recibido dos invitaciones a cita. Tiene otras cosas que hacer, claro, pero su ego está por las nubes.
El vestido que lleva, de una textura elástica y sedosa, es tan ligero que parece que el sol acariciara su piel. En cuanto cruza la siguiente calle, siente más miradas clavándose en ella, preguntándose si se trata de una actriz de teatro, una modelo o alguien importante que no logran ubicar del todo.
Zachin se detiene frente a la tienda de flores, que al entrar, es golpeada por los dulces aromas de lilas, jazmines, gardenias y otras que no puede nombrar. En minutos halla lo que busca y en que se prepara para pagar, el dueño es incapaz de responder de inmediato.
—Qué… hermosa —dice, saliendo de su sueño—. Por supuesto que no. Con lo bonita que eres, estas rosas son gratis.
Ella insiste y vuelve a extender el dinero, pero el hombre se niega otra vez.
—Sería rudo cobrarte —declara el dueño, agregando un par de rosas al ramo.
Parece que su reputación en este sitio ha comenzado a tomar vuelo. Antes de salir, Zachin le regala una sonrisa, de esas que dejan huella.
El vestido que lleva puesto es uno de los mejores que ha conseguido para esta ocasión. Tiene otros que son mucho más costosos, pero eso no significa que este sea barato. De hecho, para compararlo, uno podría pagar al menos seis meses de renta en una vivienda espaciosa. Se pregunta si lo hubiera comprado con su propio dinero. Quisiera decir que no… aunque en el fondo sabe que es mentira. Porque cada vez que siente esas miradas que la colocan en el centro de todo, se puede olvidar de aquellas cosas que odia de este mundo.
Es consciente de su cuerpo hermoso, de su rostro que siempre llama la atención, y una pasión intensa que sólo los hombres de gran prestigio y alto poder han tenido el privilegio de experimentar. Y este vestido blanco con su caída perfecta sobre sus curvas, la eleva por encima de cualquier otra mujer que se cruce en su camino. Le gusta pensar —con pocas dudas— que es la más bonita en toda la ciudad.
Lleva también un sombrero azul pálido que proyecta una sombra suave sobre su rostro, una cartera dorada que reluce con cada movimiento, y unos zapatos de cintas que se envuelven a sus pies para convertirla en un regalo de los cielos.
Mientras camina, repasa en su mente todas las cosas que podría decirle a Shi’el: Hola, soy una gran admiradora; siempre te he seguido desde la primera vez que te escuché cantar; me encanta tu voz, eres una inspiración. Pero a medida que las palabras se repiten en su cabeza, comienzan a parecerle vacías, demasiado comunes. Tal vez lo mejor sea ir con algo más simple: una sonrisa y las rosas. Después de todo, su conocimiento sobre ella es limitado.
Finalmente, decide presentarse con una frase clara y directa: “Me enamoré de tu voz cuando te escuché cantar en el desfile.”
Al llegar al teatro, una escena inesperada le quita el buen humor. Había una multitud de más de mil personas empujándose para entrar, y cientos más ocupaban las calles adyacentes, esperando con ansias. Si fuera una persona común, probablemente se uniría a ellos, dispuesta a esperar quién sabe cuántas horas bajo el sol. Pero ella no es una mujer cualquiera. Ella es Zachin, la más fuerte de los demonios.
Con la mirada de un cazador, examina los alrededores en busca de una entrada. La arquitectura del teatro se parece a una catedral con muros que se alzan hasta los cuatrocientos cincuenta pies. En lo más alto, apenas visible entre los arcos de piedra, distingue una ventana abierta. Aunque volar está prohibido en ciertas zonas de la ciudad —y este lugar no es la excepción—, tampoco se trata de un sitio de alta seguridad. Está a punto de rendirse cuando voltea hacia la gran torre, que es casi el doble de alta que el teatro. Al ver que es un observatorio turístico, usualmente frecuentado por humanos, exclama: “¡Perfecto!”.
Por suerte, no hay mucha gente y los pocos que se encuentran se dispersan por la sala panorámica. Sin llamar la atención, prosigue a entrar en uno de los baños y en cuestión de minutos se cambia de ropa. Se pone un uniforme azul, sencillo pero funcional. Su sombrero y su cartera quedan atados en la espalda, y los zapatos amarrados a la cintura junto con las rosas, ahora envueltas en una bolsa.
Abre la puerta con calma y se mueve por los pasillos con el sigilo de quien ha hecho esto muchas veces. Llega hasta uno de los balcones de observación. Ante ella, la ciudad se extiende, vasta y difusa bajo la luz del sol. No alcanza a ver su final, como si se deshiciera en el horizonte. Desde esa altura, el teatro parece una maqueta de piedra y vidrio, y tras escudriñarlo, logra encontrar la ventana que había visto desde abajo. Ahora parece tan pequeña que debe entrecerrar los ojos para confirmarlo.
Espera hasta que no haya nadie cerca. Cuando finalmente queda sola, se coloca al borde del balcón. Desde allí, comienza a escalar la pared exterior, sus manos y pies moviéndose con precisión felina, que en pocos segundos, alcanza el techo.
Una vez arriba, vuelve a localizar la ventana del teatro. Calcula la distancia que llegaba a los 1000 metros, la altura, su peso, la fuerza del viento. Hace una estimación rápida de cuánta velocidad e impulso necesitará. Entonces comienza a calentar su cuerpo. Hace sentadillas, luego estira sus piernas una por una, elevándolas por encima de su cabeza mientras mantiene el equilibrio. Su silueta adopta momentáneamente la forma letal de un escorpión. Finalmente, cierra los ojos y medita. Sólo unos segundos; lo necesario para centrar su mente.
Durante el viento sopla con fuerza y le alborota el cabello, sabe que es el momento. Se coloca tan lejos del borde como le es posible, porque va a necesitar cada centímetro del suelo para la carrera. Adopta la postura de una corredora profesional. Se inclina, las manos rozando el suelo y el cuerpo tenso como una flecha lista para ser disparada.
Cierra los ojos y cuenta: tres… dos… uno. Apenas deja de pronunciar la última sílaba en su mente, abre los ojos y se lanza hacia adelante con una aceleración brutal. La velocidad corta el aire con un sonido de latigazo. Cada paso la impulsaba más rápido, hasta que el último la lanza al vacío. Por un instante, parece volar, suspendida entre el cielo y la ciudad. Sus piernas se mueven todavía, corriendo en el aire, hasta que se dobla para reducir su perfil y volverse lo más aerodinámica posible.
Con sus ojos que se habían vuelto rozados, ve algo que no esperaba: una bandada de gaviotas, cientos de ellas cruzando su trayectoria.
La primera la esquiva alzando su brazo derecho. La segunda le Roza la pierna izquierda. Se retuerce en el aire, el cuerpo doblándose con una flexibilidad imposible. Esquiva una, dos, hasta diez más, pero una última aparece de la nada, directa hacia su pecho. Esta no va a poder evitarla. El impacto es seguido por una explosión de plumas. Por fortuna y de forma increíble, Zachin la sostiene viva en su mano izquierda. Su corazón late con fuerza, pero su expresión permanece serena, concentrada.
La ventana está a sólo unos metros. Cada mili-segundo cuenta. Cuando ya está por atravesarla, ve a alguien adentro: un hombre, cargando cajas. Con los ojos bien abiertos, saca una pequeña píldora del cinturón con su mano derecha y se la coloca en la boca.
Su cuerpo entra como un proyectil, y antes de chocar, muerde la cápsula, que al instante inunda la habitación con una nube espesa de humo gris. El hombre trata de ver qué estaba ocurriendo, y cuando toma el siguiente respiro, su cuerpo deja de funcionar.
Ella termina chocando, sus pies aplastándose con fuerza contra el concreto de la pared. Gracias a sus zapatos, el sonido no fue tanto, pero de todas formas deja dos marcas claras en la superficie. En segundos, tan rápido como el humo se ha esparcido, desaparece sin dejar rastro, excepto por el cuerpo del hombre, que permanecerá dormido por al menos diez minutos más.
Se asoma por la puerta: todo está en calma, no hay nadie en el pasillo. De vuelta en el cuarto, le da una suave patada al hombre tirado en el suelo, sólo para asegurarse de que no le dará problemas. En que se quita el uniforme, se permite una pequeña sonrisa, al ver a la tonta gaviota abriendo su pico.
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