Con muchas ganas de hacer un buen trabajo hoy, bajo los olores del azúcar, frutas, el orno y una sonrisa que no suelta su rostro, Liyul termina el preparo de los rellenos para los siguientes pasteles que se cocinan. En cuanto espera, lo aprovecha para sentarse en la otra mesa que está al lado de la ventana y, sacando su bolígrafo, se pone a diseñar las formas de las frutas que va a cortar para usarlas como decoración.
En total van a ser siete frutas, cada una de colores diferentes: cuatro son nativas del valle, de sabores dulces y dos de temporada que provienen de otros lugares, con texturas algo secas, perfectas para que vayan con el resto. La última es la principal, destinada a ir al centro llamada “Griasangra”. Esta fruta tiene la acidez de un limón que, tras unos segundos, se transforma en un dulzor inesperado, similar al de una fresa. Es un sabor que confunde a los paladares no acostumbrados; bien pedido en la capital.
Cuando el primer pastel está listo para la decoración, ella comienza a colocar las frutas con sumo cuidado, pieza por pieza, como si armara un rompecabezas. Cada pedazo encaja de tal forma que parece que solo ella puede ver el producto final, guiada por un ritmo de tarareo.
Para finalizar, mirando su creación con el rostro manchado de azúcar, harina y pedazos de frutas, pone la capa del glaseado sobre la superficie del pastel, que al hacerlo, la combinación de colores, el brillo del caramelo y la luz dorada del día lo transforman en un cuadro de arte: una escena de peces danzando en círculos alrededor de un sol.
Al voltear hacia la ventana, se queda quieta unos segundos sin poder evitar pensar en Eali. Sabe muy bien cuánto se esfuerza día tras día, desde temprano hasta la noche. Cada vez que lo ve, siente el cansancio detrás de sus ojos y sus sonrisas que hacen lo mejor que pueden por ocultarlo. Pero también puede sentir su determinación y eso la reconforta; saber que puede contar con él le da alegría y esperanza.
Está por empezar otro pastel cuando, de pronto, un dolor de daga le atraviesa el costado del estómago. El espasmo es tan repentino que le arrebata su felicidad en un instante. Aquel dolor le recuerda, con la frialdad de un adversario, que su vida podría ser corta si no logra vencer la enfermedad que la carcome en silencio.
Ya ha acudido a distintos magos-médicos con la esperanza de encontrar un remedio, pero ninguno ha podido tratarla, ni siquiera pueden identificar su condición; la maldición simplemente lo impide.
Ignorando el dolor que todavía le late, agarra el pastel. Sus manos temblorosas desafían la enfermedad, haciendo lo posible por mantenerse firmes mientras camina hacia la congeladora mágica. A solo unos pasos de llegar, una punzada más fuerte la ataca. El dolor la paraliza y antes de que pueda regresar su pastel a la mesa, sus piernas se doblan y las fuerzas de sus dedos la abandonan. Solo lo puede ver caer, de forma tan lenta que sus ojos reflejan no solo el dolor, también la desilusión de que su vida va a ser tan breve como aquel postre.
Al no poder aguantar más, cierra los ojos y espera el golpe contra el suelo. Solo después de unos largos segundos sin haber escuchado algo, los abre para ver su pastel a salvo y una sonrisa de una persona que le asegura que está ahí, por ella.
Las manos de Eali, endurecidas por el trabajo, llenas de callos, cortes y más ásperas que nunca, son ahora también más fuertes y listas para sostenerla.
Lo ve colocar el pastel con cuidado adentro de la congeladora. Luego se vuelve hacia ella y la atrae suavemente contra su pecho. Con ese gesto, le recuerda que siempre va a estar allí, por ella, sin importar lo que pase. Y sella esa promesa con un beso que le roba el aliento y la obliga a cerrar los ojos, no por dolor, sino por el amor profundo que ambos comparten.
Atrapada en sus brazos, apenas tocando el suelo con sus pies, Liyul se entrega por completo. Sus labios, suaves y cálidos, se funden con los de él, transportando el sabor de sus bocas que encienden el deseo. Justo cuando piensa que no podrá resistir más, él se aparta.
—Menos mal llegué a tiempo —comenta Eali, limpiándose los labios con la lengua.
Ella no dice nada, pero su rostro lo dice todo, en especial esa frustración por no haber sido tomada en ese momento. Lo observa, con el corazón aún latiendo con fuerza.
Lo ha visto cambiar bastante. Su cuerpo, antes delgado y elegante como el de un bailarín, se ha transformado en el de alguien con fuerza y rigidez. Una cosa que todavía no le ha dicho es que se enamoró de él aquella noche bajo la luz de la luna, cuando él volteó a verla. En sus ojos vio algo que no sabía nombrar entonces, pero que sigue viendo incluso ahora. Si tuviera que describirlo, Eali tiene el calor de una fogata. Uno que, algún día, sin exagerar, podría convertirse en un sol. Adentro de ella, agradece que él esté a su lado. No importa si su destino es sufrir; se siente feliz de hacerlo junto a alguien que la ama con todo lo que tiene.
—Estoy sinceramente feliz. Te amo —susurra, sintiendo cómo las manos de Eali vuelven a sostenerla.
Los dedos de Eali se deslizan por sus lados y comienzan a levantar su falda para tocar su piel. Luego la empuja contra la mesa, lo que hace que algunos de los cubiertos se caigan al suelo, algo que los dos no le prestan ni la más mínima atención. Prosigue a soltar un par de gemidos al sentir las manos Eali subir a lo largo de sus muslos. Con la cara toda roja, lo invita a que continúe.
—Y yo también te amo. Has reclamado mi amor para siempre —responde él con labios que tocan la oreja de Liyul.
Al mismo tiempo, los ojos de Liyul no intentan huir o incluso parpadear, solo demuestran su sincera emoción de placer, y cuando parecía que nada los iba a detener, el ruido del horno suena con fuerza. Ambos voltean, sobresaltados por lo que acaba de suceder. Luego se miran de nuevo, con una sonrisa que dice más que cualquier palabra. Se separan, aún con el calor del otro en la piel, y regresan a sus tareas sin decir mucho.
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