Pasos hacia el Destino

Capítulo 101, Un misterioso hombre

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Una vez que llegan al frente del palacio, la primera en bajar de la carreta es Juana, quien en cuestión de segundos es recibida por un fuerte abrazo.
—¡Hola, Juana! ¿Cómo has estado? Te he extrañado —dice Isabel, con una sonrisa tan amplia que sus hoyuelos de sus mejillas se hunden profundamente. Al ver a su otra amiga, también la abraza con entusiasmo—. Hola, Yíduit. Bienvenidas a mi hogar.
Cuando la princesa las suelta, ambas alzan la vista para contemplar el castillo. Partes de sus paredes se encontraban decoradas con símbolos de bronce, y en cada una de las grandes entradas, dos estatuas las adornaban envueltas de flores colgantes.
Para la ocasión, Isabel lleva un vestido cómodo: una prenda blanca y púrpura con cintas rojas que se mecen suavemente con la brisa. En el rostro luce una delicada máscara dorada que cubre ambos pómulos y una pequeña porción de la frente. Yíduit también lleva una máscara ligera, en tonos morados, que resalta el color de sus ojos. Su vestido blanco, con bordes azulados, está rodeado de paisajes pintados con tinta negra.
Juana lleva un vestido azul adornado con flores multicolores. La parte del pecho es ajustada, mientras que el resto del vestido, desde la cintura hasta los tobillos, es suelto. Se ha maquillado con mayor intensidad alrededor de los ojos y parte de la nariz, intentando ocultar granos y sus otras imperfecciones.
—¡Apresúrense! Quiero que vengan a ver... —comienza Isabel, con entusiasmo, pero una voz la interrumpe antes de que pueda terminar.
—Princesa, es hora de tu entrenamiento —anuncia Drágala desde lo alto del muro, antes de lanzarse de un salto y aterrizar junto a ellas.
Isabel se gira, y su rostro alegre se desvanece al instante.
—¿No podemos posponerlo para mañana? —pregunta, intentando sonar lo más afligida posible, con la esperanza de cambiarle el parecer. Pero su leal guardiana la observa con una seriedad tan firme que parece tallado en piedra.
—Si no lo recuerdas, ya lo pospusimos ayer y el día anterior. Así que la respuesta es no —responde Drágala con el ceño arrugado.
—Pero tengo visitas... —insiste Isabel, la voz quebrada por la frustración.
—Llévalas contigo. Pero de una forma u otra, vamos a entrenar. Y no me importa si tengo que arrastrarte a la fuerza —sentencia Drágala, mientras se ajusta los guantes y se truena los nudillos.
Aunque casi tienen la misma edad —veinte años—, Drágala ya ha heredado el honor de la familia “Koria” y eso le da un cierto poder sobre muchos en la corte. Desde su nacimiento, fue destinada a una vida de entrenamiento riguroso y servicio incondicional como guerrera, en especial para proteger a los miembros de la familia Okena.
Apenas Drágala alza la mano para tomarla, Isabel suspira con resignación y extiende las manos en señal de que va a cumplir la orden.
—¿Qué dicen? ¿Quieren venir conmigo a entrenar? —pregunta, girándose hacia sus amigas con ojos grandes y suplicantes, como los de un cachorro abandonado.
Ambas se miran y asienten con una sonrisa.
En ese momento, Yíduit se da cuenta de que Drágala la observa con atención, tal vez en busca de cualquier indicio que revele sus verdaderas intenciones. Por fortuna, su figura es delicada, sin músculos marcados ni rigidez en sus movimientos. A simple vista, parece una joven dócil y vulnerable. Entonces, le dedica una sonrisa, forzada pero convincente. Aun así, sabe que la guardiana continúa en alerta.

Piensa que tal vez el entrenamiento le sirva para evaluar con mayor precisión sus habilidades.

Después que Isabel se cambia de prendas, las cuatro atraviesan varios pasadizos hasta llegar al campo de entrenamiento. El lugar es amplio, con un suelo firme de tierra apisonada, protegido por altos muros de acero. A pesar de estar en el corazón del complejo, la luz del sol cae directamente sobre el centro del terreno gracias a un techo elevado con aberturas estratégicamente diseñadas.
—¿Qué está pasando? —pregunta Isabel al ver la multitud que ha llenado el lugar.
Drágala también parece sorprendida; no esperaba encontrar tanta gente reunida. A medida que se acercan, reconocen a Mardul de pie junto a un humano, ambos en posición de combate y listos para enfrentarse mano a mano.
Yíduit, Juana e Isabel se adelantan, abriéndose paso entre los espectadores hasta colocarse en primera fila, justo a tiempo para escuchar el anuncio de otra persona.
—Como les he explicado —declara el humano, alzando una mano para captar la atención de todos—, nosotros, los discípulos del gran Guerrero Imbatible, estamos aquí para demostrar algunas de sus enseñanzas en esta exhibición de artes marciales.
Hace una breve pausa para señalar con la mano a su compañero estudiante.
—Durante mucho tiempo, el arte del destino ha sido una técnica que nuestro maestro ha perfeccionado. En solo unos cuantos meses, ha alcanzado niveles que antes parecían imposibles. Y no solo él, también uno de sus discípulos más leales ha despertado ese mismo poder.
Un murmullo recorre la multitud, creciendo en intensidad.
—En la batalla contra la gran Lucero, la Maestra A’iana fue capaz de despertar el poder que habita en cada uno de nosotros —continúa con entusiasmo—. Hoy, vamos a demostrar que un humano, aunque sea por un instante, puede alcanzar niveles que antes creíamos inalcanzables. Esta pelea durará hasta que uno de los dos logre hacer contacto con el otro.
De las tres que observan el campo, es Yíduit quien nota algo distinto. El hombre frente al príncipe no parece ser un simple humano. Hay algo en su persona, en la calma de su respiración que lo delata como alguien sumamente capaz. Sin embargo, es otra figura entre la multitud la que realmente capta su atención.
De pronto, como si una chispa encendiera su interior tras una larga noche de sombras, su mirada se fija en una nueva persona. Este individuo parece no pertenecer al evento, observando todo excepto a los combatientes. Viste el atuendo formal de un emisario extranjero, adornado con símbolos bordados en hilo dorado. Sus ojos, ocultos tras unos anteojos, son oscuros como la obsidiana, y un rostro atractivo y calculador.
Ella vuelve la vista hacia los combatientes solo un instante, pero cuando regresa la mirada, el hombre ya había desaparecido.
—¿Están listos? —pregunta el humano.
Ambos combatientes asienten.




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