Siendo el último lugar en su lista, Cyntia desciende en el santuario en busca de vida, o al menos de una señal de que algo haya cambiado. El aire cargado de polvo y silencio, y ecos suaves de sinfonías provenientes de huesos, armaduras y deseos olvidados, le hacen comprender lo que había anticipado: nadie más ha sobrevivido; el lugar sigue siendo otro cementerio.
Rodeada por incontables cadáveres que yacen como hojas secas olvidadas por las temporadas, se amarra a sí misma, tratando de contener la desilusión que amenaza por salirse de su pecho.
—Roza… Rocemi… Carassia… madre… —murmura, aguantando las ganas de gritar.
Estos días se le están volviendo insoportables. Percibe que sus emociones se van a desbordar, porque cada día los recuerdos de su familia se hacen más y más distantes. Creyó que sería capaz de soportarlo, que su corazón sería lo suficientemente fuerte para cuidar de Yudaxi, pero ya no puede negar que sus reservas de fortaleza se acaban.
Cierra los ojos y se aferra al vestido con dedos que se pierden en la fibra para finalmente soltar un grito que brota desde su alma. Lo hace con tanta fuerza que los otros sonidos se detienen y escuchan el lamento de alguien que se dobla al ser incapaz de aguantar más.
Permanece allí, encogida, sola en su dolor durante largos minutos, hasta que el temblor de su cuerpo se calma y el llanto cede.
Ya tranquilizada, se arregla y sus pensamientos se deslizan hacia la pequeña Sexto, hacia el misterio de su llegada. Esa niña es distinta, llena de sentimientos cálidos, en busca de un humano que le pueda otorgar un gran deseo. Ha podido leerle la mente, recorrer sus sueños, y en ellos ha visto incontables vidas tejidas de juegos y afecto, al lado de buenos amigos y orgullosos padres. Ha confirmado también que no sabe cómo terminó adentro del santuario. Aun así, sus instintos le dicen que todo sea una mentira y que se prepare, porque puede que sea otro acto de los Sextos.
Lo que la intriga es la improbable conexión con un mortal llamado Ámilis Condárkelas. Si la memoria no le falla, Yudaxi le contó que el guerrero-imbatible fue amigo de la primera Palabra y de su esposa, Liyul. En esa trágica historia, Eali termina perdiendo a Liyul sin ninguna mención de que hubieran tenido hijos.
Sin embargo, había algo más en aquella mujer, un detalle que tal vez explica por qué aún lo tiene en su cabeza después de tantos años: Liyul era una descendiente de la emperatriz Yudax’luna, quien, en su afán de ser diferente y especial, mezcló en su genética un gen de cabello que le otorgara a su descendencia flequillos con la apariencia de alas de aves.
—El mismo que vi en su memoria… —susurra, con la vista entrecerrada, conectando los puntos para descifrar algo crucial.
Con ese pensamiento clavado en la mente, vuelve a cerrar los párpados y evoca al hombre. Sus labios se abren y se cierran levemente en cuanto lo puede ver. En esa imagen, Ámilis observaba algo a la distancia, de pie junto a Cálida y a los dos lados otras dos personas. Por un breve momento, su corazón se contrae cuando se concentra en el cuerpo de una de las dos figuras.
La mujer al lado derecho tenía cabello dorado, uno corto, donde el resto, sobre todo su rostro, estaba demasiado iluminado para poder distinguirse quién era. Sin embargo, al contemplarla más, Cyntia no puede evitar proyectarse en la mujer, como si fuese ella misma con otra cabellera.
Trata de convencerse de que no es más que una coincidencia. Primero, ese humano no debería existir y que la memoria es solo una ilusión. Segundo, a ella nunca le ha gustado cortarse el pelo. Pero en cuanto más la mira, más claro se vuelve: la mujer junto a Ámilis parece ser ella. Entonces decide enfrentar sus dudas e invoca ese fragmento de sueño que se despliega, tomando forma a su frente.
El rostro de la mujer aún se mantiene oculto por la luz, y la otra figura al lado opuesto resulta imposible de distinguir. Cyntia ajusta su estatura, reduciéndola hasta quedar entre cinco pies seis y cinco pies siete, luego se ubica al lado de Ámilis. El asombro la golpea con fuerza: sus proporciones se encajan perfectamente en las de esa mujer.
Sin pensarlo, se corta el cabello y lo acomoda en el estilo de la mujer. La respiración se le escapa; sus pupilas titubean ante la posibilidad de que aquel Sexto hubiera conservado un fragmento de algo que no debería existir.
—Soy yo. —Cyntia se pone a completar la figura de la mujer.
En la imagen, se ve a sí misma mirándolo con una sonrisa, cargada de emoción y devoción, esforzándose por contener su amor.
—Tú estás enamorada de él, ¿no es así? —le pregunta a su reflejo, pero la imagen no responde. Solo continúa sonriendo, como si implorara en silencio a Ámilis que volteara a mirarla.
Debería resultarle más difícil aceptarlo, porque en su mente y en sus sentidos aquello es imposible. Y aun así, quizá por el poder del amor, por una esperanza capaz de desafiar las desgracias o simplemente porque no le queda nada más, lo acepta: ella y Ámilis, en otra vida, en otra realidad, están juntos.
Se detiene a observar al hombre, y esta vez lo hace con una fascinación que le calienta el pecho. Sus ojos se ven cansados, pero en ellos guardan paciencia, determinación, bondad y una esperanza que parece desafiar a todos los problemas. Sus flequillos, algo alborotados, se despliega en formas de alas de ave, y su sonrisa, amplia y contagiosa, ilumina la escena tanto como la luz del día. En ese instante, parece estar invitando a Cálida a seguirlo, a lanzarse con él en una nueva aventura.
Cyntia, inmersa en Ámilis, extiende su mano con temblor, deseosa de rozar el rostro de aquel humano que también parece invitarla a acompañarlo. Y es entonces cuando escucha algo que no esperaba, una voz tan profunda que emerge desde uno de sus sentimientos más profundos: “Mi dulce uvilla”.
Su corazón estalla en un salto, arrastrándola a otro lugar. Allí, Ámilis la sostiene entre sus brazos, acercando su rostro para susurrarle esas palabras exactas, dirigidas a alguien que estaba dispuesto a sacrificarse por él. Esas palabras tenían tanto significado, que toda clase de emociones se le vienen al mismo tiempo. Pérdida, dolor, amor, esperanza, sacrificio, orgullo y una que ella no podía reconocer de inmediato: un deseo de terminar con él al final.
—Dulce uvilla… —lo repite antes que la imagen de Ámilis la suelte.
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