Los cielos de uno de los santuarios abandonados, oscuros durante eones de años, se pone a brillar por luces que, en lugar de regresarle vida, rompen su tranquilidad con siniestros rayos que descienden sobre la superficie. De docenas de luces, pasan a cientos, luego a miles, y pronto cuerpos titánicos caen sobre las montañas que se desmoronan bajo sus pies. Ciudades enteras, abandonadas y congeladas por el tiempo, se quiebran como vidrios, y los cadáveres de guerreros que debieron haber sido enterrados se reducen a polvo.
Los fieles súbditos del “Destino” llenan los horizontes con las siluetas de sus extremidades que parecen tocar el espacio.
Uno de los Sextos se dirige hacia el “Sagrado Juez”, Éfirus. Su gran proporción consiste en cuatro patas, un pequeño cuerpo en comparación y tres gruesas colas que brotan de su espalda, que al arrastrarlas, destruyen murallas defensoras, carreteras y casas.
—No siento nada en este lugar —aúlla con sus dos bocas que alargan su rostro por estar una encima de la otra, mientras dos huecos oscuros, donde deberían estar los ojos, consumen la poca luz.
El Juez levanta la mirada. Sus pupilas, cargadas con el poder de la Soledad, buscan entre los universos podridos, entre el resto de los santuarios olvidados y mundos-escudos convertidos a carbón. Aun así, no logra encontrarla.
—Es posible que se haya largado —continúa el Sexto, que a pesar de verse más amenazante, no se atreve a mirar a Éfirus directamente.
—Imposible —responde, su negación tan absoluta que sus párpados, siempre abiertos, parecen salirse de sus cavidades de rabia ante lo absurdo del comentario—. Ella no es más que una testaruda. Nunca se atrevería a huir. Sin el Quinto, no tiene otra opción.
—Sí… seguiremos buscando —dice el Sexto para retirarse antes de que el Juez decore su cuerpo con sus ojos.
Una vez solo, Éfirus vuelve la mirada hacia su armada que aguarda la llegada de la princesa.
—Ya es tiempo de que cumplas tu destino, Yudaxi…
Mientras Cyntia ajusta las braceras de su armadura, Yudaxi se incorpora lista para la batalla. Su gran figura eclipsa la luz, proyectando una sombra que cubre el suelo y gran parte del altar.
Cálida y Maní contienen la respiración; sus ojos se abren tanto como las bocas que no se cierran.
—Yudaxi es… gigantesca. Debe de ser la más fuerte —comenta Cálida, alzando la mano para protegerse de la luz y distinguir su rostro.
Maní, con la cola rígida, asiente moviendo la cabeza.
—¿Qué haces? —pregunta Yudaxi, girando su cabeza hacia Cyntia.
La Diosa no le responde. Sus manos continúan ajustando las piezas de la armadura, hasta que finalmente se encaja el casco.
—Voy a pelear —declara con la intención de no escucharla—. No voy a huir más. Quiero luchar como lo hicieron mis hermanos.
Al levantar su delicado rostro, sus ojos amatistas le dejan claro a Yudaxi que su decisión es final. Por el otro lado, su héroe le devuelve la misma mirada de que no lo va a permitir.
—¿Y qué será de ellas dos? —La voz de Yudaxi, estruendosa y penetrante, la regaña.
Cyntia voltea hacia Cálida y Maní, cuyos rostros pequeños e indefensos le hacen saber que no hay nadie más que pueda protegerlas si los Sextos llegaran.
—Quédate aquí —pide Yudaxi—. Si algo me sucediera, sella la entrada. Deben sobrevivir… por favor.
Los labios de Cyntia tiemblan antes de encogerse en una expresión resignada y sentir el agrio sabor de su permanente debilidad. Sin poder sostener los ojos, estos se bajan con la cabeza para asentir con su silencio.
—Antes de que te vayas, ¿quieres ver a Ámilis? —pregunta Cálida, avanzando unos pasos. Sus manos sostienen la memoria que la Diosa le había pedido.
Yudaxi se inclina y extiende un dedo para recibir la memoria que, al tocarla, la imagen de aquel humano que nunca existió se revela en sus ojos. Ve al joven de ojos marrones con flequillos que se parecen a alas de aves, y una sonrisa que la deja incapaz de moverse. Lo observa por unos segundos más, aunque sabe que, en otra realidad podría existir, no cree que alguien así tenga el poder de cambiar lo que ha sucedido. Sin embargo, agradece el gesto con un suave sonido de sus entrañas antes de erguirse de nuevo y comenzar a elevarse.
En ese momento, la luz del santuario se desvanece, llevándose consigo a los animales e insectos. Desde el altar se abre una compuerta que revela la entrada.
—Tenemos que entrar —dice Cyntia, colocándose al lado de Cálida y Maní.
Las tres cruzan juntas y, tras caminar por el pasillo, se detienen en una sala llena de un gran resplandor. Cálida y Maní no podían creer lo que veían, pues, si no se equivocan, era un gran corazón de múltiples colores similares a los de un arcoíris.
—Este es el corazón de Yudaxi —explica Cyntia—. El lugar más seguro que existe.
Yudaxi llega al lugar donde los Sextos se encuentran. Antes de atacarlos, se pone a mirar el brazo que perdió, el que le costó al arrancarse el corazón para entregárselo a los últimos sobrevivientes.
Primero, extiende sus garras, cada una capaz de cortar cualquier cosa: física, abstracta, luz o incluso oscuridad. Luego, su poder se desborda y la cubre, fluyendo por cada parte de su cuerpo. Después despierta sus cientos de miles de sentidos para percibir los objetos más ocultos, las vibraciones que aparecen y desaparecen, donde nadie va a ser capaz de esconderse sin importar qué clases de poderes tengan. Por último, conecta su mente con sus músculos, órganos y organismos, transformando todo su ser en un arma perfecta. Nada podrá superar su velocidad. Entre la oscuridad, sus doce ojos se abren como antorchas y luego desaparecen por completo.
Un Sexto al haber percibido un poder extraño, se acerca al lugar donde Yudaxi lo estaba esperando. Antes que decide que no había nada para girar, una gigantesca mano envuelve su cabeza. El cráneo se hunde en la implosión con un crujido mientras Yudaxi absorbe todo: sangre, huesos, deseos y poder. Los escarabajos internos devoran sin piedad, tragando hasta el último fragmento de su víctima. En menos de un segundo, el Sexto desaparece.
Los ojos de Yudaxi se vuelven a desvanecer para el siguiente Sexto, que por la ausencia de su compañero, se aproxima. Antes de reaccionar por el olor de sangre, una mano lo atrapa del cuello. El crujido de los huesos que se trituran hace que suelte un grito en el momento que sus ojos explotan y su cabeza se desprende. La alarma sale solo por un instante, que es lo suficiente para avisar al resto de la presencia de la Princesa.
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