La Ama se halla sumergida en las emociones de aquella mujer que continúa siguiendo al hombre frente a ella. Mientras que él sigue avanzando por la nieve, de casi tres pies de alto, usando simples zapatos, le pide que no se detenga.
—Ya estamos llegando al último relevo. Yudaxi, visualiza la victoria, haz que tu espíritu se alce por encima del cansancio. Permite que nuestro esfuerzo te acompañe y te dé toda la fuerza que necesitas. Recuérdalo, siempre recuérdalo —le dice Ámilis, forzando la voz para sonar claro aun cuando se encuentra al borde del colapso—. ¿Estás lista?
—Sí… —responde, sin poder ocultar su nerviosismo. La duda amenazaba con extenderse en cada parte de su cuerpo por el temor de fallarlos, especialmente a él.
Su rostro mostraba más miedo que el agotamiento que sentía y cuando lo ve voltear hacia ella, de por magia, prende la mecha de sus emociones. Para ella, de todas las personas que existen, él siempre va a estar allí, listo para ayudarla.
—Quiero que sepas que creo en ti; sé que puedes hacerlo. Solo tienes que creer. Dilo, di que crees.
Al ver su sonrisa, no le queda otra opción más que decirlo.
—¡Sí… sí creo! ¡Lo puedo hacer! —Yudaxi lo grita con el amor que siente, intentando usar el poder que toda la gente posee.
—Mis pies ya no aguantan más, pero tú… tú vas a llegar a la cima por nosotros —agrega antes de voltear y quemar sus piernas al máximo antes de caer.
Antes de bajar la velocidad, Ámilis se hace a un lado para que Yudaxi siga sola. Los otros dos equipos y sus últimos rompe-nieves hacen lo mismo para que los tres corredores disputen el primer lugar.
Yudaxi observa cómo Ámilis se desploma a un costado, hundiéndose en el manto blanco sin dejar de gritar su nombre, pidiéndole que luche. Con su ayuda, escucha a todos: a sus capitanes, a sus amigos, a la gente que cree en ellos… y, por supuesto, a la persona que ha reclamado su corazón. Levantando las piernas lo más alto que puede, se enfrenta al denso y pesado obstáculo blanco que hace lo que puede por detenerla.
—Los tres corredores están a punto de subir el pico, la pendiente más empinada de la montaña —anuncia la vocera con voz vibrante que estalla de anticipación y energía—. ¿Quién se coronará este año? ¿Serán los hermanos que han defendido el título de campeones durante siete años consecutivos? ¿El equipo del gran guerrero imbatible? ¿O acaso será el equipo Tigre?
La multitud cubre la montaña con un rugido de aliento, derramando el espíritu de la competencia sobre cada uno de los contendientes y ofreciéndoles la fortaleza para llegar a la cima.
La Ama ve cada cosa que Yudaxi contempla y siente su dolor.
Los músculos de Yudaxi parecían derretirse mientras sube cada vez más alto sin permitirse reducir la velocidad. Sus pulmones que bombean al máximo, sus muslos que se estiran a sus límites, sus tobillos que aguantan y le empujan sin parar, y su corazón que se ha vuelto en una máquina, junto con sus emociones, consiguen alcanzar al corredor del Tigre, que hace todo lo posible por no ser pasado hasta que sus extremidades le niegan continuar el ritmo.
Desafiando sus propios límites, con un físico consumido de fuego y agonía, ella incrementa aún más la velocidad con la esperanza de alcanzar al hermano Lamanas, que se encuentra a veinte metros de la meta. Empujando la pesada masa de su camino, remojada de sudor, estira aún más las piernas. Ya lo tiene; solo necesitaba unos pasos más y en el momento que ambos quedan parejos, los dos extraen de lo más profundo de sí los últimos gramos de energía para no ser derrotados. En los diez metros finales, a punto de quebrar los huesos, ella decide vaciarlo todo: lanza un grito y finalmente lo sobrepasa.
—¡Yudaxi lo ha pasado, increíble! ¡Lo está haciendo! —anuncia la vocera, que usa su poder mágico para soltar los fuegos artificiales y mostrar a todos el equipo ganador en los espejos—. ¡Yudaxi ha ganado! ¡El equipo del guerrero imbatible lo ha hecho!
Ante la presencia de todos: magos, ángeles, demonios, dioses, maestros y habitantes del planeta, Yudaxi levanta los brazos en señal de victoria por unos segundos antes de aplastarse en la nieve con una sonrisa. Mira al cielo y recuerda a la persona que le acaba de regalar este momento.
Mientras se pierde en los recuerdos, la Ama, su parte del Sexto, le suplica que abandone esa memoria y destruya a Cálida antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, su lado de mujer se niega.
Entre jadeos que exhalan densos vapores al aire helado, y ojos que titubean de ansiedad, Yudaxi se pone a pensar la primera vez que lo vio. Siempre ha dicho que fue cuando tenían seis años, el día en que su padre lo llevó consigo al convertirse en el importador de frutas del castillo. Pero la verdad es que lo había visto mucho más antes. En aquella noche junto a sus madres, lo observó en sus brazos: felices de tenerlo, y al mismo tiempo tristes.
Todavía lo recuerda como si hubiera ocurrido ayer. Desde la puerta, con apenas dos años de edad, lo vio bajo la luz de la luna que lo bañaba con un aura plateado. Su pequeño cuerpo, sus diminutas manos, sus pies frágiles y aquel rostro hermoso, con ojos llenos de cariño y una sonrisa que se grabó en lo más profundo de su alma.
Lo vio crecer. Fue un niño inocente al que le gustaba traer frutas con caras dibujadas que ella disfrutaba escuchar sus nombres e historias. En cuanto las demás princesas del reino soñaban con príncipes magos de tierras lejanas, apuestos y poderosos, ella nunca lo hizo, porque ya tenía a alguien, y si no hubiera sido por los Sextos, en este momento quizá ya sería la emperatriz y, sin duda, lo habría hecho suyo.
Se incorpora del suelo, sacudiéndose el abrigo y las cejas de las escarchas. Mira a su alrededor, pero lo único que distingue son a sus amigos corriendo hacia ella.
—¿Y dónde está Ámilis? —pregunta a Lagata, que gira la vista hacia Oso. Ambos escudriñan con ella, pero no parecen tener idea de dónde pueda encontrarse.
Está a punto de ir a buscarlo, cuando él aparece caminando en su dirección que con solo verlo, la alegría la invade, tanto que por un instante olvida al resto para escuchar lo que él pueda decirle.
—Sabía que lo lograrías. Buen trabajo —avisa Ámilis, cubierto de hielo que se cuelgan de sus fosas nasales, pestañas y mentón.
Esas palabras le tocan un poco el corazón, aunque en el fondo esperaba algo más: un abrazo, un beso, o unas pocas palabras de amor. ¿Será que entre ellos no habrá más que amistad y una relación militar? ¿Qué hará si un día lo ve con otra más?
—Gracias… —responde Yudaxi, sorprendida por lo doloroso que suena en su propia voz.
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