En el reflejo de los iris del Guerrero Imbatible, el Destino le revela un gran cambio. Aparece un anciano que lentamente se inclina sobre sus rodillas con los ojos cerrados. Ese hombre se espera un momento para poder juntar las palabras de sus pensamientos mientras el viento acaricia su piel arrugada. Sigue así, desenterrando los instantes que tuvo junto a su amada esposa y preciado hijo, que aunque hallan sido cortos en el esquema del mundo, para él, de verdad fueron momentos que ninguna riqueza o fama pudiera comparar.
Con la vista ya abierta, alza la cabeza y, con un suspiro profundo, permite que una última sonrisa clame su rostro.
—Siempre me ha dolido recordarlos, pero quiero que sepan que nunca más voy a hacerlo —dice, girando hacia la tumba de sus seres queridos—. He conseguido perdonarme, porque sé que me aman; lo puedo sentir.
Su compañero, su fiel burro el Jefe, se acerca con paso lento para permitirle tomar las flores de la pequeña carreta.
—Sé que los voy a ver muy pronto; no tengo dudas —dice al colocar un ramo en la lápida de su esposa—. No puedo esperar verte otra vez y decirte lo mucho que te amo, mi bella Aliela.
Con esfuerzo se yergue, aguantando el peso de su cuerpo desgastado que protesta de dolor con cada movimiento. Lo hace con orgullo de estar vivo y listo para conversar con su hijo.
—Mi querido Tama… hay tantas cosas que quiero contarte, sitios que quisiera que visitemos y estar a tu lado por un largo tiempo. Fuiste un buen niño. Te amo.
Al intentar ponerse de pie de nuevo, sus fuerzas lo traicionan y cae, pero antes de tocar el suelo, el Jefe lo sostiene con fuerza entre sus dientes.
—Gracias —dice el anciano, acariciando la frente de su fiel amigo, que responde con un rebuzno, como afirmando un “por supuesto”. Con lentitud se aproxima a la tercera persona que tenía que decir adios—. Y ahora tú.
Sus rodillas tiemblan, tentadas a rendirse, aun así logra llegar hasta la tumba de Nube. De pronto, una ráfaga agita las ramas de los árboles, y las hojas que caen transforman el cementerio en un sitio lleno de vida y color, como si compartieran sus emociones.
Con una sonrisa serena y agotada, se inclina sobre la lápida de su querida ardilla.
—No sé si mis palabras bastan para agradecerte lo que hiciste. No solo cambiaste mi vida, también la de toda la gente de este lugar. Fuiste un regalo, un amigo que todos necesitábamos. Por tu sacrificio quiero que sepas que jamás te olvidaremos, y espero volver a verte algún día; la pequeña ardilla que salvó a nuestra nación.
Cierra la vista y regresa al instante en que lo sostuvo por primera vez en sus manos: aquel cuerpo frágil que con el tiempo se transformó en un ser único y especial. Vivieron momentos de alegría, compartieron pruebas difíciles, y en ese camino se convirtieron en una familia.
—Descansa en paz amigo. Estoy seguro de que algún día vas a regresar y podrás ayudar a quienes lo necesiten. Y, como tú, al final de mi existencia haré lo mismo.
Yoleh se vuelve y ve al Jefe preparado con la carreta, aguardando para llevarlo de regreso a la ciudad. Con gran esfuerzo se endereza; apoya una mano en la rodilla y se incorpora soltando un gruñido de dolor. Los ojos, algo nublados, buscan el borde de la carreta, y antes de que se caiga logra acomodarse para sentarse en la silla.
—Ya es hora; tengo tantas cosas que hacer.
Antes de partir, dirige su mirada hacia atrás, a los muchos libros que escribió, los remedios que descubrió, las cirugías que perfeccionó y los conocimientos químicos que podrían ser útiles en el futuro, con la esperanza de que ayuden a quienes los necesiten.
El camino lo lleva bajo un cielo que comienza a teñirse con los tonos dorados del atardecer. Su vista se posa en la luz del horizonte cubierto de nubes. Poco a poco, el canto de los pájaros y el susurro del viento se desvanecen en un silencio. Con lentitud, cierra los ojos y piensa, distraído, en qué cenará esa noche: tal vez un jugoso filete de carne… o un…
La noche ya ha caído sobre la ciudad. Uno de sus estudiantes lo espera, planeando reunir a sus compañeros para salir a buscarlo, cuando escucha el traqueteo de la carreta que se aproxima. Corre para ayudarlo a regresar a su cuarto, sin embargo, un helado aire en el ambiente lo detiene. Algo asustado lo ve durmiendo y antes de que se preocupe más se le acerca.
—Maestro… ¿Maestro? —Lo toca suavemente y le palpa su cuello. No tarda mucho para darse cuenta de que ya nada se puede hacer. Su expresión se disuelve por lágrimas que se escurren por los lados de su rostro. Al voltear, encuentra al Jefe cabizbajo, incapaz de regresarle la mirada, y en que abriga a su maestro con la cubierta, se da cuenta de los libros que había traído consigo; prueba de que fue un gran hombre.
Con la voz quebrada, le da las gracias, convencido de que ese trabajo será la herencia que cambiará todo el continente.
El Destino había abierto una puerta, y entre todas las cosas que podían cruzarla, fue la amistad la que lo hizo.
En que termina de ver esa historia, Yudaxi cierra y abre los párpados de su nuevo ser. El Amo intenta arrancarle la cabeza y las extremidades de una vez por todas, pero descubre que su poder había sido superado. Ella, por su parte, baja el rostro hacia su cuerpo físico que se hunde en la oscuridad. Ahora posee el conocimiento de todos los sentimientos y memorias. Levanta las manos y ve que sigue siendo ella… pero al mismo tiempo, no.
—¿Qué has hecho? —pregunta el Amo, intentando comprender en qué se ha convertido.
Los demás Amos giran hacia ella con el mismo desconcierto. Éfirus y Maní también voltean.
Impaciente, el Amo decide intentar otra vez en incapacitarla. De una de sus manos brota una esfera para atraparlos a todos: los Sextos, Cálida, Éfirus, Maní y a Yudaxi. Adentro de aquel orbe con la capacidad de encerrar a cualquiera, invoca los fuegos más intensos de colores oscuros. Sin embargo, las llamas son incapaces de destruir lo que estaba afuera de su alcance.
Frustrado, intenta entonces aplastarla rompiendo las leyes mismas del tiempo, la energía y cualquier hilo que aún vincule su existencia con la realidad. Pero nada funciona.
Sin más espera, Yudaxi levanta la vista con la imagen de Ámilis reflejada a la distancia. Llena de emociones y recuerdos de quienes la ayudaron a llegar a este momento, respira y permite que cada sentimiento la eleve más allá de todos, incluyendo a los Sextos. Su cuerpo comienza a irradiar luz, y por primera vez, los Amos sienten un temor absoluto: ante ellos se alza un ser completamente diferente a cualquier otro.
La esencia de todos los que habían caído, de los que pelearon hasta el último aliento, de los que se negaron a rendirse y defendieron su existencia, converge en ella. Yudaxi se convierte en el Guerrero Imbatible, en la Gran Maestra: en la Palabra Amor. La energía que emana se expande hasta los rincones más lejanos de las otras existencias. Dioses, Amos, Maestros que jamás habían oído su nombre, y otras entidades colosales sienten al mismo tiempo la presencia de un verdadero cambio.
Yudaxi, aún envuelta en su armadura y su anillo, se acerca al Amo. Su velocidad es tan absoluta que él no logra seguirla. Espera un golpe, una embestida brutal que despedace su cuerpo en mil fragmentos, sabiendo muy bien que un ser como él no puede morir. Pero, en lugar de eso, ella posa una mano en su mejilla con una expresión de tristeza y le borra el destino. El Amo queda paralizado, con la boca abierta, incapaz de hacer otra cosa más que anhelar otra vida.
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