Pasos hacia el Destino

Capítulo 110, El Concierto

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Del grupo, para Juana este es su primer concierto. Cuando entran por la avenida “Las Estrellas”, ella y las demás contemplan cómo gente de toda la capital parece haberse congregado allí. Hay tantos que los carruajes que transportan a funcionarios, amos, miembros de la corte y ricos se ven obligados a detenerse.
Pasan diez minutos sin poder avanzar. Isabel pregunta si deberían continuar a pie, lo que preocupa a Juana; se siente responsable, no solo por ser su amiga, sino porque Isabel es alguien muy importante. Al principio le pide que esperen, pero cuando transcurren otros diez minutos sin moverse, todas coinciden en que tal vez sea mejor caminar. Isabel le sonríe con calma y dice que no se preocupe, que Drágala estará con ellas. Luego se cubre el rostro con un velo para evitar ser reconocida.

Una por una, descienden del carruaje y se integran en la multitud que se maravilla con el espectáculo de luces que ilumina el cielo. Tonos rosados, azules y dorados pintan una silueta de la cantante que pronto verán sobre el escenario.

Tonos rosados, azules y dorados pintan una silueta de la cantante que pronto verán sobre el escenario.
Avanzan con cuidado, procurando proteger a Isabel del gentío que inunda las calles. Deben mantenerse atentas; los roba-bolsillos abundan para aprovecharse de noches como esta. Cada amiga de Juana recibe codazos, pisotones, pero ninguna se queja. Ellas mantienen la misma actitud de excitación, incapaces de esperar a ver a su ídolo en persona, hasta que finalmente llegan a la plaza donde se encuentra el gran teatro.
Juana se detiene, fascinada. Sus ojos se clavan en el prestigioso monumento que solo había visto unos días antes. De sus enormes paredes cuelgan pequeñas bolsas de papel iluminadas desde adentro por diversas luces que flotan, tiñendo el escenario con un resplandor mágico. Juana apenas puede creer lo hermoso que se ve.
—¿Te gusta? —pregunta Isabel, levantando ligeramente el velo.

Juana asiente y gira hacia su princesa, quien le sostiene la mano con afecto.

Avanzan un poco más, y las melodías de las canciones de Shi’el se vuelven cada vez más intensas. No es como antes; no solo se lo podía escuchar con los oídos, también se podía sentir con el cuerpo las vibraciones en el aire gracias a los tarareos de las personas que intentan ser parte de la música misma.
A medida que la multitud crece, Juana se pregunta cómo van a lograr entrar. Antes de decir algo, nota un espacio que se abre delante, una brecha en medio de la gente por donde algunos parecen avanzar. Las ocho —sus cuatro amigas, Yíduit, Drágala e Isabel— se dirigen hacia ese pasillo custodiado por guardias y rejas metálicas.
Uno de los guardianes levanta una mano para detenerlas.
—Nadie puede colarse por este lado. Si tienen boletos, deben regresar al inicio del pasillo —indica el mago guardián que mira a todos lados para asegurarse de que nadies se cuelgue las rejas.
Juana mira hacia donde indica y siente un peso en el estómago. El comienzo del camino está demasiado lejos, lo que las forzaría a atravesar una muralla de medio mundo.
Drágala da un paso para explicarle que sí tienen boletos y que no pueden volver hasta la entrada, pero el guardián frunce el ceño al escuchar las excusas que las chicas ofrecen una tras otra, sin prestarle verdadera atención a su autoridad.
—Dije que tienen que regresar —gruñe el mago, su rostro endurecido, la paciencia al borde del límite.
—Y yo dije que vamos a entrar —responde Drágala, arremangándose las mangas. Es cierto que no pueden revelar quiénes son sin arriesgarse a causar un alboroto por la presencia de la princesa. Aun así, su paciencia se ha agotado y está a punto de usar su poder cuando una de las amigas de Isabel se les acerca.
—¿Puedo hablar contigo en privado por un momento? —pide Yíduit al guardián. Hasta ahora, su sombrero había ocultado su rostro.
El mago está a punto de negarse, pero cuando la ve levantar el ala del sombrero y muestra su rostro, se queda sin palabras. Su belleza le quita su mal humor; la piel tersa, los labios rozados, el brillo de su cabello de seda que se mece bajo las luces.
—Dame unos segundos. Por favor —pide Yíduit, su voz tan suave que encantan los oídos del hombre que no puede negarse más.
Él se pierde en sus ojos color café.

—Claro… —responde al fin, moviéndose a un lado para escucharla.

Apenas pasan unos segundos cuando las chicas notan que el guardián cambia por completo de actitud. Su rostro, antes severo, se ilumina con una sonrisa amplia que no logra disimular. Al ver a Yíduit regresar, ella les hace una señal con la mano: pueden pasar. Drágala por primera vez, comprende que la belleza puede ser un arma más poderosa que la magia.

Cruzan la barrera y avanzan con tranquilidad, ahora rodeadas solo por los carruajes y las personas que, como ellas, tienen boletos. Isabel, aún curiosa, se inclina hacia Yíduit.
—¿Qué le dijiste? —pregunta en voz baja.
Yíduit sonríe con modestia.
—Nada importante. Solo le comenté que comprendía lo esencial y difícil que debe ser su trabajo, y que habíamos caminado mucho y que sería peligroso regresar entre tantos roba-bolsillos en la multitud.

Isabel la mira de reojo; sabe perfectamente que la verdadera razón fue otra.

No pasa mucho antes de que las ocho lleguen al pie de la gran entrada del teatro. Las puertas, de más de treinta pies de altura, se alzan majestuosas, invitando a los presentes a una noche inolvidable. Cuando los cruzan, el bullicio exterior se desvanece. El pasillo interior estaba adornado con cintas y lámparas, y bajo los pies, una alfombra púrpura que las guía hacia el corazón del teatro.
Un acomodador, vestido con un traje impecable, toma el boleto que Isabel le entrega. Al leer el sello especial, sus ojos se agrandan. Con movimientos apresurados, las conduce personalmente hacia lo alto, donde se encuentra el palco. El lugar es amplio y exclusivo, reservado para los miembros más distinguidos del país, un sitio donde jamás se esperaría ver a mujeres del pueblo.
A su paso, algunas risas resuenan. Varias damas de la nobleza se burlan en voz baja de los atuendos sencillos de las amigas de Juana, de sus materiales y de su aparente falta de sentido de la moda. Aquellas risitas arrogantes empañan la alegría que las chicas habían mantenido, pero Drágala no tarda en reaccionar. Da un paso al frente y mira a los presentes con una expresión que impone silencio. Luego, con un gesto, las dirige a que giren hacia la entrada. Todos siguen su mirada y ven a la figura que entra detrás de ellas.




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