A solo unos cientos de metros de la ciudad, Eucalis puede escuchar los gemidos de la gente. El lugar, que debería estar iluminado por las luces en este momento, permanece sumido en una oscuridad tan densa que apenas permite distinguir las calles. Lo más difícil al cruzar las murallas son los gritos lejanos de niños que piden ayuda. Sin poder hacer algo por ellos, prosigue.
Pasan unos minutos antes de que encuentre a alguien tendido en el suelo, justo en medio del camino. Se inclina con cuidado y busca su pulso. No es realmente necesario hacerlo: el cuello del desconocido está torcido en un ángulo que pinta la historia de alguien que se estrello desde arriba, pero aun así, Eucalis siente la necesidad de comprobarlo. Al no encontrar señal de vida, le cierra los ojos, imaginando el horror que debieron presenciar antes de tocar el suelo. Luego se incorpora y continúa su marcha.
No está seguro de lo que encontrará más adelante, pero al menos el arma no parece afectarle. Según los informes de sus agentes, el dispositivo debería ser capaz de incapacitar a un mago durante unas treinta y seis horas, dejándolo débil por una o dos semanas más. Ajusta sus anteojos, que le permiten ver a larga distancia, y observa hacia el cielo. En lo alto, la armada del humano combate contra los pocos magos y barcos que aún quedan.
Cuando está por girar hacia otra calle, una figura moviéndose entre las sombras lo hace detenerse. La sigue con la mirada durante unos segundos hasta que la persona se desploma en el suelo. Está a punto de ir en su auxilio, pero al ver otra figura seguirla, se queda inmóvil. Escucha entonces otros pasos que se acercan. Antes de ser visto, retrocede y se oculta tras unas cajas.
Se asoma y observa cómo un grupo de individuos alcanza a la mujer. Ella suplica que la dejen en paz, pero sus palabras caen en oídos que solo desean arrebatarle las pertenencias. Eucalis reconoce enseguida que son humanos y tal como aparecieron, se marchan, dejando tras de sí a su víctima en llanto.
Espera unos segundos más antes de acercarse a la persona que, con esfuerzo, intenta incorporarse. Para no asustarla, se detiene al levantar sus manos.
—Solo quiero ayudarte. Mi nombre es Eucalis —dice, avanzando un poco más. Cuando está a unos pasos, se inclina hacia ella—. ¿Te encuentras bien?
La mujer lo observa con los ojos muy abiertos, temblando sin poder evitarlo.
—¿Estás herida? ¿Me voy a acercar? —pregunta con voz suave.
Ella parece serenarse al notar que no es otro malhechor.
—Quiero ir a mi casa —responde al fin, apenas audible por sus agitados respiros.
—¿Vives lejos de aquí? —pregunta Eucalis mientras le toma la mano para ayudarla a ponerse de pie.
Ella murmura que su hogar está a unas seis cuadras de allí.
Durante el trayecto, Eucalis sostiene el peso de su cuerpo frágil. Puede sentir su debilidad en cada paso; la mujer se tambalea cada otro paso, sus músculos parecen de papel. Está seguro de que ha dependido de su magia durante toda su vida. Cada parte de su ser, desde sus huesos, pulmones, corazón y demás órganos, han estado sostenidos por ese poder, y ahora, sin ella, es tan frágil como un recién nacido.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no puedo usar mi magia? —clama ella, mirándolo con desesperación, como si él tuviera todas las respuestas que necesita.
—La luz que envolvió la ciudad parece haber sido un arma dirigida contra los magos —responde, bajando la mano para sostenerla mejor.
Sus palabras la dejan inmóvil por un momento. El pensamiento de que todos los que usan magia han sido afectados la sacude profundamente. Cuando vuelve a mirarlo, algo cambia en su expresión: sus ojos, antes que su mente, comprenden que Eucalis no es un mago. Es uno de esos humanos a los que ha llamado en pocas ocasiones inútiles y ahora, salvajes.
Él nota cómo su cuerpo, que reposa en su mano, se tensa de inmediato.
—¿Eres un... humano? —pregunta ella, la voz cargada de desconfianza, preparándose para defenderse.
—No —Eucalis la empuja para que sigan avanzando.
—¿Qué me vas a hacer? —susurra con el miedo latiendo en su voz.
Está a punto de responderle, pero Eucalis se detiene de pronto. Ella está por hablar otra vez, y antes de que lo haga, él la cubre con la mano y la arrastra hacia una esquina oscura de la calle. La mujer, presa del pánico, se lo muerde con toda la fuerza que le queda. Eucalis, en lugar de quejarse, se aguanta sin emitir un sonido y la derriba al suelo, cayendo encima de ella.
Convencida de que va a ser violada en un callejón oscuro, patalea con desesperación. Su respiración se agita, y sus ojos, desorbitados, buscan una salida que no existe. Muerta de miedo, le muerde con más fuerza, sintiendo el sabor de la sangre en su lengua.
Eucalis no la suelta y le enreda las piernas con las suyas para que deje de moverse.
—No hagas ruido —se lo dice en el oído.
Una débil luz aparece entonces a lo lejos, iluminando el extremo opuesto de la calle. Ambos miran en esa dirección que se convierte en docenas de antorchas. Y sin que pase ni un minuto, varias siluetas cruzan la carretera: hombres en uniforme, arrastrando carretas tiradas por caballos.
Eucalis retira la mano de su boca al sentir que se calma. Ella, jadeante, observa igual que él a los soldados que cargaban armas de fuego en las espaldas. Está por disculparse cuando uno de los reflectores se mueve en su dirección. Antes de ser visto, Eucalis la empuja contra la pared, ocultándola bajo su sombra.
Permanecen inmóviles mientras el ejército pasa en una marcha de botas y ruedas sin decir una palabra.
Cuando todo queda en silencio, ella se da cuenta del error que cometió. Se vuelve hacia él, buscando pedir disculas, sin embargo Eucalis le dice que pierda cuidado, mientras dobla la muñeca y mueve sus dedos.
—Mi nombre es Naerma, ¿no te hice mucho daño? —dice, su voz llena de vergüenza.
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