Eucalis se queda fijo en el rostro de Naerma, intentando adivinar qué puede estar pensando. Uno de ellos pudiera ser el hecho de que es un demonio. Está a punto de explicarse o, al menos, decirle que no debe preocuparse, pero en el mismo momento se recuerda del proyectil. Se inclina para incorporarse y, al hacerlo, el dolor en su costado lo obliga a tirarse de nuevo sobre la cama.
—Lo siento mucho, señor Eucalis —dice Naerma, acercándose—. No podemos usar magia, como ya lo sabes. Por suerte, tenemos humanos que pueden tratar heridas.
Eucalis se lleva una mano a la herida y la palpa con cuidado; el vendaje se siente seco y bien envuelto, producto de un buen médico.
—Gracias. Disculpa… ¿mis anteojos?
Ella se toca el bolsillo del vestido y los saca de allí.
—No imaginaba que los demonios pudieran ocultar sus ojos con anteojos —comenta al entregárselos.
Él los recibe y, antes de ponérselos, responde.
—En el futuro será más difícil distinguirnos.
Está a punto de contarle algo sobre su título de general cuando un estruendo sacude el suelo de la vivienda. Las paredes tambalean un poco junto con el techo que anuncian que el conflicto afuera todavía sigue. Naerma levanta la vista.
—La guerra de las Emperatrices ha llegado a mi pueblo —comenta preocupada—. Y esa usurpadora posee un arma capaz de robar los poderes de los magos. Dime, ¿de dónde vienes?
Eucalis respira hondo antes de responder.
—Mi nombre es Eucalis Yanos, general de Inteligencia y Paz del Imperio de Quinton. ¿Podrías decirme qué hiciste con el proyectil?
—¿Un general? ¿De Quinton? —replica ella, sorprendida—. Lo guardé en una caja. No te preocupes, te lo voy a devolver.
Al verlo contraerse por el dolor otra vez, Naerma se sienta a su lado para ayudarlo.
—Gracias. La verdad es que solo tengo a ciento cincuenta agentes bajo mi mando. Vine personalmente porque recibí información de que, en esta parte de Xhaln, varios humanos bajo el mando del general Phong estaban planeando algo. No esperaba encontrarme en medio de una batalla. Los soldados que vimos antes están preparando artillerías en puntos clave para usarlas contra la armada de la emperatriz.
La noticia deja a Naerma sumida en un remolino de pensamientos. Está a punto de decir que sería inútil, que los barcos de su nación son demasiado poderosos para que las artillerías humanas les causen daño, pero el resultado de aquella arma contra su ciudad la hiela por dentro.
—Crees que podrían usar la misma arma —lo comenta más que preguntarlo. Al verlo con los anteojos puestos, ve al mismo hombre elegante que no ha logrado borrar de su mente.
—Es muy posible —responde Eucalis con una agria mueca en el rostro—. El tamaño de las municiones no son lo bastante grande para atravesar la coraza de los navíos, pero si logran dispararlos al mismo tiempo, quizá eso deje de importar. La mayoría de la tripulación son magos. Si esa arma roba sus poderes, la batalla podría convertirse en una masacre.
Naerma siente cómo se le eriza la piel. La imagen de su gente, indefensa ante la impostora, le golpea el pecho. Calcula, en silencio, cuántas vidas podrían perderse si no actúan.
—¿Qué podemos hacer? Tiene que haber algo —dice, aferrándose al brazo de un hombre al que apenas conoce, pero en quien confía más que nadie.
Eucalis no se siente responsable del conflicto, pero la mirada de Naerma, cargada de temor, despierta en él un deber imposible de ignorar. Le debe la vida, y no piensa quedarse de brazos cruzados.
—Debemos avisar a las fuerzas de la emperatriz antes de que sea tarde. ¿Tienes un dragón disponible?
Después de un rato, afuera de la vivienda, un dragón lo esperaba. Eucalis se detiene al verlo: una criatura imponente, contenida por tres personas que se esfuerzan por mantenerla quieta. Su cuerpo le recuerda al de una gigantesca lagartija con alas, el cuello cubierto por cortas plumas que relucen con el brillo de las explosiones, y unos ojos parecido a los de gatos que reflejan la luz. En cuanto Naerma aparece, la bestia se serena, emitiendo un rugido suave de armonía.
Eucalis suspira hondo. Se siente mejor; el costado aún le duele, pero está listo para montar la bestia.
—Estoy listo —dice, mirando a Naerma, quien se coloca su casco de viento.
—¿Qué haces? —pregunta él, desconcertado.
—Este es mi compañera —responde ella, con una sonrisa determinada—. Y solo yo puedo montarla.
Eucalis deja escapar una mueca incrédula.
—¿Ja? —balbucea, sin saber si admirarla o preocuparse.
—En tu condición, eso es peligroso —advierte Eucalis, tomando el casco que uno de los hombres le ofrece.
—Mi condición no es peor que la tuya —responde Naerma con firmeza—. De todas formas, me siento mejor. —Sabe que es una mentira, pero no tiene intención de detenerse—. Además, soy una de las mejores jinetes de esta ciudad.
Eucalis la observa unos segundos, comprendiendo que no logrará hacerla cambiar de idea. Suspira, se coloca el casco y sube por la escalera para montar detrás de ella. Ajusta la correa que lo sujetará en su sitio mientras las alas y las patas del dragón se estiran, revelando su tamaño colosal de 15 pies de alto y la fuerza latente bajo sus músculos que se contraen. En ese momento, Eucalis se siente levemente aliviado de no tener que volar él mismo la criatura; a leído las formas de hacerlo, pero carece de la experiencia necesaria para una misión tan peligrosa.
—¿Estás listo? —pregunta Naerma, bajando la visera de su casco.
—Sí —responde él haciendo lo mismo.
La compañera de Naerma emite un gruñido profundo y comienza a moverse. Agita sus alas extendidas y, de pronto, se lanza en una carrera que gana velocidad en segundos. El viento azota el cuerpo de Eucalis, quien se aferra instintivamente a la delgada cintura de Naerma.
Ganando cuarenta millas por hora, el dragón se eleva, sobrevolando los tejados con las justas. Eucalis siente el vértigo treparle por la espalda; el miedo lo traiciona y aprieta más fuerte las manos, convencido por un instante de que van a estrellarse. Entonces, la criatura levanta una pata, bate las alas con fuerza y, con un salto poderoso, se dispara hacia el cielo abierto.
Luego, Eucalis exhala un suspiro de alivio y afloja las manos, consciente de que Naerma seguramente ha notado su nerviosismo.
—¿Es tu primera vez montando uno? —lo dice de forma burlona, girando apenas la cabeza para mirarlo.
—Sí —admite él, sonriendo con torpeza—. No imaginaba que fuera tan… extremo.
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