Pasos hacia el Destino

Capítulo 117, Deseo, (2)

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—¡Papá, papá! ¡He acabado! —exclama un niño de unos cinco años al mostrar, con las manos muy abiertas, los pequeños paquetes de papel que ha logrado doblar para poner las medicinas que su padre ha preparado.
Yoleh contempla a su hijo con una sonrisa que nunca va a desaparecer, llena de orgullo por su pequeño y gratitud hacia el destino por haberle entregado un hijo tan hermoso. Lo levanta del suelo y le da un beso cariñoso en la mejilla. En su mente, ya lo visualiza como un doctor excepcional, quizá el mejor del continente. Sueña con el día en que ambos trabajen juntos, ayudando a quienes más lo necesitan, estableciendo un centro de estudio y transformando el futuro de la humanidad. Está convencido de que esto sucederá, y esa esperanza lo llena de aún más felicidad.
Las imágenes de una pequeña familia se deslizan por los recuerdos de su pasado.
Yoleh recuerda cuando él mismo fue un niño y descubrió el poder de la medicina, el poder de la esperanza y el poder del esfuerzo. Se puso a estudiar día tras día, noche tras noche, impulsado por el deseo de ayudar y poder decirles a todos las palabras: “estás sano”.
A los treinta años, ya en pleno viaje de su carrera como doctor, conoció a una mujer que valoró su labor. Alíela: dulce, de carácter gentil, siempre dispuesta a ayudar. En el día que se ofreció como voluntaria en el centro de tratamiento, Yoleh casi no pudo trabajar bien por el nerviosismo que le provocó estar cerca de alguien tan bella. Con el paso de los meses, se enamoran, y en menos de un año se casan. Al año siguiente nace Tama, a quien él trajo al mundo. Aquella noche fue la más feliz de su vida.
Aunque es un humano, nunca ha permitido que eso lo detenga. Ha cambiado vidas, ha devuelto la salud a incontables personas, y ha demostrado que la magia no es la única fuerza capaz de ayudar. Él cree en un planeta lleno de personas dispuestas a combatir cualquier enfermedad, de individuos que dan lo mejor de sí por los demás.
Pero los sueños terminan, las esperanzas se agotan y el amor puede terminar siendo desgarrador; son verdades que su corazón ha aprendido.
¿Por qué tuvo que ser castigado? ¿Por qué los más inocentes deben pagar por los errores de los demás? ¿Por qué no pudo salvar a quienes amaba con todo lo que tenía?
Al borde del precipicio, contempla el horizonte teñido por la luz dorada de la tarde. La vasta tierra se extiende indiferente, ignorando el dolor, la miseria y las vidas de todos los humanos. Está solo, completamente solo, y a un paso de terminar con todo. Un movimiento más y su tormento se extinguirá. Solo necesita cerrar los ojos para dejar atrás los recuerdos que lo consumen.
—¡Perdónenme! —grita mientras las lágrimas se deslizan por su cuello—. Fue mi culpa… debí haber pensado en ustedes. ¿Por qué fui tan testarudo? ¿Por qué creí que no les pasaría nada?
Su sufrimiento lo quiebra y lo obliga a inclinarse hacia adelante, mirando el vacío oscuro del acantilado, como si este devorara todo a su alrededor.
En ese abismo ve reflejada su propia desdicha: se ve atendiendo a cientos que se convierten en miles, todos sin un lugar adonde ir, suplicando socorro. Familias enteras imploran milagros ante la epidemia fatal que arrasa el territorio de Ya’h, una enfermedad que toma como víctimas, sobre todo, a los niños.
Mientras muchos otros médicos abandonaron sus puestos, temerosos por la seguridad de sus familias, él… él decidió quedarse. Con las manos temblorosas, desea con desesperación poder volver a verlos.
—¡Tama! ¡Lo siento! —exclama con la voz rota, desgastada por el tiempo y por súplicas que jamás fueron respondidas. Con el cuerpo tenso, a punto de saltar, susurra un último perdón para su esposa—. Alíela… si pudiera cambiar el pasado, los habría escogido a ustedes… los habría escogido a ustedes…
Ni siquiera logró salvar a su esposa de la agonía de enterrar a su hijo. Verla sin brillo en los ojos se convirtió en un castigo insoportable. Le pidió, le rogó a que no renunciara a la vida, pero aun así, lentamente, como una flor sin agua, la vio marchitarse. En sus últimas horas, ella le dijo que al menos podrá ir a Tama y cuidarlo en la otra vida.
Apretando las manos, decidido por fin a dar el paso, levanta el pie.
—No lo hagas —suplica la voz de su hijo—. No lo hagas, papi.

Esa voz, la misma que lo detuvo aquel día, lo arranca del precipicio y lo devuelve a la realidad. Se despierta sobresaltado en medio del cuarto oscuro, mientras los grillos cantan detrás de las paredes. Respira hondo un par de veces y se gira hacia un lado para sentir sus lágrimas resbalarse por un nuevo camino en su rostro. Se las seca con la mano antes de cubrirse con la frazada. Hasta hoy sigue preguntándose si aquella voz que escuchó fue solo un producto de su mente, una reacción del miedo a saltar… pero no puede negar cuán real sonó, tan clara como si su niño se la hubiera susurrado al oído.

Tras volver a dormirse, se despierta bajo el gris tenue de la madrugada. Pereza y cansancio lo envuelven; estira los brazos con un largo bostezo que termina en una queja ronca en el momento que dobla su espalda. La luz que entra por la ventana revela a un hombre que ha dejado atrás la juventud y avanza sin prisa hacia la vejez. Sus manos arrugadas se apoyan en el borde de la cama para ayudarlo a levantarse.
Con pasos lentos llega a la cocina, donde su burro ya lo esperaba, asomando la cabeza por un costado del cuarto, moviéndola con insistencia para pedir comida.
—Ya, Jefe, tranquilo —murmura en tanto le ofrece un manojo de hierba y una zanahoria.
Rascándose la melena blanca de la cabeza y la barba, intenta decidir qué desayunar. No tiene ganas de cocinar, así que opta por un pan con queso y un vaso de café caliente.
Aparte de ellos dos, nadie más habita la casa, salvo por unas cuantas gallinas ponedoras cuyos huevos tendrá que recoger pronto. Bebe su café en silencio, observando a su amigo disfrutar la zanahoria que ha dejado para el final, paladeándola con la lengua antes de morderla con sus grandes dientes.
—A ver qué hay hoy —dice mientras toma el dial de la radio y empieza a cambiar de estación—. Ojalá podamos escuchar una buena canción.
Prueba varias frecuencias, sin embargo lo único que encuentra es estática.




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