Pasos hacia el Destino

Capítulo 119, Deseo, (4)

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—¡Zachin! —grita una voz que la hace reaccionar.
Con las manos aplastadas en la tierra, ella siente que no era solo agua lo que estaba tocando, sino la sangre de los guerreros que la siguieron hasta ahora. Sangre de quienes no pudieron detener al enemigo más feroz que ha enfrentado en toda su vida.
—¡Zachin, levántate! ¡Levántate, ponte de pie! —insiste la voz, desesperada, sabiendo que si ella no se mueve pronto, va a morir.
Por lástima, su cuerpo ya no le responde, mucho menos pensar en escaparse. Su mente se deshace para ir a diferentes pensamientos de lo que debió haber hecho antes de que todo se viniera a la ruina.
El enorme monstruo se acerca aplastando el lodo bajo sus gruesos dos pies.
No necesita verlo, las risas de sus camaradas caídos llenan el campo de un murmullo, como si la gente se estuviera divirtiendo. Pero en realidad, es un sonido que muchos que lo han escuchado terminan convirtiéndose en parte de él.
En un último acto de desafío, o tal vez por costumbre, ella levanta su vista. Quiere que su verdugo vea que sigue siendo una guerrera, que no caerá rogando ni temblando. Aprieta los dientes y le informa con la expresión de sus cejas, de su nariz, de sus labios, de que aquí no va a encontrar a una cobarde, sino a una mujer de Quinton.
—Lo siento, Yudaxia —susurra sin derramar lágrimas, sabiendo que no queda nadie más que pueda defenderlos.
El Sexto se inclina, acercando su rostro y el ruido creado por una amalgama de bocas sin labios y dientes que le pertenecieron a cientos de diferentes personas, incluyendo a niños. Este prosigue a estirar su largo brazo para acomodar los dedos alrededor de su mandíbula, mientras que el pulgar se desliza sobre sus labios.
—Quisiera hacerte sufrir y romperte en mil pedazos —lo dice con las voces de muchos de sus compañeros—, pero me voy a conformar con tu hija.
Sin poder aguantar, sus lágrimas se le escapan sin su permiso, al recordar a sus hijos y a Eucalis.
—Malditos… —dice, con el alma que se comienza a exprimir por el dolor.
Los dedos del Sexto se posan en su mejilla, y sus uñas se quiebran para revelar garras que se extienden. Ella contiene el grito, aferrándose a su último vestigio de dignidad. En cuestión de segundos, la piel de su cara se abre, exponiendo la carne rozada que se tiñe de rojo por la sangre que se escurre hasta su estómago.
El monstruo no se detiene. Eleva uno de sus dedos, coronado por la garra más larga, y lo apoya en el centro de su frente. Luego comienza a hundirlo, lentamente, como si disfrutara cada instante del tormento.
—Muere… —anuncian las bocas que se vuelven a sonrisas.
Ninguno de los guerreros restantes tiene la fuerza, o peor aún, el valor para intervenir. Zachin está a punto de morir; el dedo del Sexto esta por perforar su cráneo.
Con la esperanza drenada de su ser, un frío absoluto la envuelve, mezclándose con la agonía que se propaga por cada fibra de su cuerpo. Intenta apartar la cabeza, pero el Sexto la sostiene con dos de sus manos adicionales. En el instante en que acepta la muerte, cierra los ojos y entonces lo ve: la imagen de una ardilla, esperando que haga lo correcto.
Zachin abre los ojos de golpe.
—Lo haré —dice—, lo puedo hacer.
En ese momento, una luz irrumpe en el campo de batalla. Un muchacho aparece en pleno aire, y con su arma en mano desciende como un trueno, obligando al Sexto a soltarla. Zachin cae de espaldas, cubriéndose el rostro por el extremo dolor, y sin perder tiempo, sus compañeros corren hacia ella para huir, pero aun en el caos, alcanza a ver al chico incorporándose con su espada, desafiando tanto al monstruo como a sus propios miedos.
A pesar de que el Sexto supera los treinta pies de altura, una torre de pesadilla con manos que parecen abarcar el horizonte, el chico lo enfrenta. Lo desafía con las palabras de sus maestros y el poder del Arte del Destino.

Zachin siente cómo su cuerpo se rinde. Entre parpadeos cada vez más lentos, ve fragmentos del combate, destellos de acero y luz. «Buena suerte», piensa con su último aliento de consciencia.

Cuando abre los ojos sin cerrarlos, aparece sobre una suave y cómoda cama, envuelta por sábanas de seda, reservada para los más privilegiados del mundo. Pestañea un par de veces con la mente un poco confundida. Intenta recordar el sueño que tuvo, pero se disipa como el vapor. Una de las inquietantes sensaciones es la sombra de una criatura cuya descripción su mente ya no es capaz de reconstruir.
Se toca la cara y, sin saber por qué, siente la extraña certeza de que alguien la había herido. Sacude la cabeza. Debe de ser otro de esos sueños absurdos. Con ese pensamiento, hace sonar la campana para llamar a sus sirvientas.
Al incorporarse, la cubrecama se desliza y revela el cuerpo de una mujer tan atractiva que cuesta verla como la guerrera que siempre ha sido. Sus brazos, esculpidos por años de práctica en el arte de las armas y en múltiples disciplinas de magia ofensiva, mantienen ese equilibrio perfecto entre belleza y letalidad.
Muchos la conocen por su falta de compasión, pero eso no la describe por completo, porque cree en dos verdades: uno de ellos es que si alguien decide pelear, alguien tiene que terminar muriendo, ya sea ella o su oponente, y la otra, es que realidad no existe un segundo chance.
Es cierto que sus enemigos capturados han sido ejecutados tras rechazar su ultimátum de rendición, pero en su mente eso ha salvado más vidas de las que ha tomado. Le sería difícil explicarlo, pero en simples terminos a veces la frialdad es necesaria para que el resto comprenda que es mejor bajar las armas antes de sentirlas atravesar sus entrañas. Ella misma no esperaría misericordia si llegara a perder; lleva años preparándose para enfrentar ese fin.
Para ella, los débiles pueden ser lo peor del mundo, y por eso está convencida de que debe deshacerse de los humanos.
Sus ojos cafés se posan en las cortinas brillantes que parecen querer compartir el sol del exterior. Al caminar sobre el piso pulido, la luz revela el reflejo de sus piernas, incluso el contorno de su expuesta entrepierna bajo el vestido púrpura que cubre su cuerpo, demostrando que aún conserva varios años de juventud.
Abre las cortinas y deja entrar el día. Las nubes blancas y el resplandor súbito del sol inundan la habitación, haciendo brillar cada objeto que la compone: cuadros de dioses y paisajes de valor incalculable; muebles enormes teñidos de colores vibrantes que convierten su dormitorio en un santuario de lujo y poder.
Con el paso de los segundos, parpadea para ajustar la vista al paisaje que rodea su hogar. En comparación con la opulencia de su habitación, el exterior luce decadente: casas mal mantenidas, muros desgastados, madera seca y vieja, y gente que no parece encontrarse en mejores condiciones.




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