Belanir se queda observándose durante varios minutos, y la imagen que vio antes, no regresa. Da un paso más hacia la ventana; solo distingue su reflejo semitransparente y el muro de piedra. Se dice que tal vez alguien le ha impuesto un hechizo, un encanto que pudiera afectar su vista. Con los sueños recientes y ahora esto, todo parece encajar.
No le agrada vivir en un estado de paranoia, pero no tiene más opción que agudizar su atención hacia quienes la rodean. Las pocas sirvientas a su servicio son mujeres que conocen bien el precio de la traición, y de las cosas que sus familias sufrirían si lo hacen. Los guardianes, en cambio, aunque no mantienen una amistad, se respetan mutuamente.
Está a punto de girar hacia otro pasillo cuando se recuerda de las noches que ha compartido este mes con dos hombres distintos. No los conoce lo suficiente para descartarlos, pero no los considera capaces de algo así. Apenas fueron un par de encuentros y nada más.
El sol, visible a lo lejos, parece endurecerle el corazón al traerle otra cosa a la mente: aún existen humanos adentro de su corte. No puede expulsarlos sin primero modificar las leyes. A veces piensa que su poder no es tan vasto como su título proclama. La ironía de que es una reina de toda una tierra, y aun así, incapaz de decretar la expulsión de ciertas personas le parece de tan mal gusto como una corona torcida.
Tal vez el problema reside en la historia misma de los magos, en su origen. Se sabe que la Diosa Iris tiene preferencia por las magas más poderosas, pero nadie explica por qué utilizó a esa gente para crearlos. Según la historia, se cuenta que los magos tienen raíces humanas, si se acepta lo que han aprendido de las culturas antiguas.
Al mirar su propia mano, le resulta imposible imaginar que por sus venas corra la sangre de esos seres inferiores. Sin embargo, hay un hecho que no puede negar: ellos pueden engendrar hijos con poderes mágicos, pero los magos no pueden engendrar hijos humanos. Para ella, eso solo confirma una cosa: que son superiores.
Ella ve y siente más que cualquiera de ellos; sus sentidos se extienden hasta niveles que jamás van a alcanzar. Donde sus sentidos se detienen en cinco, los suyos llegan a catorce. El mundo, para ella, no solo se observa con mas colores: se percibe, se escucha, se huele y se presiente con una intensidad que los demás ni siquiera pueden concebir.
Cierra el puño.
Ella es mejor que cualquier humano; incluso podría decirse que supera a la mayoría de sus contemporáneos. Vino de la nada y, cuando todo parecía perdido, incluso su propia vida, se arrastró hasta la cima con las uñas. Nada le fue concedido con facilidad, y sabe que eso no cambiará jamás. Decidida a retirarlos, una sensación de serenidad la invade. Hay calma en la certeza de que sus decisiones son correctas.
Continúa caminando, dejando atrás sus preocupaciones… y también un reflejo que aparece sin que ella lo note, observándola desaparecer por el pasadizo.
Ese mismo día, los humanos se enteran de la decisión de la reina. Aprenden que los magos dejarán de hacerse cargo del cuidado de sus tierras, ya debilitadas por la devastación de las guerras y al borde del colapso, en especial la agricultura de la que tanto dependen. Muchos expresan su descontento; algunos incluso comienzan a proclamar la necesidad de una rebelión.
Los ministros y los amos de cada región hacen cuanto pueden para mantener la calma, pero en realidad solo ganan tiempo. Mientras aparentan controlar la situación, reclutan a más guerreros para un enfrentamiento inevitable.
En cuestión de horas, cientos salen a protestar en las distintas plazas de las ciudades; pronto se convierten en miles. Al principio, las manifestaciones son contenidas, casi pacíficas, hasta que comprenden con rapidez que esto no se iba a resolver con palabras. Con el muro a sus espaldas, al segundo día comienzan a atacar a los magos con piedras y palos. Los magos responden de la misma forma, alzando sus armas contra personas que, hasta ese momento, consideraban parte de su propio reino.
Lo más deplorable era descubrir que esto se había extendido por todo el imperio de Ya’h. Sin embargo, en Laod la situación es aún más grave; incluso se empieza a murmurar que sería mejor abandonar las tierras del norte por completo.
Las personas con más recursos son los primeros en marcharse, rumbo a los imperios del sur. En menos de una semana, la situación pasa de tolerable a profundamente preocupante. En plena primavera, se ven obligados a mirar hacia un invierno que promete traer los días más duros. Muchos se engañan a sí mismos, convencidos de que la Diosa no permitiría semejante desgracia, y deciden quedarse donde sus padres y antepasados vivieron durante cientos de generaciones, aferrándose a la creencia de que nada los obligará a abandonar sus hogares.
Con la perspectiva de una guerra contra las emperatrices del sur, el ejército de Belanir es incapaz de mantener el orden en las regiones más lejanas de Laod. En diez lugares distintos, los saqueos ponen en alerta a los enclaves donde residen los magos. Ellos poseen sus propias granjas y ganado, pero no cuentan con nadie que los proteja cuando cientos de humanos aparecen y les roban.
Lo único bueno de ese día es que Sioro ha traído consigo la peste, lista para ser utilizada. Sin más demora, Belanir le ordena liberarla en distintos puntos, en especial donde han ocurrido los saqueos y en Mos. Como un ángel de la muerte, Sioro parte de inmediato, con labios que parecen impacientes por presenciar el resultado.
El mago se dirige en carreta hacia las aldeas y centros comerciales, haciéndose pasar por uno de ellos. Primero recorre los mercados, y una vez que ve a un número suficiente de personas, deja ir a un enemigo que se dispersa entre individuos que anhelaban comprar algo de comer. Observa sus rostros hambrientos y lo hace sin poder distinguirlos de los animales con los que ha experimentado tantas veces. Continúa este proceso hasta regresar a Mos, no muy lejos del castillo. Allí, libera la peste en uno de los comedores gratuitos para los más necesitados, donde las personas acuden con sus hijos.
Uno de los niños choca con él. El pequeño, de unos nueve años, se disculpa apresuradamente, pero Sioro se inclina, le sonríe y le asegura que no se preocupe, que es un buen chico. Al tocarle la cabeza, deja ir su creación con una sonrisa; el resultado de varios años de dedicación.
Él fue parte de la devastación de hace treinta años, aunque no fue quien creó a “Sima”. Fue uno de los que tuvieron que idear una solución para contrarrestarla. Cuando comprendieron que no existía cura alguna, salvo una inmunización previa al contagio, se vio obligado a rearmar el virus y dirigirlo contra los adversarios. Para Sioro, quien lo creó fue un genio: alguien capaz de sobrepasar las defensas de los magos y alterar todo a su paso, afectando por igual a personas, animales, plantas y a cada microorganismo.
Aquel mago terminó ejecutado por crímenes que su propia emperatriz negó públicamente. Sin embargo, Sioro conoce la verdadera razón: no fue justicia lo que lo condenó, sino el miedo que todos le tenían.
Antes de marcharse, anota cada detalle con precisión: las personas, sus números, los lugares exactos donde libera el virus y la hora en que lo hace. Cuando termina, sube a su carreta y se dirige hacia el castillo, dispuesto a informarle a su reina que ha cumplido su tarea.
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