Han pasado más de dos horas desde que Belanir está sentada en el trono, escuchando sin pausa las quejas de los humanos. Una y otra vez no dejan de suplicarle ayuda, sin entender que no tiene los recursos para hacer algo al respecto.
La siguiente en entrar es una mujer que se atreve a avanzar más de lo permitido. Para comenzar, describe su aburrida vida con lágrimas que se resbalan por sus sucias mejillas y manos que se aferran a la fea tela de su vestido. Al notar su falta de reacción, da un paso y luego otro.
—Te lo imploro, ayuda a mis hijos —suplica la humana, con la voz ronca—. Están muy enfermos. Por favor…
Uno de los guardianes se le adelanta para detenerla con la mano firme sobre la empuñadura de la espada, y ojos que le advierten que no avance otro paso antes de que sea demasiado tarde.
Belanir, por su parte, está distraída. Su atención vuelve a la invitación que recibió dos días atrás, donde una de las princesas de la familia “Zarken” va a organizar un baile de salón hoy en la noche. No solo piensa en qué ponerse, también en lo que realmente quisiera de ella. Ha visto a esa princesa un par de veces, pero en esas ocasiones ni siquiera tuvieron una conversación que sugiera un interés genuino de su amistad.
Terminando ese pensamiento, se dice que tal vez ya es momento de acabar con la farsa; seguir rodeándose de esa gente solo consigue empeorar su humor.
—Lo siento —interrumpe—, pero tenemos asuntos más importantes que atender. Nuestros enemigos, en este preciso momento, están marchando contra nosotros, y pronto estaré muy ocupada defendiendo todas las vidas de Laod.
Al comprender que la reina no tiene intención alguna de ayudarlos, tal como ha oído decir de otros, la madre se derrumba. Cae al suelo con las rodillas golpeando el suelo de piedra, y sin levantar la vista pregunta:
—¿Qué será de mi familia? ¿De mis hijos?
—Mos tiene buenos doctores humanos —responde Belanir—. ¿Por qué no les pides ayuda?
Parecía que la ama la había escuchado al ofrecerle esas palabras; sin embargo, al alzar la mirada y encontrarse con sus ojos, entiende la verdad: para ella, ni su familia ni su dolor valen nada. Antes de que pueda decir una palabra más, la reina se pone de pie y se retira sin mirar atrás, dejando a la mujer allí, con el rostro medio perdido.
—¿Mos? —susurra.
Luego en la tarde, en el camino hacia el castillo de la familia Zarken, mientras observa la ventana del carruaje y los valles, los lagos y las montañas, ella comienza a cerrar los ojos. Entre sus pensamientos late su deseo de encontrar una buena pareja y tener una hija bendecida por la Diosa.
Pestañea un par de veces tratando de nombrar a esa futura hija, como si quisiera aferrarse a ese futuro y prolongar la vida que la espera. Pero cuando vuelve a cerrar los ojos, ya no los vuelve a abrir.
—Mamá, ¿lo estoy haciendo bien? —pregunta la voz de un niño.
La imagen de un jovencito de unos siete años se revela en la escena. Está de pie junto a una gran olla, removiendo su contenido con un cucharón largo, un poco grande para sus pequeñas manos. Ella prosigue a inclinarse a su lado para probar su trabajo. Por un instante, la confusión la invade, pero dura apenas un par de segundos, porque aquel niño se convierte en el centro de su universo, y con la sonrisa orgullosa de una verdadera madre, le responde que sí.
Siente que siempre lo va a amar, sin importar que sea humano.
Las emociones que llenan la habitación comienzan a revelar cada detalle: el crepitar de la leña al arder en el fuego, la luz del día colándose por las ventanas, el aire impregnado de varios sabores dulces. Pero es el amor lo que transforma esa escena en algo perfecto, en algo sin lo cual ella no puede vivir, ni siquiera imaginarse lejos de ello.
A medida que los segundos pasan, la verdad del pasado detiene el tiempo, transformando aquel amor en un miedo por lo que sabe que deberá hacer algún día. Al acariciar el rostro de su niño antes de probar el fruto de su labor, se asegura a sí misma que, pase lo que pase, su amor por él perdurará, incluso si algún día él llega a odiarla.
Con la prueba anticipada, el pequeño la observa con atención, esperando su aprobación. Belanir se inclina hacia la olla para probar su contenido, pero se queda inmóvil. Su corazón y cada uno de sus sentimientos se concentran en ese recipiente, que despierta en ella recuerdos extraños y profundos.
Aquella olla se ve pesada, forjada en un acero tan grueso que una persona común no podría levantarla. La ha visto muchas veces, todos los días, está segura de ello. Lo que no comprende es por qué siente que también la ha visto en otro lugar, en un tiempo distinto.
—¿Mamá? —pregunta el niño, inclinándose un poco para comprobar si está bien.
Los ojos de Belanir se desplazan, y antes de poder enfocarse en su hijo, es arrancada de ese momento y lanzada a otro lugar.
Su cuerpo entero es sacudido con violencia. Experimenta cómo cada fibra de su ser es transportada a través de las puertas del Destino, hasta quedar tendida bajo un cielo oscuro lleno de estrellas afuera de sus constelaciones. Intenta incorporarse, pero el dolor la atraviesa de tal forma que permanece inmóvil, hundida contra un suelo frío y húmedo.
Voces distantes y luces se aproximan.
Cuando logra girar la cabeza para verlas en la distancia, lo entiende: su fin ha llegado. Después de todo lo que ha ocurrido, va a morir allí, abandonada a la miseria de sus propias acciones.
Las lágrimas brotan sin que pueda detenerlas.
—No quiero morir —gime, con una voz pesada y lejana, como si otra persona lo estuviese diciendo—. No quiero morir aquí…
Las luces se vuelven más intensas y sus palabras no aguantan más. De pronto, cierra los ojos al escuchar a alguien cerca, alguien que parece haberla encontrado. Su ser se congela, convencida de que la muerte ha llegado. Sin embargo, unas manos la envuelven con urgencia y la arrastran fuera del camino. Intenta entender lo que sucede, y mientras lucha para descubrir quién es, el hombre la cubre con hojas y ramas, enterrándola con cuidado.
—¿Qué pasa? —pregunta, aferrándose a la posibilidad de que aún exista esperanza.
—Quédate quieta. Espera aquí y alguien va a venir por ti —responde el hombre en voz baja.
Su silueta apenas se distingue contra las luces que continúan acercándose.
—Recuerda una cosa; siempre te he amado… siempre —dice la voz de un anciano.
Escucha esas palabras, que de pronto, adentro de su pecho, aunque sea un poco, llenan el hondo pozo que ha permanecido vacío durante tanto tiempo. Quiere saber quién es, necesita saberlo, y se lo pide justo cuando él coloca los últimos arbustos sobre su rostro, ocultándola de sus enemigos.
—Soy un… alguien del pasado. Espero que encuentres la felicidad; ese es mi deseo. Debo irme. No te muevas.
Ella le obedece. Mientras las luces llegan, varias voces llenan el lugar, buscando en todas direcciones, hasta que uno de ellos grita “allá”. Entonces todos corren tras la figura con la que ella acaba de hablar. Un alivio la apodera al saber que alguien se ha preocupado por su vida. Al mismo tiempo, la pena la atraviesa al imaginar lo que podría sucederle si lo capturan.
Entre esa maraña de sensaciones, su ojo izquierdo se fija en la olla que aquel hombre deja a su lado. La observa con atención. Hay algo en ella que le resulta extrañamente familiar, que no consigue explicar en ese entonces.
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