Pasos hacia el Destino

Capítulo 122, Deseo, (7)

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Esa misma tarde, Belanir se prepara para acabar con aquel humano. Según lo que sabe de él, ese hombre fue un doctor y, al parecer, uno de los mejores del país: combatió innumerables enfermedades y a Sima. Además también fue un biólogo y un químico de alto nivel, con la habilidad de hablar cinco lenguas; parece que dedicó gran parte de su vida al estudio de toda clase de literatura.
Otra cosa que aprendió es que él mismo fue responsable de la muerte de su propio hijo, porque uno de sus pacientes, por desesperación, rompió la cuarentena cuando fue a su casa, sellando así su destino y, al mismo tiempo, el de su esposa.

Cuando coloca la daga bajo su larga capucha, se convence de que al final esa persona es un simple humano, y de que incluso le está haciendo un favor. El rígido metal de su arma le asegura que nada la detendrá.

Preparada, y con una expresión tan fría como el acero afilado, abre una compuerta oculta tras el muro que, al cruzarla, esta se cierra a su espalda.

Horas más tarde, lo encuentra en uno de los centros de curación. El lugar está casi vacío, ya que la cuarentena parece haberse extendido por los pueblos. Mientras tanto, varios se enfrentan a batallas dentro de sus hogares. Entre ellos, un niño en particular yace extremadamente débil, tan frágil que su vida pende de un hilo.
Belanir pregunta a quienes encuentra si realmente es posible detener la tempestad. Le responden que ya tienen experiencia, que han logrado sintetizar una versión capaz de inmunizar al resto y permitirles generar anticuerpos. Ella no comprende del todo esas palabras, pero entiende lo esencial: la enfermedad que Sioro creó ha sido neutralizada por los humanos. Ahora solo les queda obtener medicinas que alivien los síntomas de los demás, aunque no será fácil conseguirlas debido a la escasez de ingredientes.
Yoleh, junto con otros, se encuentra organizando expediciones para buscarlos en distintas regiones del país. Varios de sus ayudantes ya están en camino, y pronto él también partirá.

Ahí es donde Belanir ve su oportunidad. Con recursos limitados y pocas personas disponibles, ese hombre planea ir personalmente a los bosques para recolectar uno de los materiales esenciales para crear el remedio.

Casi al fin de esa tarde, Belanir lo sigue. Observa cómo se dirige hacia uno de los valles del sur, un lugar donde aún sobreviven diversas especies de plantas que la guerra no ha logrado destruir por completo. Lo ve abandonar su carreta y adentrarse en el bosque.
Ella desciende y lo persigue entre los matorrales. Se acerca cada vez más, moviéndose sin hacer ruido, mientras la penumbra comienza a adueñarse del lugar. Yoleh se detiene, se abriga contra el frío y enciende su lámpara. Aunque se le pueda considerar un hombre culto, eso no lo convierte en alguien capaz de defenderse: carece incluso de las habilidades más básicas para percibir el peligro que lo acecha.
«No te preocupes. Me aseguraré de que no sufras mucho», lo promete al mismo tiempo que desenvaina su arma. Ya está a unos pocos pasos, con la daga lista, cuando él se tropieza. «Ponte de pie… levántate viejo», exige Belanir, deseando terminar de una vez con esto.
Para Yoleh esto era el colmo, el punto más bajo de su vida. Preguntándose a dónde se fueron los años, se queda mirando la lámpara rota. Los vidrios esparcidos que puede ver en la oscuridad, parecen representar los deseos olvidados que tuvo cuando nació Tama.
—¿Podría ser que estoy maldecido? ¡Respóndeme! Si no puedo salvar a ese niño, prefiero morir aquí.
Sin saber que su vida estaba por terminar, se queda en el suelo arrodillado hasta que logra escuchar y ver una parte del pasado. En ese día, él había trabajado toda la noche, y cuando llegó a casa, fue recibido por alegres expresiones de agradecimiento y orgullo hacia una persona que siempre tuvo el interés por los demás.
—Siempre vamos a estar aquí, esperándote —afirma Alíela—. ¿No es así, Tama?
Su hijo sonríe antes de tirarse a las piernas de su padre que lo levanta para cargarlo y entrar a la casa. La puerta se cierra ante los ojos de Yoleh que recuerda muy bien ese momento.
Con las rodillas que tiemblan, él trata de levantarse.
—No… no te rindas. Hazlo por Tama… —ruega Yoleh, mientras comienza a incorporarse.
A unos pies de él, Belanir alza la daga de nuevo, ignorando el resto de las palabras del humano. Entonces, unas luces aparecen frente a ambos que la obligan a detenerse otra vez. Ella y Yoleh quedan congelados al ver aquellos destellos que avanzan hacia unos arbustos, justo donde crecen las hierbas que él necesitaba. Belanir permanece inmóvil, sin dejar de observar cómo el anciano se aleja siguiendo las luces y antes de ser descubierta, se oculta entre los árboles.

Se pregunta si pudiera ser posible que la Diosa escuchara las plegarias de un humano que estuvo a punto de ser asesinado. En que mil pensamientos brotan en su mente, las luces prosiguen a guiarlo afuera del bosque.

Minutos después, ella es la única que queda allí, rodeada por árboles que desaparecen en la oscuridad.
—¿Podría ser posible que pueda usar magia, o realmente fue la voluntad de la Diosa? —Se cuestiona, alzando la misma mano que estuvo a punto de matarlo.

No importa cuál sea la respuesta. Al final, no pudo hacerlo. Ya sea por miedo o por algo más profundo, decide dejarlo en paz.

Al día siguiente, Belanir despierta con el deseo de estar bajo las sábanas. No quiere aceptarlo, pero lo que vio ayer, aquel milagro, un acto de magia o algún poder desconocido, no le permitió cumplir su misión.
—¿Humanos? ¿Podría ser que tengan poderes? —reflexiona con el rostro hundido en la almohada.
Antes de que pueda pensar en otra cosa, la frustración por no haberse deshecho de Yoleh la preocupa un poco. La incomodidad crece hasta llevarla a considerar si sería mejor pedirle a alguien más que lo hiciera por ella. Podría pedírselo a Sioro, quien lo haría con gusto; sin embargo, para Belanir eso sería lo peor que podría hacer, incluso peor que matar a una persona indefensa.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? ¿Cómo voy a deshacerme de los humanos? —murmura.
El silencio del cuarto no le ofrece la respuesta que esperaba. Pueda que la peste ya no funcione, pero aún queda la escasez de comida, algo que seguramente los obligará a marcharse del país. Sin embargo, cuanto más lo piensa, más claro tiene que los humanos son mucho más obstinados de lo que había esperado. Tan obstinados que empieza a imaginar una expulsión a la fuerza.
Considera a los numerosos magos que se opondrían, simplemente porque tienen familias humanas. Su número es demasiado alto. En el mejor de los casos, enfrentaría la oposición de casi el sesenta por ciento de la población con al menos el diez por ciento siendo magos. Y ni siquiera puede estar segura de que el cuarenta por ciento estarían dispuestos a luchar por ella.
Tal vez lo único que necesita es paciencia, permitir que los problemas se resuelvan por sí solos. Ya tiene un plan, y si lo sigue con cuidado, quizá funcione.




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