Pecados del Sur

Capítulo 1 – Sangre en el Hielo

La música electrónica golpeaba como un martillo oxidado en el pecho de los presentes. Las luces rojas titilaban entre ráfagas de humo artificial y vapores químicos que se mezclaban con el sudor y el perfume barato. Era noche en Lokhvytsya, pero allá abajo no existía el reloj ni la ley. Solo gritos, apuestas y pecados.

El club subterráneo era un hervidero de testosterona y decadencia. Un lugar oculto bajo un restaurante viejo, donde las risas eran falsas y los cuchillos verdaderos. Hombres con sacos caros y ojos de cocodrilo arrojaban billetes al aire, como si fueran papel higiénico. Algunos esnifaban líneas sobre bandejas de plata; otros lamían cuerpos tatuados con más cicatrices que maquillaje.

Mujeres en ropa interior pasaban entre mesas sirviendo tragos, comida grasienta, y a veces… algo más.

Al fondo, bajando unas escaleras custodiadas por matones armados, se encontraba la arena: un octágono de metal oxidado, cercado con alambres, luces bajas, y olor a sangre vieja. Allí se apostaba más que dinero: reputación, territorio, poder.

Esa noche, el premio era de treinta mil dólares, para el sobreviviente del duelo.

El anunciador subió a una pequeña tarima. Su voz retumbó por los parlantes:

—¡Damas y caballeros, preparemos nuestras almas para el caos! Esta noche… desde Hamburgo, Alemania… ¡el matón de Baviera… RETO HAASE!

Gritos, silbidos, y los primeros fajos de billetes volando al aire.

—Y contra él… nuestro favorito de la casa. El depredador sin piedad. El mercenario sin remordimientos. ¡El Asesino de Kiev!

En el vestuario, el silencio era un templo.

Un joven de físico imponente se vendaba las manos con movimientos meticulosos. Aleks. Los brazos tatuados contaban su historia mejor que cualquier archivo policial: calaveras, símbolos eslavos, fechas. La piel endurecida, curtida. La mirada… muerta, vacía, lista.

Tronó el cuello hacia un lado. Luego hacia el otro.

Detrás de él, la puerta entreabierta dejaba pasar una silueta difusa, sumida en la penumbra. Una figura con traje claro, postura relajada, y un habano encendido que chispeaba al ritmo de una risa suave y venenosa.

Cuando la figura dio un paso hacia adelante, la luz reveló su rostro. Yuri Stasiuk. El tío, el jefe, el hombre que le enseñó a Aleks que la confianza era solo una excusa para morir más rápido.

—Las apuestas van cien a uno —dijo Yuri, con una sonrisa torcida—. Nadie cree que el alemán dure más de veinte segundos.

Aleks soltó una risa breve, sin humor.

—Están siendo generosos. Cinco es lo máximo que le doy.

—Eso me gusta, sobrino —dijo Yuri, avanzando para palmearlo con fuerza en la nuca—. Es una lástima que tengas que dejar estas noches. Te vas a aburrir en ese país lleno de arrogantes, todos encandilados con una Copa del Mundo.

Aleks lo miró de reojo mientras terminaba de ajustarse los vendajes.

—¿De verdad es necesario?

—Más que nunca —respondió Yuri, con tono grave—. Hay que terminar lo que tu padre empezó. Y para eso, hay que cruzar el Atlántico.

Silencio. Solo el chasquido del habano al consumirse, y el sonido metálico de Aleks cerrando sus puños. Yuri se giró para salir del vestuario. Antes de atravesar la puerta, sin mirarlo, lanzó:

—No lo mates tan rápido. Quieren ver sangre esta noche.

Aleks no respondió. Solo se puso de pie, giró los hombros, y caminó hacia la luz.

Las puertas del vestuario se abrieron como las de una jaula. El público rugió. El asesino de Kiev salió al octágono… como quien pisa el mundo por última vez.

El pasillo hacia la arena parecía abrirse solo para él.

Aleks caminaba entre borrachos, drogados y bestias con traje, mientras su nombre explotaba en gritos sucios, coros guturales y carcajadas histéricas. Algunos le revoleaban dólares, otros lo aplaudían con las manos manchadas de alcohol… y unas pocas mujeres, de cuerpos casi desnudos, le arrojaban corpiños como si fuese una estrella de rock.

Aleks no sonreía. Nunca lo hacía. Solo avanzaba, con los ojos clavados en el octágono, como si lo único que existiera en el mundo fuera el acto de destruir.

Subió al ring con pasos lentos. Apoyó una mano en la red del octágono, como si probara la jaula de un animal al que ya había matado mil veces, y luego giró la mirada hacia su rival.

Reto Haase, el alemán, saltaba como si estuviese en un gimnasio, no en la boca del lobo. Tiraba piñas al aire, agitaba a su gente desde el borde, gritaba en su idioma algo que sonaba entre amenaza y autoconvencimiento. Levantó los brazos y miró fijo a Aleks, escupiendo:

—¡Hoy termina tu reinado, Asesino de Kiev! ¡Hoy te convierto en mito!

Aleks revoleó los ojos, hastiado.

—Ya estoy cansado de escuchar siempre lo mismo.

La campana sonó.

El alemán saltó como un perro rabioso, arrojando puñetazos torpes, mal balanceados, como si estuviese peleando con fantasmas. Aleks no se movió del centro. No retrocedió. Simplemente giraba el torso, esquivaba, se inclinaba hacia los costados con la calma de un cirujano. Primer golpe, falló. Segundo, también. Tercer intento, un rodillazo al aire. Cuarto, una combinación que solo golpeó el humo de la atmósfera cargada. Al quinto intento… vino la sentencia.

El alemán giró para una patada lateral. Aleks lo tomó del tobillo. Reto abrió los ojos como si hubiese visto a la Muerte misma.

Aleks lo miró… y sin una palabra, le destrozó la rodilla con un giro seco. El chasquido se escuchó por encima de la música.

Reto gritó, pero no tuvo tiempo de caer: Aleks barrió la pierna de apoyo y lo levantó en el aire con una velocidad inhumana, y cuando el alemán flotó en la gravedad del castigo… le estampó ambos codos al pecho con una brutalidad calculada.

El cuerpo de Haase rebotó en el suelo como un costal de carne vencida. Aleks se le montó encima en menos de medio segundo.

Dos puñetazos. Dos truenos. La nariz se quebró. La frente se abrió. El árbitro se lanzó como si salvara a un niño de un incendio. Campana. Gritos. Histeria. Dinero volando.




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