La luz matinal se filtraba con pereza entre las cortinas blancas de la habitación. Sobre la cama revuelta, con una pierna colgando y el antifaz de gato a medio correr sobre su rostro, Evangelina Rivera se despertó al ritmo del maldito despertador que ya había odiado tres veces esa semana. Se sentó en el colchón como si volviera del campo de batalla: el pelo revuelto como una tormenta eléctrica, la camiseta celeste con rayas blancas medio torcida y sus pantuflas con forma de osito pardo esperando al pie de la cama como soldados de felpa.
Entre bostezos, se arrastró hasta el baño. Cepillo de dientes, agua fría en la cara, coleta improvisada con una gomita de Hello Kitty, y un suspiro frente al espejo.
—Detective Rivera... en pie de guerra —murmuró, apenas audiblemente.
Ya en la cocina, su café negro burbujeaba en la cafetera como una promesa de redención. Su abuela, sentada en la mesa con el noticiero de TN de fondo, le alcanzó el pote de mermelada sin decir una palabra.
Eva se sirvió las tostadas, hundiendo el cuchillo en la mezcla de frutos rojos, y le echó una mirada al televisor.
—"Comienza la investigación por el asesinato del magnate Roberto Chiselli. Fuentes oficiales confirman que el crimen habría sido ejecutado por un profesional. No hay huellas, no hay testigos. Todo apunta a un ajuste de cuentas."
Eva negó con la cabeza, como quien sabe que lo que dicen en la tele es apenas la superficie del pantano.
—Está todo mezclado, abuela. No hay rastros, no hay motivos claros... es como si alguien hubiera escrito un guión perfecto para que no dejara cabos. Todo demasiado limpio.
—Ese tipo tenía guita y enemigos por todas partes —respondió su abuela Marta sin despegar los ojos del noticiero—. Pero si alguien puede encontrar al hijo de mil que lo mandó al otro barrio... sos vos, nena.
Eva sonrió con dulzura, dándole un beso en la frente.
—Gracias... aunque no sé si soy la mejor. A lo mejor el detective “internacional” ese que me pusieron encima sí lo es...
—¿Cómo se llama el nuevo? —preguntó la abuela, sorbiendo su té.
Eva abrió la boca para contestar, pero al mismo tiempo...
Un despertador militar sonaba como una alarma de evacuación en la mesita del penthouse en Belgrano. Aleks Stasiuk abrió los ojos sin sobresaltarse. Se sentó en la cama como si estuviera saliendo de un trance de entrenamiento, estirando los brazos, la espalda y el cuello en una rutina casi marcial. Solo llevaba puesto un bóxer negro con una cobra plateada en el muslo izquierdo. Caminó hasta el baño, activó la ducha escocesa y dejó que el vapor lo envolviera como un aura infernal.
Cuando salió, una toalla colgaba de su cintura. Fue hasta la cocina sin apuro, justo cuando el timbre sonó con una urgencia que le rasgó los oídos.
—¡Ya va, carajo! —gritó en ucraniano, arrastrando las palabras como si escupiera metralla.
Abrió la puerta.
Frente a él, Mariana, 18 años, hija de la vecina del piso 12. Tenía en la mano una tarjeta-llave y los ojos... en su torso.
—Se... equivocaron de puerta, era para... era para vos...
Aleks la tomó sin decir palabra, le dio un cabeceo de agradecimiento y cerró la puerta. Se dirigió nuevamente a la cocina y armó su desayuno de combate: panceta crujiente, huevo frito, pan tostado, queso de cabra, y café negro sin azúcar.
Luego se vistió para su nueva fachada.
Remera blanca ajustada, campera de cuero negra traída de Praga, lentes Rayban oscuros, la cadenita con la "A" que nunca se sacaba, jeans de diseñador y botas impecables. Un falso policía... con verdadero porte.
En el ascensor, Clara, vecina del sexto, lo saludó con una sonrisa amistosa y dos perros a sus pies.
—Bienvenido al edificio… —dijo con tono dulce—. No hablás mucho, ¿no?
—Hablo cuando hace falta —respondió Aleks, con su marcado acento ucraniano.
Clara sonrió nerviosa, como quien recibe un halago involuntario.
Al llegar al estacionamiento, el portero del edificio se acercó, nervioso, con unas llaves.
—Eh… esto lo dejó su tío. Dijo que era su transporte personal…
Aleks presionó el botón del llavero. Un Porsche Panamera color café respondió con un bip-bip grave, mientras sus faros se encendían como ojos de bestia.
Aleks sonrió de lado. Subió al auto. Lo encendió. Y salió volando como si estuviera escapando de un crimen.
Frente a la Comisaría Comunal 2, en Recoleta, Evangelina y Vinicio estaban repasando el caso.
—Yo arrancaría con los allegados —propuso Vini—. Esas muertes tan personales siempre arrancan por ahí. Familia, socios, exes…
—No lo sé… hay algo raro en este crimen. Demasiada precisión. Casi quirúrgico.
Una vibración hizo temblar el suelo. El rugido de un motor deportivo se acercaba por la calle. Ambos giraron la cabeza al mismo tiempo.
Un Porsche Panamera café se detuvo justo frente a la comisaría.
De él bajó Aleks. Se quitó los lentes de sol con una lentitud calculada. Observó el edificio con un dejo de desdén. Y caminó hacia adentro sin mirar a nadie. Eva frunció el ceño y empezó a seguirlo, sabiendo en el fondo que era él. Pero Aleks pasó de largo como si ella no existiera.
—¡Pero qué le pasa al Varishnikov este! —dijo Vinicio indignado—. ¿No sabés saludar, Terminator de Chernobyl?
Eva solo cruzó los brazos. Y sonrió de medio lado.
—Va a ser una semana muy… interesante.
La puerta de la comisaría se cerró tras Aleks con un golpe seco. No miró a nadie. Ni siquiera a los oficiales que giraban la cabeza para ver quién era ese nuevo que caminaba como si el edificio fuera suyo. Los pasos firmes de botas lustradas resonaban sobre el piso de mármol gastado, marcando un compás seguro, inamovible. Una marcha militar solitaria en medio del ruido burocrático.
Detrás de un escritorio decorado con tazas, lapiceras robadas y carteles de “No se atiende sin turno”, una recepcionista de unos treinta y tantos se quedó helada al levantar la vista.
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Editado: 16.08.2025