La densa bruma del invierno ucraniano se colaba por los ventanales de la galería subterránea como si quisiera participar del entrenamiento. El aire olía a pólvora y humedad, y las balas seguían silbando cada pocos segundos. Aleks, con solo dieciocho años, bajó la Glock 34, exhalando lentamente mientras el marcador digital detrás suyo mostraba la puntuación final: 120 puntos. Sonrió de costado, confiado.
—¿Qué dices ahora, papá? —soltó con ese tono de ironía mordaz que había perfeccionado con los años—. Si seguimos así, me voy a jubilar antes que tú.
Svyatoslav Stasiuk, de traje oscuro y camisa desabrochada, observó los impactos en los blancos con la atención de un cirujano. Sin mediar palabra, se acomodó los guantes, apuntó y disparó doce veces en ráfagas medidas. El contador marcó 150. Aleks suspiró teatralmente.
—Sigues mirando camareras en vez de concentrarte, hijo —dijo Svyatoslav con una sonrisa burlona, bajando el arma—. Esto no es un boliche, es la vida real. Practica más.
Ambos rieron, y el hielo del ambiente pareció derretirse unos segundos. Caminaron hacia la barra del lugar, un reducto elegante dentro del bunker, donde un barman con cara de pocos amigos ya preparaba los vasos de cristal. Al verlos, levantó la mano.
—Para usted, Sr. Stasiuk... la casa invita.
Aleks lo miró con media sonrisa, como si guardara la pregunta desde hacía tiempo.
—¿Y cuando yo tome el mando también me van a invitar los tragos?
Svyatoslav lo observó de reojo, entre divertido y pensativo.
—Los tragos te los invitan cuando no tienen más remedio. Cuando te respetan. Y para eso, no basta con ser violento o ambicioso. Tienes que aprender a tratar a los aliados... y sobre todo a los amigos.
Aleks bebió en silencio. Luego murmuró:
—Nunca tuve amigos. Cuando descubrían quién era mi padre, se borraban.
Svyatoslav se giró hacia él, apoyando un brazo pesado en la barra.
—Entonces no eran material de amigos. Cuando eres amigo de alguien de verdad, te importa un comino de dónde viene. Lo que importa es quién es cuando está contigo.
El barman les sirvió otros tragos y Aleks sacó su celular. Svyatoslav lo abrazó por los hombros, con esa mezcla de calidez y rudeza tan suya. Click. Una selfie. Ambos sonriendo, congelados en el tiempo.
Y entonces, el tiempo volvió a correr.
Aleks apagó la pantalla del celular y soltó una bocanada de humo. Estaba en el balcón de su penthouse, mirando la ciudad como si lo hiciera desde otro siglo. Esa foto… esa noche… ¿hace cuánto ya? Apoyó el codo en la baranda, y mientras sostenía el cigarro con los dedos entumecidos, se preguntó en qué momento todo se había vuelto tan silenciosamente turbio.
A varios kilómetros de ahí, en la sala de investigación forense, Julieta se frotaba los ojos con cansancio. Llevaba horas revisando grabaciones. Las cámaras de seguridad de la mansión no revelaban mucho… pero las de tránsito sí. Una figura encapuchada, caminando rápido por la vereda trasera, apenas iluminada por un farol callejero. No se veía el rostro. Tampoco las manos. Pero sí algo...
—¿Qué carajo...? —susurró Julieta.
Pausó. Reprodujo en cámara lenta. Zapatillas Nike AirMax, con detalles dorados. Un modelo bastante exclusivo. Y esa grabación era de apenas minutos antes del asesinato.
Julieta se inclinó hacia la pantalla. Tomó nota del horario, del ángulo, del detalle de las zapatillas. No lo sabía aún, pero había encontrado la primera hebra del ovillo.
En el corazón del Barrio Chino, Takuto Shimizu limpiaba con parsimonia el filo de su katana. El ritual era casi hipnótico. Un paño negro de microfibra, aceite ceremonial, movimientos precisos. Delante suyo, la imagen de su padre Shinji parpadeaba en la notebook ultramoderna.
—¿Mitad del cargamento? —preguntó Shinji, con el rostro severo—. ¿Qué clase de trato hiciste, Takuto?
—No fue trato —respondió el joven Shimizu, sin levantar la vista—. Fue una humillación.
Apoyó con brusquedad el arma en la mesa, haciendo temblar el té a medio tomar.
—El inglés lo va a pagar. No hoy, pero pronto. Los Shinobi-Kai no olvidamos.
Hizo una reverencia seca. Fin de la llamada.
Esa misma noche, Nordelta vibraba con una energía surreal. La fiesta en la casa de Nika parecía sacada de otro planeta. Tech house a todo volumen, luces azules y doradas iluminando el césped. La piscina rebalsaba de cuerpos bronceados, y en cada rincón, un escándalo potencial. En la barra, se codeaban diputados con empresarios turbios, intercambiando anécdotas con olor a cocaína y whisky. En una mesa, un par de famosos de la tele inhalaban sin ningún cuidado. Isaak, con una camisa abierta hasta el ombligo, giraba con la hija de un ministro como si estuvieran en un videoclip de reggaetón. Liudmila, sentada sobre el regazo de un top model, se reía con la cabeza echada hacia atrás.
Nika, desde la terraza, observaba todo con una copa en la mano y una sonrisa más cercana a la ironía que al placer.
El celular vibró.
—¿Qué carajo estás haciendo? —gritó Dmytro del otro lado—. Esto no es una reunión social. ¡Es un puto problema, Nika! ¡La ciudad entera debe estar viendo los fuegos artificiales!
—Tranquilo, querido tío. Está todo bajo control —respondió Nika, girando sobre sus tacos—. Es política de expansión, ¿o no era eso lo que querían? Ampliar el negocio.
—Esto va a explotar —gruñó Dmytro.
—Entonces consigue un encendedor —y cortó.
Dmytro miró el teléfono durante unos segundos. Luego, como quien no quiere pero sabe que debe, abrió WhatsApp y buscó un nombre en particular. Ese mismo contacto le escribió con una sola palabra: “Aleks.”
Y allá arriba, en el balcón, Aleks sintió la vibración en su bolsillo.
El pasado, el presente, y la tormenta que se avecinaba… se entrelazaban cada vez más rápido.
El celular vibró con un zumbido seco. Aleks lo miró sin mucho interés al principio, pero al ver el nombre de Dmytro en pantalla, arqueó una ceja. Abrió el mensaje:
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Editado: 30.08.2025