Pecados del Sur

Capítulo 4 - Vecinos Molestos

No existen casualidades en una ciudad que sangra lento.

La sala principal del centro de jubilados estaba impregnada de una fragancia espesa, una mezcla entre desinfectante vencido, sangre seca y plástico quemado. Aleks aún sostenía el anillo dentro del guante, y en una maniobra casi imperceptible, lo deslizó a su bolsillo interno con la calma de quien lleva años escondiendo cosas que no deben ser encontradas.

—¿Estás bien? —preguntó Eva, acercándose en silencio, con los brazos cruzados y la mirada clavada en él.

Aleks levantó la vista, su expresión imperturbable, pero sus pupilas delataban algo... un dejo de tensión, casi imperceptible, como si su mente estuviera a mil revoluciones.

—Solo me hizo mal ver al tipo así —respondió, estoico, mientras le daba la espalda al cadáver.

Julieta, que revisaba su tablet forense unos metros más atrás, arqueó una ceja con escepticismo. ¿A este lo conmueve ver un cuerpo? pensó, sin decir nada. Si tiene menos emociones que un cenicero de plomo.

Eva dudó. Algo en ese tono no cerraba, pero antes de poder seguir tirando del hilo, dos oficiales se acercaron con paso apurado.

—Agente Rivera —llamó uno—. En la cocina hay rastros de pólvora y sangre. No parece reciente... y el lugar está hecho mierda.

—¿Y por qué carajo no nos llamaron antes? —replicó Eva, ya caminando hacia el pasillo.

Aleks, con el ceño levemente fruncido, se adelantó sin decir palabra. Si ese anillo era de Isak —y todo apuntaba a que sí—, lo que había pasado en la cocina podría ser un hilo que llevara a algo más... algo que había que cortar de raíz antes de que florezca.

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Estación de Policía, Recoleta

8:43 AM

Tamara estaba sentada en su escritorio, repasando por enésima vez las copias del expediente Chiselli. Los papeles estaban marcados con resaltadores de colores, tachones a mano y notas autoadhesivas con signos de interrogación por todos lados. A su lado, el teniente Figueroa sorbía un café tan amargo como el humor de su compañera esa mañana.

—No llega nada útil —bufó Tamara, quitándose los lentes por un segundo—. Ni un puto dato que no esté contaminado. Esto está intervenido por todos lados.

—Igual no te desesperes —dijo Figueroa, encogiéndose de hombros—. Lo del Centro de Jubilados es parte del mismo enchastre. Mismo tipo de ejecución, mismo olor a cloaca política. Algo se está moviendo ahí.

Tamara lo miró fijo, como quien evalúa si soltar una bomba o no.

—¿Sabés qué no me cierra, Figueroa? El nuevo. Alexander. Se mueve como si conociera las calles mejor que vos o yo. No pregunta lo que no necesita. No opina al pedo. No le interesa caer bien. Y sin embargo... todos los de la casta política lo bancan. Algo huele a podrido.

Figueroa hizo un gesto de resignación, como quien no quiere meterse en más de lo que ya está.

—¿Y qué proponés? ¿Le hacemos un ADN con la bombilla del mate?

Tamara negó con la cabeza y se puso de pie, recogiendo su campera de cuero del respaldo.

—No propongo nada. Solo que, si resulta ser quien yo creo que es... mejor que me entere primero.

Figueroa la miró con atención, pero no insistió. Aprendió hace tiempo que cuando Tamara hablaba con esa voz grave, lo mejor era dejarla hacer.

—¿Vas al operativo?

—Sí. Hipódromo de Palermo. Se picó feo entre la 12 y los Borrachos. Hay varios con fracturas y uno con un desgarro en el cuello. Los viejos tiempos volvieron con todo —dijo, medio sonriendo.

Se colgó la pistola reglamentaria del cinto y salió sin mirar atrás.

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Mataderos — Restaurante “Lo de Leo”

9:02 AM

El aroma a pan recién horneado apenas alcanzaba a cubrir el olor metálico de la sangre. Vini y la oficial Clara Dávila entraron al lugar con precaución, esquivando sillas volcadas y servilletas pisoteadas.

—¿Y la ambulancia? —preguntó Vini con tono filoso, viendo al dueño del local desmayado sobre el suelo, con una herida abierta en la frente y una bandeja de milanesas estrellada cerca.

—No la llamamos, señor —respondió un mozo con la cara blanca como el mantel—.Pensamos que se iba a despertar...

—¿Pensaron? —Vini resopló, buscando el teléfono en su bolsillo—. Clara, llamá al SAME ya. Y vos —le apuntó al mozo— andá a abrir la puerta y dejá de temblar que me estás poniendo nervioso.

Clara, con sus veintipico recién cumplidos y la camisa todavía bien planchada, se acercó al chef, que estaba sentado en el suelo, gimiendo bajito. Tenía un tenedor clavado entre los huesos de la mano izquierda. El metal vibraba con cada espasmo involuntario.

—¿Qué pasó acá?

—El tipo... el dueño... me gritó... me dijo que mi salsa era de lata... y... y yo... —balbuceó el chef, llorando—. No sé qué me pasó...

—Estos son los casos que más odio —masculló Vini, girándose hacia Clara—. Nadie muere, pero todos terminan sangrando. Y nosotros limpiando el puterío.

Se escuchó la sirena acercarse por la calle Guaminí.

Pero lo que ninguno de ellos sabía, mientras el caos cotidiano de la ciudad los absorbía, era que cada uno de estos hechos —desde el anillo escondido en un centro de jubilados hasta la pelea de un chef indignado— estaban unidos por un hilo invisible.

Uno que alguien, en la sombra, ya estaba tejiendo con precisión quirúrgica.

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Centro de Jubilados – Frente a la calle
9:20 AM

Aleks salió del edificio, abrochándose la campera hasta el cuello. El frío lo recibió como un cachetazo húmedo, típico de una mañana porteña en la que el sol es solo un dibujo en el cielo.

Sacó un Marlboro del bolsillo y lo encendió con la parsimonia de alguien que ya no tiene apuro por vivir mucho más. Dio la primera pitada con los ojos entrecerrados. "Bien, primito. Si dejaste huellas... te juro que me encargo de que las borres, para luego molerte a patadas."




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