Si yo fuera un pez, desearía serlo en un mar en calma, rodeado de cardúmenes que, como yo, tuviesen como propósito dibujar rutas sincronizadas en el cuerpo oceánico, con la misma uniformidad de una tropa de baile.
Pero, ni yo soy pez ni el mar dormita más de dos segundos seguidos; ruge, se retuerce y expulsa de sus profundidades seres que parecieran concebidos para alterar la pacífica danza de un inofensivo banco de peces.
Muchos talentos emergen en el mundo: los hay de oficina, de escuela o de fábrica. Muchos de ellos comparten un componente: también quisieran nadar en un mar en calma. Pero, un mar en calma no aguza los sentidos, y un mundo sin tiburones jamás nos hará marineros de la vida.
Una historia he escuchado infinidad de veces, tantas que no aseguro que sea anécdota, fábula o testimonio registrado. Pero las formas no entorpecen el contenido, y la sabiduría de su mensaje perdura sin importar que lo haya contado un testigo o un cuentacuentos.
Esta historia cuenta que los barcos japoneses llevan peces vivos en su cargamento, a fin de preservar su frescura el mayor tiempo posible. Sin embargo, los peces en el cargamento, desprovistos de las amenazas de los océanos, a menudos se mueven poco, y ese aletargamiento, cuenta la historia, produce un cambio en su sabor que no es agradable para los comensales.
A fin de preservar los constantes movimientos de los peces, y por ende su frescura, los pescadores utilizan un método: introducen un tiburón pequeño al tanque a fin de obligar a los peces a mantenerse en alerta y perpetuando su vida tal como la conocen en las profundidades, esto es, en constante movimiento.
Dicha historia tiene su símil en el mundo humano. Pareciera que la historia se exige regalarnos rivalidades de antología. Muchas de las leyendas modernas tienen su legado “empañado” por el contrapeso de alguien considerado, en el más amable de los casos, igual de bueno.
En la parte de la mente humana que anhela la comodidad y la calidez de una obra ensayada, puede parecer ideal una vida sin rivales verdaderos, sin tiburones al acecho. Un trono seguro es pináculo de muchos sueños, pero muchos soñadores necesitan la inseguridad de un reino disputado para hacer aparecer las cualidades más profundas, los talentos más recónditos y las fuerzas que ni siquiera ellos conocían.
Por más que nos empeñemos en calificarnos como nuestros mejores maestros, muchas veces es el opuesto, con igual o mayores capacidades, el único capaz de despertarnos por completo. Un tiburón, y no solo en la forma de un humano, sino de una circunstancia adversa, a veces es necesario.
Lo más extraño es que, tras una lucha entre gigantes, uno y otro parecieran desarrollar un vínculo especial, de respeto mutuo y reconocimiento. ¿Quién fue el tiburón y quién el pez en huida? Al final de una rivalidad es imposible saberlo; lo más probable es que uno y otro fueran ambos en temporadas distintas.
En la memoria de dos personas que lucharon durante mucho tiempo se asienta con mayor fuerza un rival, que un tibio seguidor que nunca supo oponerse a sus fuerzas. ¿Qué sería de los competidores si nadie se opusiera a sus fuerzas? Quizá ni ellos mismos lo sepan, pero una cosa es segura: en muchas batallas, es necesario un tiburón para dejar de ser un pez en aguas estancadas.
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