Penicilina

Capítulo 6

Dimitri, con su creado nombre y su cabello gris, trataba de centrarse en algo.

Los cargos del tal Eros: Homicidio Culposo, también llamado Homicidio Involuntario, cuya condena podía ir de 1 a 8 años, pero también lo investigaban por Tráfico de Drogas, esos eran mínimo 5 años, máximo 15 años.

La situación del amigo de River era delicada, mucho más delicada de lo que él debía manejar, basado en su experiencia. 
Sin embargo, algunas cuentas no le cuadraban como se suponía.

Si Eros vendió drogas a River entonces el único cargo sería el de tráfico, pero habérselas regalado no implicaba que el chico sabía por qué Arquímedes las necesitaba. Además, ¿cómo podían ellos probar que Eros se las dio a Archie y no que Archie se las robó a Eros?

Si el asunto eran las drogas, ¿por qué no lo acusaron por tráfico de drogas? Y si el asunto era la complicidad del suicidio, ¿por qué iban tras las drogas?

Más importante, ¿por qué Dimitri estaba interesado siquiera en el caso?

En el fondo estaba convencido de que la fiscalía tenía un caso débil, creía en las oportunidades de ganar. Decidió pensar que sólo era eso. El siguiente paso era pedir a River que asumiera su papel de detective, entender qué estaba sucediendo en realidad.

De hecho, ser asistente legal en un caso de alto perfil sería beneficioso para su futura carrera, también para su ego, y River le caía muy bien como para ignorar su profundo dolor. Quizá las estrellas se alineaban a su favor para salvar a Eros.

El adolescente entró en el departamento de Dimitri una tarde, para ponerse de acuerdo con algunas cosas, cuando el más joven vio una copia de su libro favorito en la mesa del universitario.

—“Matar A Un Ruiseñor”—observó River, con nostalgia—. Es un buen libro.

Dimitri levantó la vista de sus apuntes un momento, admirando los sentimientos inusuales en el rostro de River al ver el libro.

—Sí, me hizo querer ser abogado, pero no soy el primero que dice eso.

River retuvo una leve risa.

—Entiendo el sentimiento, créeme que sí.

— ¿Qué es tan gracioso? —preguntó Dimitri, confundido.

—Mi nombre es River Atticus Visconti.

Inmediatamente ambos explotaron de la risa. El padre de River era abogado, y en efecto pertenecía al grupo de los que admiraron tanto al padre de la protagonista, Atticus Finch, que decidieron estudiar Derecho y ser como él.

—No puede ser—susurró el universitario en medio de su incredulidad.

—Mis padres eran abogados, mi mamá representaba a la fiscalía, mi padre defendía al acusado, Violación en Primer Grado.

—Oh.

—Sí, mi padre es un idiota—quiso arrepentirse de lo que dijo, cosa que no fue posible, ya que eso creía—, pero tiene su propia firma y es de los mejores del país. Te podrás imaginar el resto: un affair en el baño.

Dimitri se rascó la nariz.

— ¿Quién ganó el caso?

—Mi mamá—dijo con orgullo—. También se quedó conmigo, ella quería un hijo y no quería la compañía de mi padre, hizo lo mejor que pudo.

River lucía muy tranquilo, Dimitri deseó poder decir expresar sus sentimientos con esa fluidez. Entonces pensó en el último comentario y alzó una ceja.

—Eso no suena muy bien—expuso el británico.

—Era una excelente madre, pero nada compensa tener a un padre al que no le importas. 

La calma del adolescente era increíble, daba la impresión de un psicólogo hablando de un paciente, no la de un chico contando su historial familiar.

Volviendo a Archie, intentaron buscar vínculos, pero él no había sido un chico muy social, nadie le prestaba mucha atención, y lo peor es que no era un chico poco social que preocupara, siempre fue tímido, a veces hablaba con algunos, no se involucraba mucho, decía que quería ser arquitecto.

¿Qué más tenían?

River investigaba sobre el suicidio en sí, lo que resultaba delicado para sí mismo. «Yo no importo, Archie importa, Eros importa». Indagar en la vida de la familia Donovan sería delicado para la memoria de Archie, River no quería arriesgarse a romper sus corazones más de lo que ya estaban. 
El chico era sensible, muy sensible.

Eventualmente debían hablar con los padres de Archie, sólo que no exactamente ahora.

—Debió haber alguien de confianza para él, un amigo o algo, nadie está tan solo en el mundo—Dimitri pegó la mirada al techo—. Además de mí, probablemente.

—Tú no estás solo en el mundo, De Gales—bromeó River ofendido—. Creí que era tu amigo.

—Somos dos humanos que se unieron por una causa común. Ser jóvenes colegas no implica que seamos amigos, ¿por qué querrías tú ser mi amigo?

—Tienes un apellido divertido, quizá sea eso—dijo—. No tengo muchos con quienes presumir últimamente, pero es tener un amigo con apellido De Gales, wow. También disfruto tu compañía.

—Creo que tú…—quiso decir el británico, pero las palabras se le atragantaron.

River esperaba con paciencia mientras soplaba su café con leche hirviendo. En la expectativa por las palabras de Dimitri, el joven tuvo la oportunidad de ver el reloj marcando la hora.

¿Y qué hora era? Hora de correr a su clase de teatro si no quería llegar tarde.

Ésta vez no fue estúpido, llevó su auto. 
Y River, ¿estaba nervioso cuando llegó? Más que nunca en su vida. En el salón de clases estaba el Profesor Pollard, sin las gafas de sol era fácil temerle a su profunda mirada y ceño fruncido.

El lugar era amplio, una de las paredes tenía un intimidante espejo de esquina a esquina, y todas las sillas se posicionaban en dos filas, mirando al centro. Fue fácil intuir lo que venía. Todos los profesores apoyaban métodos distintos, y aquellos que compartían una de las técnicas tenían interpretaciones diferentes de la misma. 
Así funcionaba eso, pero a todos los directores de teatro les gustaba exponer a sus alumnos al escrutinio de los otros alumnos. Cuando ya todos estaban sentados, Pollard dijo que preguntaran ahora o callaran para siempre.

— ¿Qué tenemos que hacer, profesor? —preguntó una chica rubia que intentaba disimular su acento ruso, River lo notó, Pollard también.

—Pasar al frente, interpretar lo que escribieron. ¿Alguna otra pregunta? 
Un chico chico negro de envidiables pestañas largas alzó la mano.

—No estamos en la primaria, Ridley, pregunta—acotó Pollard.

« “Ridley”, sabe su nombre. No sabe mi nombre, ¿he hecho algo para que sepa mi nombre? No, pero quiero que sepa mi nombre—pensó River Visconti, desde el fondo de su cerebro—. Haré algo para que sepa mi nombre.»

Ridley parpadeó antes de hablar.

— ¿Por qué lo hacemos aquí? El escenario no está ocupado…

Pollard levantó una ceja.

—El escenario es un lugar sagrado, lo usarán cuando yo crea que están listos usarlo. 
Luego vino la pregunta más inútil que River escuchó en su vida, pero seguramente el profesor la había escuchado antes junto con mil cosas mil veces más inútiles.

— ¿Hay alguna técnica específica que debamos usar? —Preguntó otra chica, River no reconoció su acento, habían muchos chicos de nacionalidades diferentes, eso le agradaba al chico— ¿Stanilavsky? ¿Meyerhold? ¿Grotowski?

—Sí, señorita—dijo un fastidiado Pollard—, ya entendimos que te dieron la misma clase que a todos nos dan. La técnica que quiero que apliquen es… actuar. ¿Suficiente para ustedes?

Todos se preguntaron si eso se trataba de algo más profundo.

River entendió que en su clase había actores increíbles, pero no escritores especialmente buenos. Dios, lo único que deseaba era no ser tan patético.

Porque, si tenía que decir algo sobre Pollard es que era un fanático de la palabra “patético”.

“Actuación decente, pero el texto es patético.”

“Tu expresión corporal está bien, pero la facial es inútil, no dejaste de mirar al suelo, y no hablemos de tu patético monólogo.”

“Bien, creí lo que dijiste, pero no sé rayos querrías decir con… eso que escribiste.”

“Es interesante lo que hiciste con tu risa, y ese texto... ¿nunca consideraste ser guionista? Claro que no lo digo en serio, eso fue patético.” 

“Espero que tu patético perro haya escrito ese patético texto.” 

“Patético, no encuentro otra descripción.”

Obviamente Rolland Pollard no era un sujeto lleno de tacto que se preocupaba por ver a sus alumnos reteniendo lágrimas. Basado en su propia experiencia, River Visconti sabía que ningún director tenía eso que llamaba “tacto”, no era un elemento que formara parte de su composición genética, ni la de Pollard ni la de nadie.

Se dijo a sí mismo: ¿Qué es lo peor que podía pasar? ¿Ser rechazado? Bueno, ya había sido rechazado antes.

Respiró en sus cuatro tiempos básicos. Pensó en los padres de Archie, pensó en Mark.

Hoy me siento triste.

Levantó la mirada.

Aunque no lamentable ni miserablemente triste. Digo, no se me cae el piso ni las estrellas se marchitan, no lloro por ella, por él, por ti, por mí o por mi triste vida. Y definitivamente no lloro por estar solo, podré estar soltero, pero jamás solo.

Siendo sincero, no lloro por mi cama vacía, ni mis poemas incompletos, ni los recuerdos olvidados, las fotos perdidas o los recientes bloqueos. Tampoco lloro porque esté mal el mundo, siempre estará mal, aunque sea yo, del todo mundo, el ser más triste. Existen mil razones para llorar: existen personas malas y aquellas personas a las que no importas, existen los comentarios malintencionados en la misma cantidad que existen los sueños imposibles, existen los mandamientos violados tanto como existen los pecados y las tragedias, hay días grises, días azules, así como hay días en los que te sientes invisible.

Tantas cosas, tantas razones para llorar…

Hubo una sonrisa despreocupada.

Pero no estoy llorando si quiera.

Reflejó confusión, confundió a Pollard.

Vivo en el calor eterno, el frío de la noche me quema; un puente a la distancia brilla. No es eso lo que me tiene triste, ambos lo sabemos.

«Ambos» resonó en la cabeza del director. 
Estoy triste sin razón, estoy triste sin motivo, pero, declarando con la verdad que mereces, estoy menos triste que contigo.

No era una carta de amor, ni de desamor, Pollard se fijó en el pecho del chico, controlando una agitada respiración. ¿Era siquiera una carta?

No. No estoy deprimido. No utilizaré el término "deprimido", para quien se canse de la palabra "triste". Pues la depresión es otro tema, un tema que guardaré para otro escrito, porque si ya me quiero cortar las venas estando ligeramente, sanamente, justamente y extrañamente triste, no me imagino estando deprimido. A ver, siempre he sido contagioso, como un virus nocivo, o una infección en tu sangre, así como siempre he sido impulsivo, impredecible y una culminación deseable desde la ventana. ¡Soy un paracaidista triste!

Dios, qué chiste tan aburrido...

La burla en su voz no era propia de una sátira. ¿Era un psicópata?

¿Y bien? No tengo el corazón roto, el día me pide que sonría, todo parecer nacer de nuevo, tal como éste fatal humor en mi nueva vida. Aun así no importa cuál sea la latitud del sueño, o la guerra que ha cesado, no importa cuánto el mundo haya cambiado, no consigo estar menos triste.

No interpretaba a un psicópata. Ni era una carta de amor.

Me gusta tu sonrisa tanto como tus días tristes, esos en que yo no te agrado tanto. 



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En el texto hay: misterio, romance, drama

Editado: 03.04.2021

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