Ahora que lo pienso mejor, voy a retroceder un poco más. Voy a empezar desde el día en que era un tierno y dulce niño de 8 años de edad.
No recuerdo la fecha exacta; lo único que sé es que en aquel año tenía llena de sueños mi cabeza. Mi verdadero nombre es Bob Gray. El pequeño Bob creía que de grande lo iba a visitar la diosa Fortuna. Juré por mi vida que la pobreza no me alcanzaría cuando me convirtiera en adulto.
Mis padres me mandaron a la escuela con un esfuerzo poco considerable. Ambos eran indigentes y se colocaban en la entrada de una iglesia católica para pedir limosna. Cuando papá me compró, con mucho esfuerzo, los útiles para que pudiera ir a la escuela por primera vez, me dijo que por cada cosa que perdiera me daría una paliza de la cual no podría ni tan siquiera levantarme de la cama al día siguiente.
Pensé que solo se trataba de vanas promesas. Pero aconteció un día en el que, por situaciones de la vida, perdí una pluma de ganso estilográfica con su respectivo frasco de tinta. Aquella era la forma natural de escribir en aquel entonces. No existían, por esos tiempos, las facilidades de los tiempos modernos. Aquellas épocas requerían un mayor esfuerzo.
Por aquel entonces ya existían vehículos a motor, pero eran tan obsoletos que un caballo era cinco veces más veloz que esos lentos cacharros. La electricidad se había vuelto común y luego llegó la tecnología. Mi papá compró una nevera pequeña que vendían en el mercado negro; esta servía para guardar las carnes y el vendedor afirmó que todos los alimentos se conservaban frescos. Las nuevas eran muy costosas, así que papá compró nuestro primer refrigerador ya reutilizado.
Pero volviendo al tema de la pluma estilográfica de ganso con su frasco de tinta negra, ese día quedó marcado en mi memoria, ya que mi padre me golpeó tan fuerte en la espalda y en el rostro con una vara de gran grosor que me dejó tan hinchado que me costó conciliar el sueño durante cinco días aproximadamente. Al querer dar el más mínimo movimiento, sentía un dolor tan intenso y ardiente que experimentaba la sensación de que mi carne y huesos estaban magullados.
Mi madre jamás me defendió; ella tenía claro que no debía meterse cuando mi padre me imponía un castigo. Mi padre era un maldito ebrio, y mi madre lo acompañaba en sus andares. Ambos eran tal para cual. Desde aquel entonces, para no perder ningún objeto, tenía que robar obligatoriamente los útiles de mis compañeros. Me volví un pequeño delincuente; muchas veces fui partícipe de robos innecesarios solo para quedarme con la sensación de ver sufrir a alguien más que no fuera yo.
En aquel entonces sentí que odiaba a todo el mundo: a mis maestros, compañeros de escuela y hasta a mis propios padres. No quería que mi padre me volviera a golpear. Lo que más anhelaba con todo mi corazón era poder verlo fallecer de la forma más cruel posible.
Mi hogar estaba rodeado de tierra frágil; estábamos apartados de la sociedad común que tenía un sueldo estable. Nuestro terreno era tan barato que casi salía gratis obtenerlo; nadie quería vivir en esa pocilga de tierra pringosa, tan solo nosotros. Era el lugar ideal para hacer defecar a los perros, gatos o cualquier tipo de mascota. Asimismo, a los propietarios de caballos y ganado les gustaba dejar depósitos de suciedad de sus animales en las inmediaciones de nuestra vivienda. La gente inmoral había convertido los alrededores de nuestro domicilio en un vertedero donde arrojaban todo tipo de papeles, pañales de tela… y nosotros, cada día, teníamos la tarea de salir a recoger aquellas suciedades para depositarlas lejos de nuestro lugar de convivencia familiar.
Un día aconteció algo inesperado. Escuché una barahúnda fuera de casa. El escándalo no era muy común por allí. Aunque nuestra casa quedaba alejada de las demás, las panderetas, tambores, armónicas, trompetas y trombón se escuchaban extremadamente fuertes. Corrí rápidamente hacia el segundo piso para ver el acontecimiento por la ventana.
Mi ventanuco, al llegar la noche, tenía que cerrarlo por seguridad más que todo. Quizás podrían querer entrar uno que otro delincuente nocturno, o, si no, también algún animal extraño —por ejemplo, murciélagos— que podrían invadir nuestra propiedad. No podía ver a través de ella ya que no era de cristal, sino de madera. Así que, si quería ver hacia el exterior, tenía que pegar mis ojos en las rendijas que quedaban entre los bordes. Pero en el día permanecía abierta y podía disfrutar de nuestro maravilloso entorno, que podía ser desierto y selvático a la vez.
Por lo consecuente vi que se trataba de unos hombres con los rostros pintados, cuyas vestimentas estaban conformadas por trajes anchos y coloridos.
Pasaron gritando por todo el pueblo que iban a dar un show al anochecer. Iba a haber unas carpas junto al viejo molino. Ahí darían su espectáculo, inspirado por los mejores cirquistas de Londres, que según ellos eran los mejores del mundo entero.
Faltaban pocos días para mi cumpleaños y mi mamá convenció a mi padre para que me llevara a ver el circo, ya que yo le había dicho a mamá que tenía ganas de ir. Mi papá dijo que no me prometía nada. No obstante, si le iba bien con las limosnas, me aseguró que me llevaría a ver el show.
Fui a la cama a pedirle a Dios, de rodillas, que papá y mamá tuvieran buenas recolectas ese día para poder disfrutar del majestuoso circo. Las limosnas de mi padre fueron buenas, así que me dieron la noticia de que íbamos a disfrutar del espectáculo. No podía estar más emocionado. No sabía qué era un circo en realidad, pero sentía muy dentro de mi corazón que iba a tratarse de algo muy divertido.
Así, al llegar la noche, tras recalar en el lugar, encontramos carpas gigantes y coloridas que nunca antes habían presenciado mis ojos. A continuación, hicimos la fila en una boletería para poder entrar.
Nos sentamos, y entonces una señorita que traía puesta una peluca rosa presentó el show y dijo que el primer acto se trataba de malabares.