Por aquel entonces, Derry aún conservaba adoquines en varias de sus avenidas principales. La avenida Balltrom, una de las más singulares, conduce a un amplio sendero donde los adoquines desaparecen poco a poco, cediendo su lugar a un camino de tierra que abre paso a la entrada más segura hacia el bosque. Allí, una vasta arboleda de robles se alza imponente desde tiempos inmemoriales, como custodios antiguos de un mundo que no ha sido del todo conquistado por la civilización.
En esa zona, el visitante podía toparse con una abundante variedad de flora: la hierba nudosa japonesa se entrelazaba como una malla natural sobre el suelo, mientras las flores de campanas y las brugmansias —también llamadas trompetas de ángel— colgaban como si fueran campanillas encantadas de un cuento oculto. También brotaban hortensias de colores melancólicos, fucsias intensas y dalias de pétalos ondulantes. Todo ese conjunto daba al bosque un aire de enclave sacado de las páginas de una fábula antigua, donde cada hoja parecía tener su propio susurro y cada flor, un secreto.
La entrada a la floresta se abría en un costado de la ciudadela, mientras que el frente presentaba ciertos sectores polvorientos, producto del paso del tiempo y de la urbanización que dejó su huella a través de los adoquines de Derry. Mucho antes, según cuentan los ancianos del lugar, se talaron árboles para abrir rutas y senderos que dieran forma a las ciudades modernas. Aquellas tierras descubiertas por el hacha y el fuego terminaron agrietándose y secándose con los años, dejando un contraste entre la tierra resquebrajada, los caminos polvorientos y las zonas empedradas donde hoy se levanta la ciudad.
A unos dos kilómetros y medio hacia el este, desde la parte trasera de mi hogar, se encuentra una antigua vía ferroviaria. El tren que la recorre viaja en dirección norte: primero hacia la ciudad de Bangor, luego atravesando Etna, Bolgrum, Semprél, El Descanso de Namiry y, finalmente, El Reposo de Belmosthet. Cada una de estas ciudades posee su propia porción del bosque, separadas por ríos estrechos pero de corrientes vigorosas. Es como si algún dios cartógrafo hubiese trazado con exactitud sobrenatural los límites de cada ciudad, otorgándole a cada una un fragmento del bosque con distintas especies de árboles y flores, como un acto de equilibrio natural.
Muy lejos de Derry, más allá de donde alcanzan los mapas comunes, yace un lugar temido y casi olvidado: el bosque de Anubias. Nadie se atreve a internarse en sus profundidades. Está prohibido. Quienes osan penetrar más de quinientos metros rara vez regresan. Su perímetro está colmado de letreros de advertencia, alertando a cualquier curioso sobre los peligros que acechan tras la espesura.
Cuenta una antigua leyenda, relatada por habitantes de El Reposo de Belmosthet, que el bosque de Anubias está infestado de plantas alucinógenas de tal intensidad que su fragancia penetra los sentidos hasta hacerlos perderse en un abismo mental del que no hay retorno. Se dice que quienes respiran ese aire se desorientan tanto que jamás vuelven a ser encontrados. Las bestias salvajes, afirman, se encargan de los cuerpos. Lo extraño es que ni siquiera se hallan vestigios: ni ropa, ni objetos. Nada. Como si las pertenencias se deshicieran en el aire, esfumándose como cenizas encantadas.
De tales misterios nacieron leyendas aún más oscuras. Se habla de un hombre que aseguró haber visto criaturas pequeñas, de no más de un metro, con piel grisácea y orejas puntiagudas: seres aterradores con extraños símbolos grabados en sus cráneos calvos. La historia se propagó rápidamente entre los habitantes de Belmosthet, provocando inquietud. El hombre afirmó que, al intentar dispararle a una de estas criaturas con su escopeta, esta se desvaneció al instante, dejando solo una voluta de humo ante sus ojos. Luego, los otros seres que la rodeaban desaparecieron del mismo modo, como si nunca hubieran estado allí.
Los doctores y científicos locales aseguran que todo fue un episodio de alucinación provocado por las toxinas de las plantas. Sin embargo, lo verdaderamente inquietante es que jamás se ha hallado ni una sola pista de quienes han desaparecido allí. Nada. Ni rastros. Solo el silencio y la leyenda.