Pennywise [el origen]

CAPÍTULO 12: DE CACERÍA

Así llegó el día siguiente. Empecé a preparar lo que tenía pensado. Nada tenía que salir mal.

Al día siguiente llegaron los chicos, al primer golpe de la puerta corrí para abrirles. La cerca de mi casa era alta y estaba llena de maleza. Mi patio estaba lleno de diversas plantas. Se parecía mucho a un jardín botánico.

-Todos los nueve llegaron.

Noah, Oliver, Emma, Mateo, Sebastián, Dylan, Ian, Ethan Y William. Pero solo sabía quién era Oliver y Emma. El resto solo conocía sus nombres, pero no podía identificar quién era quién.

Yo antes había tallado sus nombres en una madera lisa, les dije que cogieran el trozo de madera con sus nombres y los guarden en el bolsillo de sus shorts o pantalón. Cada uno así lo hizo y me puse muy feliz. Nadie cuestionó aquello que les dije que hicieran. Solo se miraron extrañados los unos a los otros.

Oliver me preguntó. ¿A dónde se encuentran los miembros del circo?

No seas impaciente, dije a Oliver. Ya los llamo, están adentro preparándose para el show. Quédense aquí porque quiero ver qué están haciendo los muchachos.

Entré a la casa por la puerta trasera y salí al rato y les dije. Chicos; los muchachos me dijeron que les habían preparado un show especial. Pero como se trata de una sorpresa les tengo que vendar los ojos.

Los obligué a sentarse, uno por uno, sobre unas rocas frías y toscas que había dispuesto en el patio.

Entré en la casa por la puerta trasera. En un rincón sombrío de la cocina me esperaba el mortero de piedra. Coloqué dentro las flores de campana, ese antiguo veneno de los sueños y la voluntad. Sabía bien cómo prepararlas. Mi padre me lo enseñó... no con palabras, sino con actos. Lo recuerdo bien: delirios que me atrapaban como pesadillas interminables, mientras él contemplaba mi ruina con una sonrisa ausente. Ahora, era mi turno de contemplar.

Empecé a triturar los pétalos con movimientos lentos, casi ceremoniales. Poco a poco, la mezcla se volvió pastosa, exudando un aroma dulzón y nauseabundo, denso como el mismísimo olvido. Cuando estuvo lista, empapé varios trapos en aquel licor venenoso, asegurándome de que cada fibra quedara saturada.

Regresé al patio por la misma puerta trasera. Los niños seguían allí, sentados sobre las rocas del jardín, rodeados por la espesura de aquel espacio que parecía un jardín botánico en penumbra. Antes de todo, me sentí feliz de que me hayan creído que les tenía preparada una sorpresa donde les iba a dar un show privado... Confiaron en mí. Pobres criaturas, son demasiado ingenuos.

Me acerqué al primero. Le sujeté la cabeza con una mano firme, la otra llevando el trapo impregnado directo a su nariz y boca. Al contacto, se removió inquieto, pero no pudo resistir mucho. Sus respiraciones se hicieron cortas, erráticas. Un estremecimiento final recorrió su cuerpo... y cayó desmayado.

Pasé al siguiente. Y al siguiente.

Uno tras otro fueron cediendo. Apenas podían resistirse, privados de la vista, atrapados en un juego que no entendían. Sus pequeños cuerpos se convulsionaban al principio, como hojas atrapadas en un viento invisible. Luego sus músculos se rendían, las cabezas ladeadas, los miembros flácidos, rendidos a la inconsciencia.

Los contemplé en silencio. El aire parecía haberse espesado a mi alrededor.

Los arrastré adentro, uno por uno, dejando sus cuerpos inertes sobre el suelo de madera que crujía bajo su peso. El aire estaba cargado de ese perfume venenoso, y un silencio denso se instaló en la casa. Mi respiración era lo único que se escuchaba.

Entonces preparé la segunda parte. Tomé cabos finos pero irrompibles y até sus muñecas tras sus espaldas con nudos estudiados, apretados hasta cortar casi la circulación. Cada amarre era un pequeño acto de justicia, o así me lo decía a mí mismo: una ofrenda por cada humillación que recibí.

Esperé a que despertaran. Pero la dosis fue más fuerte de lo que esperaba; seguían sumidos en un sopor profundo. Sus pechos subían y bajaban pesadamente, atrapados en un sueño del que no podrían huir.

No importaba. El tiempo jugaba a mi favor.

Con calma meticulosa, tomé gruesos trapos, los enrollé y los usé como torniquetes en sus bocas. Los forcé entre sus dientes, presionando hacia atrás, sintiendo la resistencia de sus mandíbulas. Luego até los extremos detrás de sus cabezas con nudos firmes, crueles. Quería que, cuando por fin despertaran, sus gritos fueran apenas un eco sofocado, inútil contra las paredes de mi morada.

Al rato comenzaron a reponerse. Cada uno de ellos empezó a mostrar una profunda angustia. Intentaron salir corriendo, pero sus pasos se volvieron torpes, trastabillantes. Quisieron gritar con fuerza, pero de sus gargantas solo emergieron tenues gemidos.

Un niño de cabello castaño, con los ojos aún vendados, trató de huir, pero tropezó y cayó de bruces contra el suelo. Entonces les retiré las vendas a cada uno, para que pudieran correr. El niño persistió en su intento de alcanzar la salida del patio. Apunté con mi arco y flecha hacia su cabeza, pero fallé. Sin dudar, coloqué otra flecha en mi arco; esta vez se alojó en su espalda. De su boca brotó un sonido seco, un «aww». Al revisar el bolsillo de su pantalón, encontré la madera tallada con el nombre de Noah.

A Oliver lo conocía muy bien. Emma era fácil de identificar: era la única mujercita. Oliver, Emma y otro niño salieron corriendo, dispersándose entre las plantas. Escuché sus gemidos y, al correr tras Oliver, lo encontré llorando. Extendí la cuerda de mi arco, le apunté a la frente, estaba a escasos dos metros de distancia. De inmediato lancé la flecha, que se incrustó en su boca abierta. No escuché su último suspiro; la flecha rasgó el trapo que tenía atado y le atravesó el cráneo.

La verdad, sentía un profundo malestar: había perdido mucha puntería. Antes era mucho más certero que ahora. Fui en busca del otro niño. Lo busqué hasta que lo hallé, desmayado en el suelo, en posición de decúbito lateral izquierdo. Tensé la cuerda de mi arco, le apunté al pómulo derecho, luego consideré mejor dispararle a la sien. Pero mi flecha, como si cobrara voluntad ante mi vacilación, tomó la decisión por sí misma y se introdujo en su oreja derecha, más precisamente en el orificio sarroso. El sonido antes de morir me sonó como a, «ugf». Me alegré de que ya estaba retomando mi puntería, ya estaba acertando más a mi objetivo que tenía predestinado. Busqué en su shorts marrón que le llegaba hasta las rodillas y hallé la madera tallada con su nombre y se trataba de Mateo.



#37 en Paranormal

En el texto hay: paranormal, terror, terror gore

Editado: 02.09.2025

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