El sol del mediodía caía a plomo sobre Derry. La brisa era apenas un susurro, y en el inmenso jardín trasero —que yo cuidaba con un esmero casi patológico— las flores parecían rendirse ante el calor. Las dalias, las hortensias y los lirios marchitos exhalaban un perfume rancio, atrapado en el aire inmóvil. Las mariposas se arrastraban pesadamente entre los pétalos. Desde el porche de mi casa de madera —de dos pisos, vieja y roída por los años— contemplaba con cierta satisfacción aquel escenario sofocante. Las ventanas, de marcos gruesos y astillados, estaban cerradas a cal y canto para mantener a raya el polvo y a los insectos que se colaban por las rendijas. Las polillas hacían festín en los rincones más oscuros.
Adentro, la penumbra reinaba. Me hallaba en la sala principal, sumido en la lectura de Macbeth. Las páginas amarillentas de aquel viejo ejemplar crujían bajo mis dedos, y la sangre, la traición y la locura danzaban en mi mente como un carnaval grotesco.
Al cabo de una hora de lectura intensa, una punzada de hambre me sacudió el cuerpo. Cerré el libro con un chasquido seco, dejando que una nube de polvo flotara brevemente en el aire viciado.
Con pasos deliberados fui hasta el rincón de la cocina, resguardada del calor sofocante, estaba mi nevera —una de esas primeras que llegaron a América—, un tosco artefacto de metal pintado de blanco, con gruesos remaches y una cerradura de hierro. Funcionaba a base de bloques de hielo que yo mismo reponía cuando era necesario. La puerta emitió un chirrido agudo al abrirla.
Un vaho gélido y pútrido me envolvió de inmediato. Dentro, cuidadosamente envueltas en fundas de lino grueso, yacían las partes de Oliver. Su pierna —despedazada desde la rodilla hasta el muslo— esperaba paciente. Días atrás, me había regalado un festín memorable con sus pies. Los había asado a fuego lento en el patio, sobre una parrilla oxidada, untándolos con salsa verde y un sinfín de condimentos. La carne, al tostarse, desprendía un aroma tan embriagador que me costaba no salivar como un perro famélico. El crujir de la piel dorada al primer mordisco había sido un placer indescriptible. Aún podía sentir entre los dientes la textura gelatinosa de los tendones chamuscados. Recordar aquello me provocó un hambre atroz.
Volví al presente y extraje con cuidado un muslo. Me costó discernir si era el izquierdo o el derecho, pero en verdad, la distinción carecía de importancia. La carne, veteada y ligeramente amoratada, desprendía un perfume agrio que excitaba mis sentidos.
Con mi cuchillo más afilado —de hoja ancha y pulida— desprendí un generoso trozo del muslo. En la cocina, el suelo de madera crujía bajo mi peso. Encendí la hornilla de hierro fundido y coloqué la carne sobre la sartén engrasada. El chisporroteo fue inmediato, y el aire se llenó de un aroma espeso, casi obsceno. Añadí un puñado de condimentos: sal gorda, pimienta negra, comino, pimentón... la mezcla perfecta para realzar los sabores más oscuros de aquella carne.
Cuando el asado estuvo listo —jugoso, humeante, con los bordes crujientes—, anudé un trapo alrededor de mi cuello, decidido a no manchar mi impoluta vestimenta. Sentí una fascinación casi ritual mientras cortaba el primer bocado. El sabor era sublime; un buen trozo de Oliver satisfizo con creces mi apetito.
Tras la comida, limpié mis manos con un paño húmedo. Sin prisa, tomé un palillo de madera y lo deslicé entre mis dientes, extrayendo con deleite los restos que el cepillo jamás podría alcanzar.
Con el estómago lleno y el alma en calma, retomé mi lectura. Afuera, el sol seguía abrasando el jardín, indiferente a los pequeños horrores que se cocían en aquella vieja casa de madera.