Al llegar la noche, mis párpados comenzaron a pesarme como plomo.
Cuando por fin me recosté en la cama, caí en un sueño profundo, casi sepulcral. La madera del viejo lecho crujía apenas bajo mi cuerpo, y el aire en la habitación estaba denso, impregnado del aroma agrio de humedad y polvo antiguo.
De pronto, aquel sueño fue abruptamente interrumpido por un siseo sibilante, helado como el filo de un cuchillo. Abrí los ojos, y en un rincón oscuro de mi habitación distinguí a dos siluetas ominosas. Eran sombras humanas, densas como humo, perfiladas apenas en la penumbra. La luz de la luna entraba inclinada por la vieja ventana de madera, cuyos postigos, carcomidos por los años, dejaban pasar un halo plateado que bañaba parte de la habitación. Sin embargo, ese rincón, donde las sombras se alzaban, permanecía en un abismo de oscuridad que la luna no lograba penetrar, como si la luz misma rehusara tocar aquel espacio.
El siseo se transformó en un llanto agudo, estridente. Aquel lloriqueo se fue intensificando hasta convertirse en un chillido insoportable. Yo, irritado, les grité:
—¿Qué hacen aquí en mi casa? ¡Lárguense y déjenme en paz!
Pero el maldito sollozo no cesaba; al contrario, se volvió más agudo, sus lamentos se izaron hasta un grito lastimero que desgarraba el aire.
Volví a exclamar, con más furia:
—¡Malditos, lárguense de mi casa!
Entonces, el llanto se extinguió de golpe, dejando tras de sí un silencio sofocante. De inmediato sentí cómo el colchón de mi cama se hundía pesadamente a mi lado. Al girar con lentitud para mirar, contemplé una figura femenina, bañada en sangre. Sus ropas empapadas goteaban, y su carne desgarrada exudaba aquel líquido espeso. De pronto, su cabeza se desprendió del cuerpo de un tirón antinatural. Con la mano derecha, acercó su propia cabeza a mi oído y, con una voz desgastada y pausada, exclamó:
—¡Tú me mataste!
En ese instante, reconocí su voz. Era mi madre.
Mi sangre se heló por un breve momento, pero apenas comencé a reaccionar, sentí cómo unas manos invisibles me atrapaban los pies. Una voz masculina, gutural y profunda, resonó en mis oídos:
—Yo sigo siendo tu padre.
Después estalló en una risa grotesca, demoníaca, que hizo vibrar las viejas tablas del suelo. Sentí cómo me arrastraba por el piso de madera, áspera y astillada, mientras yo trataba de patear a aquella sombra que se materializaba y desmaterializaba a voluntad.
Lejos de sentir miedo, el odio me llenó las venas. Los maldije con toda mi alma. En el rostro de la sombra de mi padre noté que de su sien izquierda manaba un chorro de sangre abundante, oscura como brea. Su mejilla, en ese mismo lado, presentaba profundos tajos de donde la sangre brotaba a borbotones, chorreando por su cuello espectral.
Lo miré con extremo odio y él, con voz retorcida, me dijo:
—¡Mira lo que me hiciste!
Yo grité, colérico:
—¡Maldito perro! ¡Te lo merecías tú y la zorra de mi madre! ¡Malditos, merecen ir al infierno!
Ray, mi padre, sonrió con burla y sentenció:
—¡Los niños te castigarán!
Entonces Aurora —mi madre— con su cabeza aún sostenida en su mano derecha, sonrió con una mueca macabra y susurró:
—Los niños ya vienen.
Al instante, unas risas infantiles, desquiciadas y malignas, resonaron en la habitación. Los niños reían como pequeños malditos dementes. Lleno de ira, volví a maldecirlos a todos con cuanto odio pude reunir.
Finalmente, las visiones se desvanecieron como humo, y el silencio regresó.
Aún encolerizado, me levanté y fui a beber un vaso de agua, sintiendo que la rabia seguía latiendo como un tambor en mi pecho.