Al volver a acostarme en la cama, lo hice sin un atisbo de temor. El cansancio se adueñaba de mis párpados y el sueño me venció de inmediato. La madera del viejo lecho crujía bajo mi cuerpo, y el aire en la habitación estaba saturado de un hedor insoportable: un olor a carne putrefacta y sangre seca, denso como brea, que parecía impregnar cada fibra del colchón.
De repente, un peso brutal se abalanzó sobre mí. Sentí un cuerpo invisible aplastarme el pecho; unas manos frías como la muerte rodearon mi cuello con fuerza descomunal y comenzaron a ahorcarme. Intenté apartarlo, pero la fuerza de aquella sombra era abismal, inhumana. En un impulso desesperado me tiré de la cama, jadeando, y fue entonces cuando logré distinguir su rostro: un espíritu grotesco, de carne desgarrada, los ojos vacíos y la boca torcida en una sonrisa antinatural.
Aquel ser me habló con voz hueca:
—¿Te gusta mi carne? Dime, ¿te gusta?
Lejos de sentir miedo, una carcajada enfermiza brotó de mis labios. Reí como un demente y le respondí:
—Gracias por alimentarme.
De inmediato, sentí un tirón brutal en mis extremidades. Mis piernas y mis brazos fueron jalados con tanta violencia que por un momento creí que me arrancarían los miembros. El dolor era insoportable, un ardor lacerante que me hizo lanzar un grito salvaje, desmedido.
Entre el tormento, escuché la voz de Oliver:
—Ya nosotros dejamos de ser débiles. Ahora tú eres el débil.
El dolor persistía mientras sus manos invisibles seguían tirando de mis extremidades. En ese instante, comprendí: Oliver no estaba solo; los otros niños estaban con él, y juntos me sujetaban, jalándome como si quisieran descuartizarme. La rabia me inundó. Sentí la hiel derramarse en mi interior, quemándome por dentro.
Finalmente, el tirón cesó. Los niños desaparecieron, dejando tras de sí un aire viciado, casi irrespirable, cargado de muerte. Aun así, no les presté más atención.
Volví a la cama, decidido a dormir. Me convencí de que todo había sido producto de un maldito sueño. Pero cuando apenas comenzaba a cerrar los ojos, el colchón empezó a moverse con violentos saltos. Pude contar ocho sombras, oscuras y deformes, que brincaban sobre mi cama como si se deleitaran con mi agonía.
—¡Duerme, Bob! ¡Duerme! —gritaban entre risas infantiles que sonaban a clavos rasgando madera.
—Ja, ja, ja, ja... —sus carcajadas eran propias de niños dementes, ajenos a toda inocencia.
Y aun así, en medio de aquella burla infernal, el cansancio fue más fuerte. Me quedé dormido. Cuando desperté, los espíritus de los niños ya se habían desvanecido. Por dentro me sentía como un perro rabioso, con la ira bullendo en mis venas.
Era de día. El cielo resplandecía. La luz no alcanzaba a limpiar la pesadez del aire en la casa, aún impregnada del olor a muerte.
Me levanté con el mismo furor que me devoraba por dentro. Fui a la nevera y saqué más carne de Oliver, esta vez de los brazos. Pero hoy no tenía ganas de freír nada. La rabia me impulsaba a otro extremo.
Con una sonrisa torcida, llevé la carne cruda a mi boca. Desgarré la carne con los dientes, con fiereza animal. La sangre fresca manchaba mis labios.
—¡Estás delicioso, maldito Oliver! —susurré para mí mismo, mientras una risa enfermiza me sacudía.
—Ji, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja... —reía como si hubiese perdido la razón.
Mordía y deglutía su carne cruda con lentitud, saboreando cada fibra, cada gota de sangre. Y cuanto más comía, más me invadía la risa, como si alguien me contara el chiste más macabro del mundo.
Al caer la noche, me sentía preparado para recibir a los malditos niños. No tardaron en llegar. Los ocho se presentaron: Oliver, Noah, Mateo, Sebastián, Dylan, Ian, Ethan y William.
Los miré con desprecio y les dije:
—¿Creen que les tengo miedo? —y rompí en carcajadas— Ji, ja, ja, ja, ja, ja, ja.
Los niños entonces ya no me hicieron más daño. Sin embargo, comenzaron a hablar en extensos murmullos.
—Nos escucharás día tras día y noche tras noche, sin final... —dijeron con voces que parecían provenir de todos los rincones de la casa.
A partir de entonces, escuché súbitos susurros del todo inentendibles. Los bisbiseos no cesaban; sonaban como un silbido reptante:
—Bissss... bissss...
El sonido se filtraba por las paredes de madera agrietada, por entre los tablones del suelo, por debajo de la cama desvencijada. Las murmuraciones crecían, cada vez más fuertes, como si se alojaran directamente en mi cráneo.
Durante el día, podía ver a los niños rodeándome. Daban vueltas a mi alrededor, sus manitas pálidas casi rozándome. De repente, comprendí que estaban coreando una canción. Sus voces, agudas y frías, recitaban con ritmo hipnótico:
—El murmullo del diablo, no se va a detener.
—El murmullo del diablo, no tendrá nunca fin.
—El murmullo del diablo, es un comodín.
—El murmullo del diablo, contigo reinará.
—El murmullo del diablo, dulce no será.
—El murmullo del diablo, te consumirá.
—El murmullo del diablo, te enseñará lo que es el dolor.
—El murmullo del diablo, te hará obedecer la voz.
—El murmullo del diablo, danzará nuestra canción.
—El murmullo del diablo, tiene una majestuosa voz.
—El murmullo del diablo, muestra a todos su oscuridad.
—Único y bello deus, perteneces siempre aquí.
—Mi hermoso Asmodeus, todas las noches esperamos por ti y la única salida es entregar tu alma a ti y tu mordida poderosa al tormento pondrá fin.
Por las noches, la tortura se intensificaba. Los niños saltaban en mi cama —esa vieja estructura de madera carcomida que rechinaba y crujía con cada salto— y no me dejaban dormir. Cantaban la maldita canción en murmullos susurrantes, una y otra vez, sin cesar durante toda la noche.
El aire en la habitación era pesado, saturado del hedor agrio a carne corrompida y madera húmeda. Las tablas del piso gemían bajo el peso de sus pequeños pies descalzos, que parecían no tocar del todo el suelo.