Pennywise [el origen]

BAPHOMET

Cuando al fin la primera luz del alba se filtró por las ventanas, el dolor cesó. Un silencio ominoso llenó la casa. Los niños... los niños ya no estaban. No los oía, no los sentía. La casa estaba vacía de sus presencias.

Exhausto, me arrastré hasta la cama. Caí en un sueño profundo, un abismo de doce horas sin sueños ni descanso verdadero. Al despertar, sentí un extraño vacío en el pecho. Y en mi mano derecha, allí donde la criatura había mordido, había ahora una herida cicatrizada: una marca perpetua, una prueba de lo que aquella entidad oscura me había dejado como legado.

Después de un rato, fui al baño a orinar y al ir a mi cama para intentar seguir durmiendo. Sentí que se hundió mi colchón y en aquel instante empezaron a hacerme susurros incomprensibles, yo exclamé; ¡Malditos niños¡ ¡aléjense de mí!

Pero una voz me dijo; alejaste a los niños, pero no a nosotros, ahora tienes que pagar por tus pecados.

A partir de ahí sentí el mismo tormento que con los niños. Mis padres muertos empezaron a fastidiarme y no me dejaron tranquilo. Me atormentaron horriblemente. Sentí que me ahorcaban durante la noche y me decían toda clase de insultos blasfemos. Pasó la noche en que ellos hacían sonidos con sus manos dando aplausos y empezaron a murmurar fuertemente en mis oídos. Los murmullos se intensificaron de tal manera que parecía que me iban a reventar los tímpanos. Sentí un dolor intenso y las voces se escuchaban por miles dentro de mi cabeza. Pasó aquella noche y al día siguiente era exactamente igual.

Luego escuché sonidos perturbadores que rasgaron la quietud de la casa como un cuchillo herrumbroso. Provenían del segundo piso. Unos golpes secos, rítmicos, como si algo con pezuñas enormes corriera sin descanso sobre las viejas tablas del suelo. El estruendo era abismal, como si la misma estructura de la casa fuese a desplomarse bajo aquella presencia.

Me quedé paralizado, cada músculo de mi cuerpo tenso, mientras escuchaba las pezuñas resonar con un patrón cada vez más frenético. De tanto correr en círculos, el sonido se volvió hipnótico, un torbellino de caos. Lleno de espanto, me paré sobre el colchón, y me puse a espiar a través de las rendijas de las tablas del segundo piso: allí estaba. Una figura descomunal, deforme, giraba como una bestia desatada sobre los tablones. Caminaba en dos patas que hendían la madera, dejando astillas a su paso. Parecía un ritual, una danza infernal en espiral. Cada vuelta que daba desprendía un olor a azufre y carne chamuscada que impregnaba el aire.

De pronto, el retumbar cesó. Un silencio fúnebre se apoderó de la casa. Y entonces, con un chirrido gutural, el ser comenzó a descender por las escaleras. Cada paso resonaba como un golpe de martillo en una cripta cerrada. Las viejas escaleras crujían bajo su peso profano.

La criatura emergió ante mis ojos: un engendro cuyo aspecto quebraba la razón. Tenía patas de cabra, cubiertas de un pelaje ennegrecido y pegajoso, que goteaba un líquido espeso como alquitrán. Caminaba erguido, en dos patas, imitando con una perfección grotesca el andar de un humano. Su torso cetrino era de figura humana, con manos humanas sin vellos de ningún tipo, pero la piel parecía cuarteada, como un cuero reseco, surcado de venas negras que palpitaban con vida propia.

Su cabeza era la de una cabra colosal, coronada por dos cuernos afilados que se curvaban hacia atrás como lanzas infernales. Los ojos eran pozos de oscuridad líquida, tan negros que parecían absorber toda luz a su alrededor. Al mirarlos, sentí como si mi propia alma fuera arrastrada hacia su insondable vacío.

Bajó las escaleras por completo y se plantó frente a mí. Su mera cercanía hizo que el aire se helara, que mi respiración se volviera un esfuerzo agónico.

En ese instante, los niños aparecieron como surgidos de la nada. Rodearon al monstruo con ojos encendidos de fervor. Sin dudarlo, comenzaron a adorarlo con cánticos impíos:

—¡Cuán grande eres, mi señor! Danos el castigo eterno, señor, danos el castigo eterno —entonaban una y otra vez, como poseídos.

La criatura cabra-humana dejó escapar un silbido extraño, un sonido que parecía resonar en los huesos. Era un silbido que vibraba con ecos de otras dimensiones, un sonido que helaba la sangre.

De repente, Asmodeus emergió una vez más, postrándose ante la entidad cabra-humana en una adoración ciega. La figura oscura se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Quieres liberarte de tus padres?

Yo le dije que sí. A continuación me dijo; acércate hacia mi señor.

Me acerqué a aquella cabra humana, con cada paso sintiendo que cruzaba un umbral invisible hacia una dimensión prohibida. El aire era tan denso que se pegaba a la piel como un sudario húmedo. El hedor era insoportable: azufre, sangre coagulada, y un tufo acre a carne putrefacta impregnaban cada rincón.

Entonces, cuando estuve a escasos centímetros de aquella abominación, su boca comenzó a abrirse lentamente, como si los músculos de su rostro se desencajaran con un crujido húmedo y antinatural.

De su garganta emergió la voz más gutural, rasposa y demoníaca que jamás había oído. Era una vibración que no solo se escuchaba con los oídos, sino que se sentía en los huesos, en la sangre misma. Era como si una garra invisible me estrangulara desde dentro. Pero no era solo una voz: tuve la aterradora certeza de que cientos… no, miles de voces se amalgamaban en esa única emisión sonora. Voces de diferentes registros, tonos y edades. Voces masculinas, femeninas, infantiles. Voces jóvenes y ancianas. Todas entretejidas en un coro de condenación.

Cada vez que aquella criatura abría su boca para hablar, no solo se escuchaban sus palabras, sino que un coro de lamentos de desesperación emergía de lo profundo de su ser. Gritos ahogados, alaridos de dolor puro. Y junto a ellos, el sonido inconfundible de carne crepitando, de huesos estallando bajo un calor abrasador. Era como si pudiera escuchar la leña crepitar en una hoguera, solo que aquella leña eran cuerpos humanos.



#37 en Paranormal

En el texto hay: paranormal, terror, terror gore

Editado: 10.06.2025

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