Pennywise [el origen]

AUDIENCIA

Días después, fui consumido por un hambre atroz, pero esta vez me dieron ganas de comer carne putrefacta. La necesidad era tan imperiosa que terminé desenterrando un cadáver. Estaba en avanzado estado de putrefacción; los gusanos lo devoraban con avidez. Sin embargo, el ansia era más fuerte que el asco. No pude resistirme: empecé a engullir aquella carne corrompida, ignorando su hedor y su textura viscosa. Me alimentaba de la podredumbre, como si fuera un manjar.

De repente, llamaron a la puerta. Dejé la carne descompuesta sobre el pasto. Ni siquiera sabía a quién había pertenecido aquel cuerpo que ahora devoraba; era irrelevante. El hambre me había reducido a una bestia.

Abrí la puerta con la boca aún sucia, los labios manchados, un gusano blanco se arrastraba por mi labio inferior y lo absorbí. El sheriff, al verme, vomitó al instante, ensuciando mis botas marrones nuevas. Uno de los policías me apuntó con su revólver y me ordenó no moverme.

Los agentes irrumpieron en mi casa, guiados por el hedor nauseabundo. Llegaron hasta la fosa que había desenterrado. Allí, descubrieron cuerpos en avanzado estado de deterioro. Dos de ellos no pudieron contenerse y vomitaron también. Me esposaron de inmediato. Excavaron en todos los rincones de mi propiedad y terminaron por encontrar también el lugar donde estaban enterrados mis propios padres. Después de eso, fui llevado a prisión.

Durante la audiencia, varios padres entraron acompañados de sus hijos. Los pequeños eran amigos de los niños que yo había asesinado. Comenzaron a llorar mientras sostenían en sus manos hojas con discursos preparados. Sus palabras me resultaban tediosas, meras evocaciones sentimentales de vidas efímeras. No comprendían que los cadáveres sirven como excelente abono para los árboles y todo tipo de plantas. Si tan solo entendieran que las flores serían aún más hermosas si se nutrieran de tan dulce alimento.

En mi refrigerador encontraron restos de Oliver: recuerdo claramente que allí había dejado una pierna cortada, un brazo y parte de las costillas. Pero mi verdadero error fue haber desenterrado a los niños de la fosa; fue la urgencia, la necesidad desesperada de consumir carne podrida, lo que me condenó. Aún me pregunto por qué sentí ese impulso irrefrenable. ¿Por qué anhelaba con tanta desesperación la carne descompuesta?

¿Cómo me descubrieron? Lo supe durante la audiencia. Una vecina, con la que apenas tenía trato, pasó cerca de mi casa camino a algún destino. El hedor fue tan insoportable que decidió alertar al sheriff y a los demás comisarios. Así fue como irrumpieron en mi hogar para averiguar el origen de aquel olor putrefacto.

En la sala, Hal me escupió en la cara e intentó estrangularme. Permanecí en silencio. La policía tuvo que apartarlo mientras me gritaba, fuera de sí:

—¡Maldito! Me das asco, basura. Pensé que eras bueno. ¡Perverso, hijo de perra! ¡Te mataré con mis propias manos!

Sentí un atisbo de vergüenza. Bajé la mirada y entonces, casi distraído, me quedé observando una mosca que pasó frente a mis ojos, girando en círculos alrededor de mi cabeza. De pronto, emitió un zumbido cerca de mi oído derecho. Y ese zumbido… se transformó en palabras. Nadie más pareció escucharlas. Mis ojos se agrandaron, desbordados por el asombro.

Prefiero no revelarles lo que me dijo aquella mosca. No quiero arruinarles el final. Solo diré que su voz gutural resonó con una lógica extraña y profunda. Y desde ese instante, sentí en mi interior un poder que escapaba a toda comprensión natural.

Luego llegaron Emma con su madre y su padre, un hombre de aspecto bonachón, de rostro redondo y cuerpo regordete.

El padre de Emma habló con voz firme:

—Señor juez, encontré esto entre las pertenencias de mi hija.

Era la carta de invitación que había enviado para atraer a los niños a mi casa. El juez tomó el papel y lo examinó detenidamente, analizando cada línea con un gesto grave.

Allí estaba Emma, presente. Le sonreí, pero ella apartó de inmediato la mirada. Antes solíamos ser muy buenos amigos. Debería estar agradecida de no haber terminado enterrada en mi patio. Le salvé la vida, y sin embargo, me responde con una crueldad inexplicable. ¿Así me paga después de haber sido tan gentil con ella? ¡Mujeres… quién las entiende!

Tras ese episodio, me llevaron de nuevo al juicio. Más tarde regresé a mi celda, donde pasé la noche, aguardando el siguiente día. Los amiguitos de los niños desaparecidos continuaban dando sus testimonios, relatando detalles sobre Oliver y los demás. Todo me parecía tan trivial, tan vacío. Los días se sucedían entre idas y venidas a la audiencia, para luego volver a las rejas. Todo aquel proceso comenzaba a resultarme insoportable.

Finalmente, tras un largo análisis, el juez pronunció su veredicto:

—La sentencia para el acusado, Bob Gray, es condena a muerte por decapitación.

El anuncio provocó una explosión de júbilo entre el público. Se escucharon vítores, aplausos y gritos de gloria.

Aquella noche, de regreso en mi celda, aguardé con tranquilidad. No sentía temor ni preocupación alguna por lo que vendría.

Me ofrecieron elegir una lectura antes de morir. Pedí Romeo y Julieta. Hacía tiempo lo había comprado, pero nunca encontré el momento para leerlo completo. Me intrigaba esa historia de amor apasionado. Jamás había conocido el amor; nunca nadie me habían besado ni amado. Quería al menos entender, aunque fuera a través de un libro, qué se siente cuando el amor toca a la puerta. Había escuchado buenas críticas sobre aquella obra. Satisficieron mi petición.

Mi ejecución estaba fijada para el día siguiente, al mediodía, en una ceremonia pública en la plaza.

Esa noche me sumergí en la lectura, disfrutando cada página. Al día siguiente, cuando el reloj marcó las diez de la mañana, vinieron a buscarme. Me esposaron las manos y me llevaron, encadenado, hasta el lugar de la ejecución.



#41 en Paranormal

En el texto hay: paranormal, terror, terror gore

Editado: 10.06.2025

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