Un juez anciano se dirigió a mí:
—La Asamblea Constituyente permite cumplir hasta cuatro últimos deseos, siempre que no interfieran con la pena impuesta. Le queda exactamente una hora y cincuenta minutos de vida. Puede aprovechar ese tiempo para pedir perdón a las familias de sus víctimas o solicitar lo que desee.
Le respondí sin dudar:
—Haré uso de mis deseos. Quiero que cuenten a los niños presentes aquí y que me entreguen la misma cantidad de globos rojos. Tengo la intención de regalar un globo a cada uno de ellos. Además, exijo que preparen cuerdas finas pero resistentes para amarrarlos. Odio atar globos con piolas frágiles. Me resulta un despropósito.
El juez, con un gesto solemne, ordenó a uno de los presentes que contara a los niños.
Aquel hombre cumplió su tarea: había veintiún niños en el lugar. Después de casi una hora, el mismo hombre regresó, trayendo consigo los globos rojos. Me los entregó en las manos, junto con las cuerdas de nailon.
Comencé a inflar los globos, uno por uno. Con esmero, até cuidadosamente las cuerdas en la parte inferior de cada globo. Después, me acerqué a los pequeños y personalmente les fui entregando un globo a cada uno. Aunque los recibieron de mala gana, al final ninguno se negó… salvo una niña: Emma.
Cuando le extendí el globo, ella se negó a tomarlo. No sentí enojo. Al contrario, le dediqué una dulce sonrisa, y ella, esquiva, giró el rostro con frialdad.
El juez entonces anunció:
—Su tiempo está a punto de cumplirse. Restan once minutos y veintidós segundos para la ejecución.
Aquel momento era perfecto. Le dije al juez con voz serena:
—Antes de mi ejecución… les he preparado una sorpresa. Hoy… los niños deben flotar.
Solté entonces una carcajada estridente, resonante:
«Ji, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja».
Y sucedió. Los niños que habían aceptado los globos comenzaron a elevarse. Las cuerdas se habían atado mágicamente a sus muñecas. Los globos rojos tiraban de ellos hacia las alturas con una fuerza inhumana, como si cada uno fuera un globo aerostático.
Subieron… cada vez más alto… hasta perderse en el cielo.
Pero la caída no tardó en llegar. Los cuerpos de los niños se desplomaron desde aquella altura descomunal, precipitándose al suelo como muñecos rotos. Sus cuerpos quedaron destrozados, esparcidos ante todos.
De inmediato, rompí mis ataduras con una facilidad pasmosa: las esposas se deshicieron en mis muñecas como si fueran simples hilos de seda. Acto seguido, me lancé sobre los cuerpos inertes. Comencé a beber la sangre. El sabor me resultó exquisito, celestial.
Mi lengua se agrandada de manera antinatural, sobresalía varios centímetros fuera de mi boca. Con ella, absorbía con ansia la sangre que empapaba el suelo. No estaba dispuesto a desperdiciar ni una gota. Aunque la mezcla de tierra y sangre impregnaba mi lengua, me parecía aún más deliciosa.
A medida que bebía, mis ojos cambiaban de color: de un amarillo penetrante pasaban, tras saciarme, a un marrón oscuro, el tono de mi forma natural.
No satisfecho, comencé a devorar la carne. Mi boca se ensanchó grotescamente, de forma antinatural. Mi estómago se transformó en un pozo sin fondo. Me tragué piernas y brazos enteros, que desgarraba con mis dientes antes de engullirlos como si fuera un dragón de Komodo.
Conté veinte niños devorados. La policía me disparó sin tregua, incontables veces. Sin embargo, las balas eran inútiles: no me causaban el más mínimo daño.
Mientras buscaba a mi niño perdido, hallé a los padres de Emma desmayados por el horror. Los demás presentes huyeron despavoridos. Los gritos desesperados de la multitud retumbaban en mis oídos, irritando mis tímpanos.
Incluso el juez y los propios policías que aún me disparaban… terminaron desapareciendo de mi presencia.