Pennywise [el origen]

CASTIGO

En aquel instante, vi a Emma de pie. Su cuerpo temblaba, pero estaba paralizada. El miedo la había congelado.

—Hola, Emma. Mi buena niña —le dije con una voz suave, casi melódica.

—Solo faltas tú… para servirme de alimento.

Tengo la urgente necesidad de hibernar durante veintisiete años. Tú serás el postre perfecto… el que me permitirá marcharme al descanso eterno.

Empecé entonces a contonearme, celebrando mi inminente victoria. Aquel día lo recuerdo con claridad: le dediqué a Emma una danza macabra, una coreografía pensada para aterrorizarla.

Mi cuerpo se retorcía como el de una lombriz bajo el sol. Mi cuello se encogía y se alzaba como el de una tortuga saliendo de su caparazón. Mis manos y pies se agitaban de un lado a otro, moviéndose al ritmo de un antiguo compás: el murmullo del diablo, esa melodía prohibida que había resonado en mis oídos desde tiempos inmemoriales.

La euforia me dominaba. Mientras bailaba, saltaba tres veces hacia adelante, sin doblar las rodillas, como impulsado por un resorte invisible.

Era impensable que Emma no sintiera terror después de presenciar cómo me había tragado a los niños y bebido su sangre.

Y, sin embargo… ella me miró fijamente y dijo con voz firme:

—Ya no te tengo miedo.

Aquella frase fue como un puñal en mi pecho.

—¿Qué acabas de decir, mocosa? —le pregunté, incrédulo.

—Ya lo escuchaste. No te tengo miedo.

Sé que moriré de todos modos… así que he decidido que puedo morir sin temor. Si vas a matarme, quiero decirte algo mirándote a los ojos.

Para mí siempre serás un Pennywise. Incluso en el más allá.

Me incliné hacia ella y le pregunté desconcertado:

—¿Qué es un Pennywise?

Emma sostuvo mi mirada y respondió:

“Penny-wise, pound-foolish." Es aquel que tiene cuidado con las pequeñas cantidades, pero que es muy tonto con las grandes.

—Tan solo veo frente a mí a un payaso fracasado y bailarín. Eres un monstruo en la cual estoy convencida que le faltó mucho cariño, el cual a mí me sobra. Todo en ti me causa repulsión. Nunca dejarás de ser feo… ni espantoso. Todo en ti es tan abominable: tus dientes, tus labios, tu cabello. Cada detalle de tu imagen me resulta insignificante.

—Eres un payaso que no hace reír. Siempre lo serás. Un payaso con tan poco pelo que no puede ocultar la vergüenza de su calvicie. Un ridículo, un tonto, un ser asqueroso… y los excrementos de las letrinas serán parte de tu alimento.

De pronto sentí que mi piel cambiaba. Una sensación gélida me recorrió el cuerpo. Como si una pintura blanca me cubriera por completo. Corrí desesperado a buscar un espejo y encontré uno tirado en el suelo.

Al mirarme… el horror me invadió. Mi piel se tornaba blanca, harinosa. Mi rostro tomaba la forma de un payaso.

Mi cabello comenzó a caer en mechones, aunque no quedé completamente calvo. Mi nariz se tiñó de sangre, y por más que intentaba limpiarla, aquella pintura sucia no desaparecía. Tampoco podía quitar la capa blanquecina que ahora cubría mis brazos y el resto de mi cuerpo.

El furor me consumió. La compasión que alguna vez sentí por aquella niña se evaporó en un instante.

Ya no habría misericordia.

Me abalancé sobre ella, decidido a matarla, a devorarla. Pero entonces…

una fuerza invisible me detuvo. Me vi incapaz de avanzar. Algo más poderoso que yo me contenía.

No pude acercarme a ella.

Una fuerza invisible, intangible e implacable, me lo impidió. Era como si mil brazos incorpóreos me sujetaran con férrea determinación. No pude desgarrarla, ni convertirla en mil pedazos como deseaba.

Entonces, un grito desgarrador brotó de lo más profundo de mi ser. Un alarido escandaloso, interminable.

Sentí como si criaturas desconocidas empezaran a devorarme por dentro. Una desesperación brutal me poseyó. Sin pensar, eché a correr a una velocidad endemoniada, internándome en lo más profundo del bosque.

Corrí, corrí hasta perder la razón, hasta que, ante mí, se abrió la boca de una cueva profunda como un abismo sin fin. Sin detenerme, me sumergí en sus entrañas, descendiendo cada vez más, hasta alcanzar el último rincón. Allí, el horror me aguardaba.

Mis brazos desaparecieron en cuestión de segundos, devorados por tarántulas negras con dientes afilados como dagas. Un grito descomunal me estalló en la garganta; parecía que me desgarraría las cuerdas vocales por la intensidad del dolor.

Cuando acabaron con mis brazos, las bestias comenzaron con mis piernas. Yo, aún consciente, observaba mi propia desintegración. Todo en mí estaba siendo devorado.

El dolor era indescriptible, un sufrimiento sin nombre. Mi estómago fue el siguiente en ser engullido, y el tormento se intensificó más allá de lo imaginable.

No podía dejar de gritar.

Cada segundo era una eternidad.

Sólo quedaron mi garganta y mi cabeza intactas, flotando en el aire, estaban siendo sostenidas por una fuerza desconocida, parecían condenadas a presenciar el espectáculo atroz.

Pero entonces ocurrió algo aún más cruel: mientras mi cuerpo era consumido, al mismo tiempo se regeneraba, solo para volver a ser devorado. Una y otra vez. Una repetición interminable de dolor y desesperación.

Mis miembros renacían ante mis propios ojos, únicamente para alimentar otra vez a aquellas tarántulas con dientes infernales. Gritaba, gritaba sin cesar, con un tono abismal, gutural, profundo.

Allí, en el fondo de la cueva, cuando ya mi cordura empezaba a quebrarse, Asmodeus se manifestó. Su voz resonó como un eco en la eternidad:

—Cinco años de tormento serán tu castigo… Y cuando termine, tendrás veintidós años de descanso continuo.

Los días se convirtieron en años. Aquel ciclo infernal se repitió sin piedad. Después de cinco años de agonía perpetua, finalmente, el tormento cesó. El dolor desapareció.

Las tarántulas se desvanecieron como sombras disipándose.



#37 en Paranormal

En el texto hay: paranormal, terror, terror gore

Editado: 10.06.2025

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